El fantasma de la violación acosa a las mujeres desde la infancia. Las advertencias, los cuidados extra, los relatos y las frases hechas preparan un horizonte en el cual el “que te pase alguna vez” resulta naturalizado. Con ese legado en las espaldas, la figura de la víctima de violación se dibuja con trazos muy gruesos: debe presentar heridas, quedar marcada, volverse contra sí misma, recurrir a terapia de por vida. ¿Hasta qué punto este estigma conspira contra la posibilidad de ser escuchadas, recibir la protección efectiva y salir del callejón oscuro?
› Por Flor Monfort
Cuando el caso Wikileaks salió a la luz, todo el mundo supuso que Estados Unidos no se iba a quedar con los brazos cruzados. Corrieron rumores de que su fundador, Julian Assange, estaba muerto, refugiado bajo tierra como Bin Laden, o que caería sobre él una acusación imposible de remontar. Pero no. Assange fue detenido por la Justicia sueca por el abuso de dos mujeres que lo denunciaron: Sophia Wilen y Anna Ardin.
Rápidamente se abrió una brecha de debate sobre si aquello había sido o no un abuso, ya que ambas relaciones fueron consentidas y la razón de la denuncia caía en el hecho de que Assange se había negado a usar preservativo. El caso Wikileaks encontró un “atajo” para liberar el debate y una bruma se instaló sobre el hacker, que pasó de victimario a víctima. Twitter estalló de sentencias que en 140 caracteres resumían “Si Assange es culpable, todos los hombres debemos ir presos”.
El delito de violación o abuso, institucionalizado en su carácter de punible, se pasó en limpio como una verdad reversible: ¿es Assange un violador o ellas unas perras manipuladoras? ¿O el poder se vale de un crimen “muleta”? La blogger feminista Jessica Valenti escribió: “En EE.UU. hay una escasa comprensión del delito sexual. Bienvenido este caso para empezar a debatirlo”.
La presentación que hicieron los medios de aquellos abusos dice mucho sobre el discurso social acerca de las mujeres violadas. Se despliega un aparato disciplinador que empieza mucho antes de que una mujer llegue a ser violada, que se inyecta a las mujeres desde niñas y las convierte, en caso de ser abusadas, en víctimas destruidas que deberán callar o morir en el campo de batalla. Cuando la advertencia sobre la violación hace su despliegue, con todas las formas y normas que eso implica, hay una naturalización de la probabilidad que habla a los gritos del lugar que ocupamos las mujeres y de cómo lo ocupamos.
Cuando Laura era chica, acostumbraba a ir a los juegos electrónicos. Allí se juntaba un grupito a ver cómo uno (un varón, claro) rompía el record del anterior jugador. Un día, mientras miraba al gran vencedor del PacMan, sintió que algo le tocaba la pierna. Pero estaba concentrada en el juego y había mucha gente alrededor. Cuando terminó, se fue caminando a lo de una amiga mientras percibía algo frío, y como se sentía pegajoso, pensó que era gaseosa. Cuando llegó a lo de su amiga, descubrió el líquido denso, casi seco, derramado sobre sus piernas. Le preguntó a la madre de su amiga y ella le dijo: “Te acabaron encima. Ya les dije mil veces que en los jueguitos les pueden hacer cualquier cosa”. Años después, en la quinta de otra amiga, juntas salieron a la calle y un grupo de varones les dijo: “Si nos muestran la concha, nosotros la pija”. Las chicas se rieron y mostraron la bombacha. Un adulto las vio y las llevó de los pelos de vuelta a la reunión familiar. “Si las hubieran violado, no hubiéramos podido hacer nada”, dijo alguien. Laura no se olvidó más de aquello de “no poder hacer nada”, como si el hecho de estar sueltas en el mundo como bambis suaves y sensuales las hicieran carne potable para que cualquiera las tire a su asador.
Desde la infancia se produce una operación simbólica por la cual las mujeres estamos preparadas para ser violadas. Más que preparadas, “avisadas” de que puede ocurrir. De que la pollera corta, el pelo suelto, los labios pintados o una caminata de madrugada son señales, más que de peligro, de que una quiere que la violen. Y que si eso ocurre, más vale que llegues a la comisaría bañada en sangre. “Las mujeres que después de denunciar tienen que ir al hospital porque se resistieron demasiado o pelearon, son un 15 por ciento del total que denuncia. La mayoría está en condiciones de subirse la ropa, y llegar por sí solas a la comisaría. Estarán más o menos despeinadas pero no tienen la ropa rota ni están llenas de sangre”, explica Zaida Gatti, coordinadora del programa Víctimas contra las violencias de la Oficina de la Mujer de la Ciudad de Buenos Aires.
