SOCIEDAD
POSTALES DE LAS ULTIMAS COSAS
La sucesión de los días se vive como una amenaza en la ciudad de Santa Fe. El tiempo de la excepción que generó la catástrofe y suspendió la vida cotidiana va a pasar y los evacuados, los que perdieron todo, desde sus cosas hasta su memoria, todavía no saben cómo saldrán adelante, ni en dónde. Para colmo, el riesgo de epidemia crece y todavía no se puede calcular cuántos cuentapropistas se convertirán en desocupados después de haber perdido sus herramientas.
› Por Marta Dillon
Desde Santa Fe
Y ahora que se va, cambia de tema así no más?
–...
–¿Qué se siente cambiando de tema después de haber visto todo esto?
–...
De pie frente a la montaña de basura en que se ha convertido su casa, Liliana interroga a la periodista con impotencia. Ha visto pasar decenas de móviles de radio y televisión, ha contestado preguntas, ha escuchado impávida la consabida pregunta –¿pudo salvar algo?– que en medio de este aquelarre suena a mal chiste. Y sin embargo no ha encontrado en ninguna pantalla un mínimo reflejo de su desesperación. Para colmo, se van. Los periodistas se van, los funcionarios nunca llegaron a su esquina, los voluntarios tienen que volver a su vida. Y aun cuando vengan otros, será lo mismo. No importa cuántos niños ateridos se vean en los campos de evacuados, ni cuánta gente clame por calzado. Su reclamo es único, como cada uno. Porque lo que se perdió en el agua y bajo el barro que ésta trajo es imposible de inventariar. “Esta casa se la entregó Eva Perón a mi madre en 1942, acá crecí yo, mis hijos y hasta ahora mis nietos. Eso que ve ahí no son mis muebles nada más, son mis recuerdos, el vestido de casamiento de mi mamá que se lo arreglé para mi hija, la ropita de los bebés, los cuadernos de los chicos. Ahora me dicen que acá no se puede volver, pero las raíces no se pueden llevar de un lado al otro, están acá, en esto que quedó.” Liliana es una jefa de familia de 43 con una bronca poderosa que cada tanto lanza sus aguijones. Es una sobreviviente, como la mayoría de los vecinos del barrio Santa Rosa de Lima de donde el agua no termina nunca de escurrir. Las bombas la escupen hacia el Salado, la lluvia vuelve a convertir las esquinas en bañados.
¿Cómo podría entender Liliana que esa lluvia fina y persistente, que moja por pura perseverancia, es en el fondo una bendición? Sin estas gotas que lavan la basura que se acumula en el centro de las calles de la zona oeste de Santa Fe el olor sería irrespirable y la posibilidad de infecciones masivas una amenaza roja. Es una suerte también que sea otoño, dice el médico de la Cruz Roja, Manuel Crespo, unos grados más y el caldo de cultivo llegaría al perfecto punto de hervor que las bacterias necesitan para reproducirse. Lo bueno, como lo malo, siempre viene del cielo, piensan Liliana y su vecina, Teresa Almeida, con quien ahora comparte el mate y el aula de la escuela en la que viven, la pileta para lavar y las raciones de comida que les lleva el Ejército. Por eso rezan todos los días a la misma hora, otros recorren las vecinales -dependencias barriales del Estado municipal– en busca de mercadería, reclaman por zapatos o mantas, las donaciones más preciadas. Ellas no, porque para ellas la culpa es del Estado y no del cielo. Antes de salir a nado del techo de sus casas, las vecinas lucharon dos días contra el agua, como el resto de la cuadra. Rellenaban bolsas de arena y tapaban las bocacalles. “Primero se acabó la arena y la Municipalidad nos dijo que notenían camiones para traer más. Con trapos y un adoquín para que no flote rellenábamos las bolsas con los muchachos. Era como luchar contra el mar, imposible. Pero en la radio se insistía con que no iba a pasar nada, que era imposible, qué sé yo cuántas macanas.” Teresa sintió el golpe del agua como un latigazo, porque se vino toda de golpe, dice. Ni sabe cómo salió. O sí, se acuerda de un “angelito del señor”, un joven en una canoa de la que había que sacar agua con un tacho. Teresa no sabe nadar, estaba aterrada. Pero el muchacho le dio una pelota inflable para que se agarre bien fuerte. Obviamente, en el barrio no había salvavidas.
