ESCENAS. La directora y dramaturga uruguaya Marianella Morena está produciendo un estimulante acontecimiento teatral en la cartelera porteña: luego del estreno de Las Julietas, cruce de Shakespeare y fútbol, aún en cartel, se anuncia el estreno de Trinidad Guevara, unipersonal interpretado por Cecilia Cósero sobre la genial actriz rioplatense del siglo XIX, famosa por su belleza, su carisma y su transgresora vida privada.
› Por Moira Soto
Primero trajo a El Camarín de las Musas Las Julietas –sorprendente entrevero de fútbol, Romeo y Julieta, formas de la masculinidad rioplatense– y en pocos días ha de presentar Trinidad Guevara, rescate escénico de la gran actriz de la segunda mitad del siglo XIX, nacida en el Uruguay, cuya intensa y extendida carrera se desplegó entre Montevideo, Buenos Aires y otras ciudades. La uruguaya Marianella Morena, actriz en sus comienzos, actualmente dedicada a la dramaturgia, la dirección y la docencia, es también autora de Jaula de amor (sobre la violencia de género), Don Juan, el lugar del beso, Elena Quinteros, presente, Los últimos Sánchez, Antígona for Ever... Todas sus obras se han estrenado en el Uruguay, en ocasiones generando polémica, asimismo recibiendo diversos premios y participando en festivales de Venezuela, Nicaragua, Brasil, Argentina, Paraguay, Chile, España y Estados Unidos.
Alejada de toda pose, campechana y apasionada, Marianella Morena despega sin rodeos de la idea de trayectoria, no se fija metas de llegada ni se desvive por ser reconocida. Además –cosa rara en los CV de gente de teatro–, ella pone su año de nacimiento, 1969: “Sí, claro, está ese dato y el del lugar, un pueblo chiquito del interior, dentro de una familia que nada que ver con la cultura, el arte. Una carencia a la que le pude encontrar su lado bueno con el tiempo, algo que me sucede en general con las situaciones de adversidad. Es decir, tratar de trabajar con mi realidad y no con lo que me habría sucedido de nacer en París, en una familia de artistas... Me parece que está bueno viajar, aprender, investigar y volver a tu realidad. Me interesa el lugar de intercambio, no de colonización. Y volviendo a lo de la edad, sí, me parece natural asumirla. Más aún, el otro día le aclaré a un director de intendencia: Mirá, no me digas chiquilina porque ya no lo soy. Es que hay como un límite implícito: hasta los 45, más o menos, estás aceptable, y un día te despertás con unos años más y sos una vieja de mierda. Esa es otra forma de ningunear a las mujeres. También está la convención de que, a medida que envejecés, tenés que volverte más seria y formal. Todos clichés estereotipados que intentan correrte de tu centro. Conmigo no lo van a lograr...”
Después de cursar el secundario, MM estuvo deambulando entre probables carreras a seguir, hasta que vivió en carne propia la típica anécdota de la chica (o el chico) que acompaña a alguien a dar un examen o una audición, y termina dentro de una escuela o una obra. En este caso, la Escuela de Teatro de El Galpón, donde Marianella, sin haber preparado nada, se vio de pronto con un libreto frente a la mesa examinadora compuesta por prestigiosos maestros, y se puso a improvisar con alegre inconsciencia: “Hasta el día de hoy recuerdo esa mezcla de libertad, juego y desenfado con que me manejé y que desearía no perder nunca. Pasé la prueba, curse cuatro años. Después, como me interesaba mucho Kantor, me fui a Polonia. Me había casado con el padre de mi hijo, actor también, y nos instalamos un tiempo en Ibiza. En la Escuela habíamos empezado a trabajar en performances en discotecas y proseguimos en esa línea, pero en un lugar enorme, para cinco mil personas, cosas diferentes todos los días, como happenings. Ibiza me sirvió para empezar con la dirección y la escritura en la escena, desde el anonimato. Me di el lujo de tomarme esos años en la periferia verdadera, con mucha autonomía”.
–De regreso en el Uruguay escribiste y dirigiste una serie de obras.
–Mirá, yo no tengo plata, no tengo subsidios... Entonces, decidí trabajar con lo que tenía: un espacio en mi casa, algunos objetos. Por ejemplo, las cuatro sillas que usé en Las Julietas me habían quedado de mi ex suegra. Previamente, me gané el Molière con un proyecto muy conceptual sobre el Don Juan, en una línea austera, desde una mirada más personal, pensando el texto desde hoy: como un domicilio, las escenas como habitaciones. El eje conductor era el beso, la lengua como lugar de conocimiento, por la palabra y por lo erótico.