“Si vas ahí te garchan seguro”, se decía de la frontera peligrosa de mi barrio. “Cuando vayan a bailar no tomen cualquier bebida: les pueden poner droga y violarlas sin que se den cuenta”, decían las madres. Variaciones como “no hagamos dedo porque seguro nos violan” entran en el cuadro de una posibilidad que se abre en otro margen de situaciones, mucho más inesperadas. Por lo tanto, la “educación” sobre el peligro de ser violadas no sólo es inefectiva sino que es disciplinadora: adónde ir, adónde no ir jamás, cuándo arriesgarse, cuándo mejor no hacerlo. Lo cierto es que hay más probabilidades de que una mujer sea abusada por un compañero de facultad en una tarde de estudio que por un encapuchado a la vuelta de un boliche. Si bien hubo casos de taxistas que llevaron pasajeras a los bosques de Palermo, es mil veces más posible que un padrastro, el primo del padre o el tío lejano (sólo por nombrar algunos parentescos) hayan abusado de una niña de la familia. De una misma. Muchas mujeres naturalizan el abuso, otras lo enmascaran bajo el “yo lo seduje y después me banqué que pase”, otras lo entierran en la memoria. Lejos de la violación de callejón que nos deja con la vida entre paréntesis, estos hechos ocurren habitualmente en ambientes que nos son cercanos e insinúan que allí donde había un cuerpo de mujer, podía haber un abuso. No es algo que viene desde afuera, está en el ADN de ser mujer. Y sobre todo, insinúan que allí donde hubo una risa, una palmada fuera de lugar o un abrazo intenso, el no retroceder femenino puede ser leído como un SI con mayúscula.
En Teoría King Kong, Virginie Despentes describe una violación propia y confiesa que el relato de una amiga, tres años después de su propia experiencia, la estimuló a poder llamar violación a su propio episodio. VD describe el mecanismo que se dispara cuando una mujer es violada, probablemente por uno o más hombres que, a su vez, no se sienten violadores. “Desde el momento en que se llama a una violación violación, todo el dispositivo de vigilancia de las mujeres se pone en marcha: ¿qué es lo que quieres?, ¿que se sepa lo que te ha sucedido? ¿Que todo el mundo te vea como a una mujer a la que eso le ha sucedido? Y de todos modos, ¿cómo es posible que hayas sobrevivido sin ser realmente una puta rematada? Una mujer que respeta su dignidad hubiera preferido que la mataran. Mi supervivencia, en sí misma, es una prueba que habla contra mí. Porque es necesario quedar traumatizada después de una violación, hay una serie de marcas visibles que deben ser respetadas: tener miedo a los hombres, a la noche, a la autonomía, que no te gusten el sexo ni las bromas. Te lo repiten de todas las maneras posibles: es grave, es un crimen, los hombres que te aman, si se enteran, se van a volver locos de dolor y de rabia. Así que el consejo más razonable, por diferentes razones, sigue siendo ‘guarda eso en tu fuero íntimo’. Asfixiada entre dos órdenes. Púdrete puta, como quien dice.”
Es el silencio la mejor opción si es que conseguiste salir viva de ese infierno, de ese trauma irrecuperable. Gatti cuenta que las frases más comunes de los familiares durante las denuncias son “pero viste, yo te dije, ¿para qué fuiste a ese lugar, vestida de esa manera?”, o “bueno, terminemos todo rápido, no hablemos más de esto”, o la madre que dice “justo a mí me tuvo que pasar esto”. Entonces las víctimas terminan haciéndose cargo de lo que le pasa a la familia, callando, dejando sus historias guardadas y negando la cadena más elemental de la cultura, que es la transmisión de la experiencia, y habilitando a que se infle el globo del mito, el relato inventado, la farsa. Despentes explica que no hay experiencia sobre la cual una persona no pueda recurrir a testimonios reales que lo alejen de los demonios: es la violación la única trama donde las mujeres aprendieron a silenciar, a favor de todo un sistema de cosas que mejor resguardar: “el sexo extranjero” como lo llama, al servicio de la verdadera potencia: el placer masculino, su necesidad de reafirmación en la violencia-violación.