Ya pasaron más de veinte días desde las emotivas escenas en que los paquetes con donaciones pasaban de mano en mano, como si hubiera brazos suficientes para alcanzarlos hasta Santa Fe. Como un puño que aprieta la garganta se sentía la tristeza que movía a la solidaridad, a sacar lo que hubiera en el placard para ayudar a la ciudad arrasada. La mayor parte de las donaciones sigue archivada en galpones. Un lentísimo inventario que salvaría a los funcionarios de malos entendidos provoca que, a pesar del frío, de la lluvia que no cesa, del viento espiralado que de todos modos no despeja el cielo, los que necesitan no se hayan reunido con lo que les hace falta. Esto se ha dicho, se ha escrito, se ha denunciado. Pero en los campamentos de evacuados, en las escuelas atestadas, en las casas de clase media en los que se amontonan dos o tres familias, las cosas siguen faltando. Eso sí, en nombre de la transparencia.
¿Cuánto tiempo pueden convivir en un mismo sitio, es decir, en un sitio en el que 22 deportistas pueden jugar al fútbol, 400 personas? ¿Cómo se puede planear ubicar a dos familias en una misma carpa para que se dividan el espacio con una manta colgada en el centro? Eso fue lo que el Comité de Crisis que se encarga de resolver la emergencia que generó la inundación planeó –es decir, proyecto para un futuro que al menos se extenderá durante los próximos seis meses–, sobre todo para ubicar a esa gente que vivía en las orillas del Salado, que había construido sus casas con chapas que ahora flotan río abajo. “Esta gente –dice el funcionario que depende de la secretaría municipal de prevención de adicciones, que por alguna razón desconocida se hizo cargo del campamento fallido– está acostumbrada a vivir un poco amontonada, estas carpas son amplias, calentitas, están mejor que antes porque acá tienen médico, se los vacuna, comen todos los días.” A un costado del campamento oficial se armó otro, con esa creatividad que distingue a los que aprendieron a vivir en el margen. Palos, telas, plásticos, pedazos de carteles de inmobiliarias, fragmentos de otras vidas que protegen éstas. Son autoevacuados, como los de la clase media, que tampoco figuran en los padrones porque no se animan a pedir asistencia pública. Ni unos ni otros confían más que en sí mismos; al fin y al cabo, arreglárselas solos es lo que siempre hicieron.
Lucrecia Leguizamón tiene cuatro hijos, 22 años y cinco partos en su historia. La noche en que tuvo que huir de su casa perdió a los tres más chicos. Los puso en una canoa de alguien que no conocía pero estaba ayudando, con una prima. Los vio alejarse estirando el cuello, juntando fuerzas para empezar a salir, agarrándose de los palos de la calle para tomar fuerza. Cuando llegó a “lo seco”, alguien la subió en una combi y la dejaron en el predio de la terminal donde se encontró con su hija mayor, la de nueve, que acaba de festejar su cumpleaños con una vela blanca y grande en el centro del guiso del mediodía. De los chiquitos nadie sabía nada. Así como estaba, mojada y sin zapatos, recorrió nueve centros de evacuados. Los encontró a la madrugada, en una escuela, los tres agarraditos, portándose bien como su mamá les enseñó. Ahora aprendieron a quedarse solos todas las noches, rodeados de bolsas y sillas que deberían protegerlos, mientras sus padres se van a cirujear. “Todo lo que ves –dice Lucrecia señalando su ranchada– lo trajimos de la calle. Hasta la ropa de los chicos la conseguimos así, revisando las montañas de basura.Se ve que la gente tira de bronca y no se da cuenta, por eso aprovechamos. Además, si no lo hiciéramos estaríamos en patas.” Dos mesas de luz, un carrito para su bebé que antes no tenía, cinco muñecos que flotan en agua con lavandina, una mesa de televisor. Platos, vasos, ollas, cubiertos. Es como si la inundación hubiera tomado la baraja para repartir de nuevo. Hasta una botella de Chandon encontró Lucrecia, con sus dorados intactos. Ella no sabe que es champagne lo que tiene adentro. La tomó porque le gustó como adorno. El matrimonio Leguizamón acumula lo que pueda servirle para cuando la vida continúe. Ahora quedó estancada, como el agua en el barrio Chalet, donde Lucrecia no sueña con volver.