–¿La puesta en escena llega juntamente con la dramaturgia?
–Casi enseguida, con el antecedente de los happenings de Ibiza. Voy asumiendo cosas que ya se venían ordenando, un mecanismo que me lleva a sistematizar, a reflexionar sobre lo hecho. Soy un animal político, erótico, escénico. Para mí no hay separación entre la vida privada y la pública y el mundo doméstico, guardando siempre una línea de coherencia. Creo que ir adquiriendo un espacio de poder genera mucha responsabilidad, a mí me lleva a hacer un ejercicio profundo sobre mi honestidad, sobre cada decisión que voy tomando.
–¿Tu relación con actores y actrices está apartada de todo autoritarismo?
–Como actriz, sufrí mucho la tiranía de algunos directores. Descreo absolutamente de que la dirección tenga que ver con darse importancia, con un orden jerárquico, con el destrato. Es una línea política heredada que no comparto –mucho menos tratándose de creación– de pedirle al otro que te entregue el alma...
–Bueno, acá tenemos varias leyendas vivientes de directores maltratadores que supuestamente te hacen sufrir para sacarte buena.
–Allá también... Bien católico eso del sufrimiento y la humillación como prueba para rendir mejor. Aunque debo decirte, para ser justa, que a veces hay un ida y vuelta, tan metida está esa idea de que el director es el que realmente sabe.
–¿Vos preferís un lugar de igualdad y confianza?
–Creo en el encuentro. Creo que los roles no son nunca ni tan netos ni tan fijos, que siempre hay cierta movilidad. Me parece que en general, en la sociedad contemporánea, se están reviendo los vínculos. El tener un lugar de autoridad jamás habilita al maltrato. Y en el caso de la dirección de teatro, se trabaja con un material especialmente sensible y corresponde propiciar un campo de confianza, de entrega. Un trato humano sin imposiciones.
–En el caso particular de Las Julietas, esas condiciones parecen imprescindibles.
–A partir de la persona que elijo, voy al personaje. Tenía ganas de trabajar con Leonardo Pinto, el más alto, a quien conocía bastante. Y un verano se nos ocurrió: ¿si nos juntamos con Santiago Sanguinetti, Mariano Prince, Claudio Quijano? Nos reunimos en casa, les conté que tenía ganas de hacer Romeo y Julieta, de trabajar sobre el macho uruguayo. Conversamos mucho. El tercer día les planteé que iba a recortar unas escenas de manera arbitraria, sin buscarles ni el subtexto ni la psicología. Ustedes las miran, les dije, y me dan un punto de vista. Entonces, rápidamente los hice actuar, les quité la presión del personaje –quién soy, de dónde vengo, a quién represento, etcétera–, entraron en situación. Desde el primer momento, supe que iban a estar esas cuatro sillas, que no iba a subir ni a bajar ninguna escenografía. Fui decidiendo cosas muy concretas, muy acotadas. Así aparecieron muchos niveles. El texto es el último, la punta del iceberg detrás de la cual hay mil informaciones. Me gustaba la idea de que hubiera filtraciones, porque a veces el teatro cuenta y cuenta, y vos estás agarrada del argumento. Bueno, a mí me importa crear una atmósfera menos intelectual, más vivencial.
–¿Mucha diversión en los ensayos?
–Para mí son fundamentales la alegría y el sentido del humor, la profundidad no pasa por la solemnidad. Nos empezamos a divertir, sí, a tener una cuestión de conexión, de entendimiento. Les dije que quería que esa energía que había empezado a circular entre nosotros se trasladara a la obra, ahí empezó a aparecer el permiso. Un día les anuncié: tal y tal tienen que bailar un tango. Eramos niños jugando y probando.
–Cuando surgen estos aspectos de la masculinidad en su evidencia más vulnerable, más pretenciosa, ¿no se produjo en ellos ninguna forma de repliegue?
–Para nada. Me pasaron cosas que vale señalar: por un lado, me sentí muy mujer en el plano digamos biológico, y por otro, no me sentí tratada como mujer en el sentido misógino de la expresión. Obtuve una entrega absoluta, y te voy a decir una cosa horrible para que se entienda: como si fuese un hombre. En una oportunidad les dije: quiero que se desnuden. Empecé a gritarles cosas –disparate total– como si yo fuese una mujer en la platea de una actuación de strippers. Me encontré en un lugar nuevo, con cuatro hombres actuando para mí, en mi casa. Tuve un cúmulo de sensaciones diferentes. También descubrí lo que es cierta forma de poder y me dije: esto no lo quiero para mí. Todo eso que me pasó lo compartí con los actores, pensé que era lo justo: si yo a ellos les pido y se exponen, yo también me tengo que exponer, tienen derecho a saber lo que me sucede. Me sentí en un lugar donde no había barreras, y por el lado de los actores, mucho respeto.
