Dicen que el tiempo todo lo cura, pero nadie habla de cuánto tiempo, menos aún cuando se trata de heridas violentas y profundas como son las producidas en las víctimas de la última dictadura militar. Sin embargo, los nuevos testimonios de algunas mujeres de desaparecidos parecen evidenciar una cierta calma interior, un haber encauzado en parte la furia, el dolor y la vida.
› Por Noemi Ciollaro
En 1997 inicié la búsqueda de otras mujeres esposas o parejas de detenidos desaparecidos durante la última dictadura militar. No podía explicarme nuestro silencio en lo privado y en lo público vinculado con el destino corrido por nosotras y nuestros hijos en los veintiún años transcurridos. Así surgió el libro Pájaros sin luz; Testimonios de mujeres de desaparecidos (Planeta 2000), una investigación periodística en la que veinte mujeres, algunas militantes, otras ex detenidas, otras amas de casa, hablamos por primera vez rompiendo el hermetismo que nos abarcó tras el secuestro y desaparición de los hombres a quienes habíamos unido nuestras vidas y que, en muchos casos, fueron los padres de nuestros hijos.
Nuestros testimonios relataban lo vivido y planteaban preguntas. ¿Cómo explicar ese silencio que nos volvió casi tan invisibles como si también hubiéramos desaparecido? ¿Pudo haber sido por no tener vínculos “de sangre” con ellos, ser jóvenes, militantes muchas, sobrevivientes, mujeres? ¿Qué consecuencias produjo esa situación en nuestros hijos, que son los hijos de los desaparecidos, y en nosotras mismas? ¿Cómo actuó la sociedad ante esos hechos? ¿Se tenía clara la diferencia existente entre un asesinato y una desaparición? ¿Cómo se vive en un estado civil no reconocido, puesto que no éramos ni solteras, ni casadas ni viudas? Y muchos otros interrogantes.
Hace una semana, a once años de la aparición del libro y a treinta y cinco del 24 de marzo de 1976, algunas de nosotras volvimos a encontrarnos en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, en la ex ESMA, donde integré un panel referido a “Mujeres: de la exclusión a los derechos”.
Cinco de aquellas voces volvieron a dar cuenta, entonces, de reflexiones, sentimientos y cambios surgidos en el tiempo transcurrido.
Sonia Severini fue la esposa y compañera de militancia de Rómulo Giuffra (JP Montoneros), desaparecido el 22 de febrero de 1977. A fines de 1998 supo por el Equipo de Antropología Forense (EAAF) que lo mataron el 24 de febrero de 1977 y lo enterraron como NN en un cementerio de La Matanza.
“Sí, veinte años para saber algo y me entero de que lo mataron a los dos días. Maco Somigliana ubicó un documento de muchas fojas, en el que se acusa a Rómulo de ser ‘un NN homicida’ muerto en un enfrentamiento y enjuiciado por el Consejo de Guerra del Ejército después de matarlo. Ese expediente se cerró en 1983... En 1994 lo pasaron a una fosa común, pero en la documentación aparecían sus huellas digitales, no hay dudas, era Rómulo. Nuestra hija María hizo un film sobre esta historia”, relata Sonia.
Le entregaron una partida de defunción, a partir de la cual se convirtió en viuda. “Esto funcionó como un sucedáneo. Yo sé que puede sonar muy psicologista y me da pudor, pero me produjo un efecto emocional, porque a los seis meses de eso me encuentro con Pedro Cerviño y por primera vez inicio una relación en la que terminamos conviviendo. El es mi compañero de vida, y con mucho amor, hace doce años que estamos juntos. Antes había tenido otras relaciones, siempre con hombres con mi historia e ideología, pero con pocos valores humanos. En Pedro se junta todo, su militancia, su humanidad y un gran amor.”
Sonia dice que saber quién mató a Rómulo no le cambia nada y que como mujer de desaparecido nunca reclamó nada a las instituciones, “nunca creí en ellas, las Madres reclamaban porque creían en las instituciones. Después del exilio me vinculé a derechos humanos, pero nunca a nivel institucional”.
“Los juicios que se están realizando –afirma– hacen que ésta sea una sociedad y un país mejores, pero no son ni por lejos la sociedad y el país por los que perdieron la vida los que murieron. A mí todo eso no me basta, pero también sé que a mí no me tocaron el cuerpo, y eso hace diferencia.”
Ada Miozzi fue la esposa de Oscar Isidro Borzi, delegado de fábrica y miembro de la JTP (Juventud Trabajadora Peronista), secuestrado de su casa en Lanús, el 1º de mayo de 1977.
Ama de casa, tuvo tres hijos y al quedar sola entró a trabajar como auxiliar en una escuela donde también le dieron vivienda, así pudo criar a los chicos.
“Yo no era militante, pero ahora que lo pienso más o menos, en mi casa se hacían reuniones, yo les cocinaba, los atendía, así que no sé, no hacía lo mismo que ellos pero ayudaba bastante”, cuenta con cierta picardía en la mirada.