En el medio de la Avenida Freyre, ahí donde la gente era depositada por los voluntarios que la sacaban del agua para volver a buscar más, hay una olla popular que atiende la regional Florencio Varela de la Federación Tierra y Vivienda. Siete compañeros llegaron en micro desde el conurbano para ponerse a disposición. Pasada la una de la tarde, a las mujeres se les caen los lagrimones cada vez que tienen que repetir que no, que ya no queda comida. Algunos traen ollitas para llevar a las familias, otros tachos de pintura que juran haber lavado bien. “Esto no se parece en nada a lo que ves por televisión, tampoco a lo que una está acostumbrada a ver. Porque pobreza hay por todos lados, pero quedarse así, de pronto, sin más que lo puesto, sin saber a dónde ir y sin poder volver al barrio. Eso es muy distinto. Además –dice Pocha, la referente–, a nosotras nos vacunaron. ¿Pero a cuántos más? ¿Vos te crees que la gente que viene acá, que se acomodó en cualquier parte, fue vacunada? Preguntale a cualquiera, hacé la prueba.” En la larga fila que se extendía por cien metros del boulevar, sólo tres habían recibido vacunas.
En toda la ciudad se pueden ver los perros sueltos, perdidos de sus amos o de los lugares donde habitualmente conseguían comida. En los techos de los barrios quedaron los gatos, que supieron trepar pero no huir y ahora, desde hace más de dos semanas, andan en manada buscando restos o recordando cómo cazar. Los chanchos y las gallinas tuvieron menos suerte. Claudio, uno de los hombres que pasó toda la inundación y después montado en un techo exhibe un agujero en su dentadura acusando a una gallina que desplumó y comió cuando nadie se atrevía a entrar en su barrio, el San Lorenzo al fondo. Durísima, dice. Si ahora tuviera que hacerlo de nuevo no se animaría, pero en los primeros días, junto a sus vecinos, aprendió a carnear chanchitos que venían nadando, a cuerearlos y faenarlos. La necesidad es buena maestra, dice. Hacia el norte de la ciudad, en el barrio Los Troncos, huyeron jaurías completas de perros hambrientos, más chanchos y demasiadas ratas. Lo que nunca llegó fue la ayuda que veían por televisión. Ni siquiera les avisaron que ya no se iba a poder tomar el agua de los pozos. En ese barrio ya hay muchos enfermos de diarrea. Los pozos negros, como en toda la zona inundada, también están tapados y rezuman un olor que ni la cal puede apagar. “Pero acá nos arreglamos bien entre todos, como hicimos siempre. Al principio les llevamos tortas fritas y mate cocido a los quedaban en los techos, era lo único que teníamos. Ahora ya conseguimos hacer guisos de fideos”, dice Ana Sánchez, orgullosa.
Todo esto ha sido dicho, escrito, denunciado. La inundación pierde espacio en la información diaria, como si con el agua se hubiera retirado también la tragedia. Sin embargo, lo único que se modificó en Santa Fe es que al agua la reemplazó el barro. Al temor a las enfermedades, las enfermedades. A los probables problemas del hacinamiento, sus secuelas.