Alicia tiene 20 años y fue violada dos veces por un joven un poco mayor que ella en marzo de 2010. Estaba a dos cuadras de su casa, un domingo a la noche. Usaba el pelo corto, no tenía minifalda ni aceptó ninguna Coca-Cola adulterada. Sólo caminaba. El hombre se acercó y le dijo al oído, punzándola suavemente en la cintura: “Fingí que sos mi novia”. La llevó a las vías del tren, a una zona de pastos crecidos y sin iluminación pero tampoco la boca del lobo. El estaba bien vestido, no usaba gorrita ni le faltaban los dientes. Tenías las uñas impecables, recordó Alicia. Allí la violó dos veces. “Me decía que tenía un revólver, pero agarró una piedra y la tenía en la mano todo el tiempo. Me pedía que yo le dijera que me gustaba lo que me estaba haciendo y, cuando yo no lo hacía, me tiraba del pelo. No podía creer lo que me estaba pasando, pero lo único que quería era salir viva de ahí; entonces trataba de no moverme, no respirar y decir lo que él me pedía”, cuenta. Alicia hizo todo lo que su violador le dijo aun cuando él le aseguró que no quería hacer lo que estaba haciendo, por momentos jugó a los novios, incluso antes de irse la abrazó y le pidió perdón. Alicia hizo la denuncia y se sometió a los estudios de rigor en estos casos, pero el forense escribió en la causa “rotura de himen de larga data”. Se sometió al interrogatorio exhaustivo sobre cuánto conocía a la víctima, un modus operandi típico del cuestionario policial que intenta despojarse de falsas denuncias, cuando éstas sólo representan un 3 por ciento del total.
No fue la policía la que atrapó a su violador, fue ella misma, dos semanas después de aquel domingo, cuando se animó a seguirlo y a avisarle a un policía que él la había violado. Alicia no sólo se negó a dejar en manos de un aparato legal y policial que le puso el dedo en la frente porque no era virgen al momento de la violación sino que se negó a callar su experiencia. Volvió a la facultad, le contó a toda su familia la historia (logrando incluso que un primo relatara una violación oculta en su infancia) y siguió adelante. Los medios recogieron su testimonio desde el momento que la increíble historia cerraba con una coherencia impecable: Alicia habló de una experiencia horrible, pero se negó a decir que su vida estaba terminada y, conforme con eso, siguió saliendo a la calle, normalizando su rutina lo más posible. En ese trajín es que logró la detención del hombre que la había sometido y logró también revertir el estereotipo.
“La víctima que necesita la sociedad para creer en ella es una mujer que muestre que quedó desarmada, inútil, inválida, que quedó sin capacidades de respuesta, que quedó radicalmente a merced del otro. Y eso no le pasa a nadie, no le pasa ni siquiera a alguien que está dentro de un campo de concentración. Lo que suele suceder con las mujeres que atraviesan esa situación es que están todo el tiempo tratando de evitar males mayores, la muerte o un dolor físico muy profundo, entonces consienten la violación. Y eso es insoportable”, dice la psicóloga Inés Hercovich, autora del libro El enigma sexual de la violación (Biblos). Allí Hercovich recoge testimonios de mujeres que, con tal de salvar sus vidas, jugaron a las prostitutas, asintieron a gemir durante la violación y movieron la lengua en los besos forzados. Alguna le confesó que había tenido un orgasmo. “La idea de la violación está reducida a un cuento para chicos y en realidad es un proceso muy complejo. Yo seguí un caso increíble, había sido una violación violenta, en un descampado, y después el tipo se sacó la campera para que ella no tuviera frío, y le pidió el teléfono para volver a llamarla, entonces ahí están jugando un montón de situaciones que hacen que tu cabeza estalle. Al inicio, hay una buena dosis de manipulación en las estrategias del tipo, y en ese momento lo que va pasando es que, cualquiera sea la conversación, sucede al mismo tiempo de otras cosas que desmienten esa conversación, entonces por ejemplo él dice “te llevo a tu casa” pero toma un camino que no es el que va a tu casa. O te toca una pierna y vos te corrés, pero decidís no decirle nada, y a la tercera vez que te toca, por más que vos le digas algo, ya explota todo, porque todas las veces que vos decidiste no decirle nada, era un paso atrás que dabas vos y dos adelante que daba él. Es decir, se entra en una situación en que la mujer se siente culpable de haber llegado. Hay una maraña de sentimientos, de confusión, de dificultad para discriminar qué es lo que está sucediendo que la mujer queda muy debilitada. No la deja inerme, pero la debilita. En el momento del ataque, hay un rayo de luz, se borra el mundo, a pesar de que aparecen imágenes, de los hijos, del marido, de la madre o de la hermana, pero se borra el mundo y hay una concentración muy grande en lo que está sucediendo, hay como una necesidad de salir de esa situación de desconcierto, reconocer al otro, saber quién es en ese momento para poder manejar mínimamente la situación”, explica Hercovich.