–Pasemos a Trinidad Guevara, nacida en 1798 y muerta en 1873, actriz adolescente, madre soltera de siete hijos –el primero a los 17– con distintos hombres, intérprete de algunos personajes masculinos, cabeza de compañía en una etapa de su carrera. Cuando se observan sus logros, surge la pregunta ¿otras no se adelantaron como ella porque no se atrevieron, porque no les alcanzó el temperamento?
–Creo que en ella se dio la conjunción de una naturaleza excepcional, una vocación, un talento fuera de serie. Todo potenciado por la adversidad. Es apasionante pensar cómo convivían esos mundos en ella: hijos, teatro, bombas, revoluciones... No contaba con nada específico de género a su favor. Y ella, en lugar de achicarse, era como que todo la hacía crecer y subir y fortalecerse.
–¿A la altura de otras pioneras que rompieron el molde previsto en tiempos muy desfavorables?
–Sin duda. Enfrentarte con estos personajes históricos de mujeres nos pone en contacto con cosas relevantes con respecto a nosotras mismas. Cuando pensaba en el título, caía en ciertos lugares comunes hasta que me dije, haciendo un ejercicio de distancia: “Pero perdón, si se tratara de Sarah Bernhardt, ¿cómo se llamaría el monólogo? Ciertamente, llevaría su nombre”. Es terrible, aun teniendo algunas cosas claras, seguís siendo un poco prisionera, estás enviciada por la tradición establecida. Hay que hacer un esfuerzo para devolver brillo propio a las luces sobre las que se puso tanta tierra encima. ¿En qué momento se perdieron estos personajes femeninos de tanto relieve? ¿Por qué se nos traspapelaron?
–¿Cómo enfocaste el trabajo sobre Trinidad Guevara?
–Te diría que más bien traté de trabajar con ella, me gusta encontrar esa cercanía con el personaje. No fue mi intención hacer un rescate museístico ni histórico ni tampoco redactar un compendio de datos. A través de los detalles de su vida intenté aproximarme, tocar a ese ser vibrante, tan valiente, tan amplio para conectarse con la vida, de una intensidad enorme... Y junto a estas cualidades, inevitablemente, hay que pensar en paralelo un gran sufrimiento porque todo el tiempo está rompiendo por su cuenta, teniendo que defenderse, siempre en ebullición. Traté de ubicarme en la época, no con una postura contemporánea racional y organizada de transitar etapas... Seguramente, Trinidad manejaba alguna agenda, existían de alguna manera las relaciones públicas, pero nada que ver con el ordenamiento y los recursos actuales. Me interesaba escribir este texto desde un lugar más animal, menos prolijo. Ese es un poco el camino que quiero hacer con respecto a la escritura y la escena: nada de literatura linda, ingeniosa, de estar pendiente de los tecnicismos, sino más bien tener un contacto como de materia a materia. Así compongo Las Julietas, tratando de desentenderme lo máximo que pueda de todo lo adquirido, limpiarme todo lo posible y de este modo tener contactos más puros. Entonces, este fue el viaje que quise hacer con Trinidad, que tratamos de hacer con Cecilia Cósero: escuchar las vibraciones de esa alma con ese sacudón permanente que es su vida. Quería darle al público la oportunidad de realizar un recorrido por Trinidad, meterse en su cabeza, ir por aquí, ir por allá, percibirla. Mi compuerta con Trinidad es mi historia personal, mis vaivenes de vida con mi hijo, mis amores, con el teatro, con Uruguay. Hay una cantidad de cosas que hoy en día hacen más confortable la vida de las mujeres; se supone que hemos avanzado en las leyes. Pero trabajando con Trinidad, creo que en un punto experimenté la misma soledad que ella. Sentí que en cierta zona seguimos estando en el mismo sitio, siempre habilitadas por el varón. Los espacios ganados provienen de una mirada, de una construcción masculina. Obviamente que en nuestro avance vamos agarrando algunas cosas, negociando. No me planteé premeditadamente un enfoque feminista, pero era inevitable llegar a ese punto de vista. Que surgiera espontáneamente me pareció más genuino, más honesto.
Las Julietas, los sábados a las 20 y a las 23 en El Camarín de las Musas, Mario Bravo 960, 4862-0655.
Trinidad Guevara, a partir del 13 de marzo y hasta el 24 de abril, los domingos a las 21 en Elkafka, Lambaré 866, 4862-5439
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