Unos años después se integró al sindicato docente y actualmente colabora en la Comisión de Sobrevivientes, Familiares y Amigos de Víctimas del Vesubio y el Proto Banco. También declarará como testigo de la desaparición de su marido en los juicios por el Vesubio II.
“Sí, a mis hijos y a mí nos tuvieron veinte horas encerrados en la casa la noche del secuestro, a mí me hicieron de todo, y a mi hijo de tres años lo estrellaron contra la pared para que el padre hablara y se lo querían llevar al nene, pero les mentí que estaba enfermo del corazón y lo dejaron”, resume.
“Creo que a mí me salvó mi carácter alegre y la escuela, yo me sentía bien allí y me parecía que con mis hijos estábamos seguros. Nunca supe nada de Oscar, y nunca quise armar una pareja, no es que no haya tenido oportunidades, aclara, pero es muy difícil porque una no sabe adónde está su compañero, no creo que a esta altura esté vivo. Pienso que no hice el duelo, si no decime vos por qué yo lo lloro tanto a Néstor Kirchner?”, pregunta.
Ada dice que desde las presidencias de Kirchner y de Cristina siente una gran libertad y ganas de hacer cosas. “Será por todo lo que hizo que lo quiero tanto; no sé qué hace falta para hacer el duelo de Oscar, qué se yo, como mujer lo que quiero es que mis hijos, que son buenas personas e inteligentes, lleguen lejos, se lo merecen, los dos más grandes son militantes, el más chico no.”
Rufi Gastón fue la esposa y compañera de militancia de Aldo Ramírez, “el Gordo La Fabiana”, dirigente obrero de JTP en el Astillero Astarsa de Tigre, desaparecido desde septiembre de 1977, con quien tuvo una hija.
En 1975 él fue secuestrado, torturado y dejado en libertad por la Triple A; al poco tiempo, por razones de seguridad, tuvo que dejar Astarsa y ambos pasaron a la clandestinidad; finalmente él se recluyó lejos de la pareja y la familia, pero activo en la militancia por una decisión de la organización a la que pertenecían. También en virtud de esa decisión, Rufi y su hija Paula estuvieron encerradas siete meses en una casa por medidas de seguridad. Luego le asignaron un compañero para que simularan ser un matrimonio normal junto a la hija. Esto fue aprobado por Aldo y un tiempo después, el compañero asignado fue pareja real de Rufi y padre de su segundo hijo. Más tarde se separaron, aunque mantienen una relación familiar de afecto y por los hijos.
“Creo que en los últimos quince años hemos hecho un recorrido en el que pude profundizar lo ocurrido desde el ’76, a partir del genocidio. Yo siempre tuve una doble vida por ser la esposa y compañera de un dirigente con trayectoria como el Gordo, siempre estuve a la sombra, en un lugar que no debía conocerse y militando en el cuidado de los hijos de los compañeros desaparecidos”, relata con calma, por momentos con los ojos húmedos.
Rufi milita en Zona Norte. Afirma que al cumplir los 60 años sintió que “era hora de vivir mi propia vida, que era demasiado lo que tenía encima y que si no podía expresarlo con libertad traicionaba mis principios como militante. Dejé la peluquería en la que trabajaba, volví a hacer terapia y brindé mi aporte en los juicios. Viajé a Italia a declarar. Somos muchos los que hemos ido recuperando la voz. Hay compañeros que recién ahora pueden empezar a hablar, que estuvieron años presos, torturados. Vivir para contarlo es una suerte, pero también tiene un precio muy alto. Es como que seguís siendo marginal, te reconoce la militancia, pero la sociedad no te devuelve nada. Yo empecé a sentirme legal recién en 2000, cuando saqué el pasaporte para viajar a Italia. Recién ahí empecé a aportar para la jubilación.”
“A Aldo nunca lo encontramos, pero pude saber algo por Maco de Antropólogos y por las declaraciones de ex desaparecidos que lo vieron en Campo de Mayo tras el secuestro en Panamericana. Se supone que lo llevaron muerto”, cuenta.
Rufi comenta que hubo un tiempo en el que intentó la posibilidad de una pareja, “pero el compañero militante me provoca como un temor, ya no quiero perder más nada, quiero conservar lo que tengo. La vida ya me dio un compañero, un novio, un marido que me fascinó con su militancia y también me hizo sufrir, pero eso ocupa un segundo plano en relación a mi admiración por el Gordo. Y mi otra pareja también fue importante, fueron hombres muy fuertes, y tengo tres nietos hermosos”, concluye.
Delia Bisutti fue la esposa de Marcelo Aníbal Castello, trabajador de Foetra y militante de la JTP (Juventud Trabajadora Peronista), secuestrado el 4 de febrero de 1977.