En ese tratar de entender quién es uno, quién es el otro, qué está pasando, la idea de la vida siempre es la que prima. El instinto siempre es la supervivencia. En un escenario imaginario, las “no violadas” miramos a las violadas con temor, como si parecernos a ellas nos hiciera “un poco violadas” de antemano. De manera que una imagen devastada, arruinada y fuera del mundo es tranquilizadora. Los hombres también tienen una mirada para las violadas. Según Silvia Chejter en su artículo “La voz tutelada, violación y voyeurismo”: “Se imaginan goces pecaminosos allí donde generalmente hay terror, ausencia, no participación mental y un pensamiento dominante: escapar o preservar la vida o la integridad corporal. En la dimensión mítica del imaginario de los varones la violencia está tan ligada al goce femenino y a las facultades de potencia fálica que cuesta imaginar que la mujer violada no haya sentido placer en ser sometida. Y por esa brecha no sólo se filtra la sospecha, sino la picaresca del humor criollo (y posiblemente también de otros) en que la verdad de la víctima no podrá ser escuchada ni creída”.
Gatti retoma la idea a través de los empleados que atienden a las mujeres que sufren abusos sexuales, de las cuales el 80 por ciento acude directamente a la comisaría. La mayoría son hombres. Allí, un verdadero agujero negro en la formación de los y las oficiales que atienden las denuncias. La Oficina de Delitos contra la Integridad Sexual actúa en la Ciudad de Buenos Aires y recogió la experiencia capacitando al personal. “Las brigadas móviles de atención a víctimas de violencia sexual trabajan para que sostengan la denuncia. Sostener la denuncia significa que si voy a la comisaría y quien está del otro lado del escritorio no me cree, o me hace preguntas imprudentes, que revictimizan, esa persona no vuelve nunca más. Costó mucho trabajo hacerle entender al personal que las mujeres no llegan con la cara desfigurada, o que una prostituta también puede ser víctima de una violación, o una mujer casada que se anima a denunciar al marido. En esa brecha trabajamos nosotros, y después están las fiscalías, que tienen que dar lugar a las denuncias. A mí un fiscal me ha llegado a decir ‘yo les hago muchas preguntas porque el juez quiere escuchar lo más asqueroso posible, y de esa manera hay menos posibilidades de que llame a declarar a la mujer’. Yo para mis adentros me preguntaba ‘¿hay menos o hay más?’. Porque el morbo también se lleva su tajada en esta historia. Los casos que llegan a los medios tienen el condimento de la alevosía: María Soledad Morales, Natalia Melman, Fabiana Gandiaga, Nora Dalmasso, Jimena Hernández son sólo algunos nombres de trascendencia pública. Una violación a secas, de las que ocurren todos los días, de esas no hay noticias en los medios”. “La única actitud que se tolera es volver la violencia contra una misma. Engordar veinte kilos, por ejemplo. Salirte del mercado sexual, porque has sido dañada. En Francia no se mata a las mujeres violadas pero se espera que sean ellas mismas las que tengan la decencia de señalarse como mercancías deterioradas”, dice Despentes. En Argentina, las mujeres que sobreviven a una violación nunca son conocidas públicamente, su testimonio permanece silenciado, salvo por los trabajos mencionados, donde la experiencia de campo consiguió dar una dimensión más real a la naturaleza de un hecho que se pretende irreversible para conveniencia de todos.
Alicia, a contramano del estereotipo, prefiere alertar a otras mujeres: “Yo les diría a otras chicas que se cuiden de todo pero a la vez que no se cuiden de nada. Porque yo no cambiaría un solo paso de los que di esa tarde y al final del día tenía que volver a casa. ¿Qué vas a hacer? ¿Encerrarte a mirar la tele hasta que nadie te desee? Me parece un pésimo plan”.
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