El 9 de enero de 1977 secuestraron a Delia durante cuatro días. Era docente y militante de JTP, estaba embarazada de seis meses de su segunda hija. El 4 de febrero Marcelo concurrió a una reunión en Foetra y desapareció. En marzo nació la hija de ambos, con microcefalia. La nena siempre estuvo postrada y vivió hasta los 10 años. En agosto del ’77 volvieron a secuestrar a Delia y la llevaron al mismo lugar de la primera detención. Allí en una toalla vio que decía “Ejército Argentino”. Con los años ese lugar fue conocido como el Sheraton.
“Cuando testimonié para el libro, en 1997, y cuando apareció, en 2000, la angustia que yo tenía era muy fuerte, no me permitía hablar ni afuera ni en mi propia familia. No podía poner en palabras lo vivido. Tuve que hacer un largo proceso en mi doble rol de esposa de desaparecido y ex desaparecida. Antes no lo había hecho, la vida era muy dura”, expresa.
En 1997 Delia testimonió como quien rompe una represa con el llanto y las palabras. El dolor la desbordaba y a pesar de eso continuó pasando por encima del silencio que apresa y encierra. “Nunca había podido poner esos dos elementos como parte de mi militancia, en democracia yo seguía en silencio, oculta, como con el mismo miedo de hablar y una angustia infinita. Tuve que volver a terapia y a partir de allí avancé mucho, aunque todavía no está todo resuelto. Creo que cada una hizo lo que pudo. Tampoco pude incluir toda mi historia en mi currículum, ni siquiera siendo diputada. Y esa caparazón se extendió a mi hijo, que también hizo su crisis y ahora está elaborando.”
Delia y su hijo son querellantes en los juicios por la causa Sheraton. “De Marcelo no volvimos a tener ningún dato a pesar de que mi suegra fue una activa Madre de Plaza de Mayo que nunca cesó en la búsqueda. Le dijeron que podía haber estado en la ex ESMA, pero no me resulta muy creíble. Otros hablaron de Azopardo, de Ezeiza o de El Banco, pero nada concreto.”
“¿Si tuve o tengo pareja? Ahí llegaste a la parte que sigue oculta –sonríe casi irónicamente–. Yo estaba muy bloqueada afectivamente, eso va cediendo, se va abriendo un espacio, pero me costó mucho asumir que además de todo lo que pasó, de la muerte de mi hija, también había dejado de ser ‘la esposa de’, ese era un vínculo que no estaba roto y que procesé en los últimos años. Además, el exilio interno fue muy duro. Eso creo que no ayudó a hablar, y en los primeros años de democracia estaba la mano de obra desocupada al lado tuyo y los genocidas en todas partes... Fue durísimo. Después fuimos avanzando algo en todas las etapas de la democracia, pero en los últimos ocho, diez años se avanzó mucho y los juicios se hacen en ese marco. La sociedad también empieza a entender qué ocurrió.”
Lila Mannuwal fue la compañera de vida y militancia de Ricardo Miguel Angel Morello, “Lucho”, responsable de la JP Zona Sur, desaparecido el 17 de marzo de 1977 en Quilmes. Sus restos fueron hallados e identificados por los antropólogos del EAAF en un cementerio de Lomas de Zamora en 1991. Había sido fusilado el día de su desaparición y enterrado como NN.
Lila es actualmente subsecretaria de Derechos Humanos del municipio de Quilmes y dice que la militancia es lo que siempre la mantuvo viva y activa. “Cuando testimonié para el libro me la pasaba trabajando en un negocio y andaba en los piquetes y cortes del sur del conurbano. Pero el haber podido hablar de la historia me generó la necesidad de encontrar a otros con los que formamos el Foro por los Derechos Humanos, la Identidad y la Memoria, con hijos, esposas, hermanos, militantes. Cuatro años trabajamos casa por casa en Quilmes buscando familiares, testimonios, hijos de compañeros desaparecidos, sobre todo porque siempre pensé que las leyes reparatorias no cruzaban la General Paz, no llegaban a los hogares más humildes y sus familias no tenían acceso a ellas ni a sus derechos como víctimas de la represión. Y eso yo lo tomé como un trabajo militante. Hoy casi todos los hijos de Quilmes conocen la historia de sus padres, el gobierno de Kirchner ayudó a la gente a perder el miedo, a hablar, a confiar.”
En 1991, Lila pudo saber en qué lugar estaban los restos de Lucho, exhumarlos y sepultarlos, pero “siempre vuelvo a pasar por el lugar donde lo secuestraron. Pasco me sigue produciendo dolor... hay agujeros de los balazos en las paredes. Estos últimos años fueron vertiginosos. En cinco años voy a cumplir 70. El mayor de mis hijos tiene 45. A Lucho, mi compañero, lo mataron cuando tenía 33. A esa edad él era un hombre grande hasta en la forma de vestirse, ni usaba vaqueros. Usaba pantalón y era admirador de Carlos de la Púa. No sé si hice el duelo, no sé qué es hacer el duelo, hay cosas que no se cierran nunca. Hay veces que me pregunto qué estaríamos haciendo si Lucho viviera. Tal vez tendría que haberme tocado a mí, no a él. Lucho era un cuadro muy importante”.
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