Vie 08.04.2011
las12

TEATRO

La realidad imitando al arte

Pieza maestra de Oscar Wilde, La importancia de llamarse Ernesto bien merece una lectura actualizada de sus brillantes juegos teatrales, donde las damas ganan inventando ficciones que se vuelven reales, por el poder de la palabra, del amor y del azar.

› Por Moira Soto

Cierto es que las pullas afiladísimas que Oscar Wilde les disparó a la hipocresía, la insensibilidad social, la tilinguería de las clases altas londinenses a fines del siglo XIX, pueden cabalmente hoy encontrar aplicación, incluso más abarcadora que en la fecha en que se conoció esa obra deslumbrante de inteligencia e inventiva que es La importancia de llamarse Ernesto. Obra que de todos modos no solo demuele las convenciones de los de arriba y su dinámica de las apariencias, sino que también lanza certeros dardos contra el clero, el sistema educativo y, en general, contra la necedad, la gazmoñería, la codicia... Pero lo realmente anticipado a su tiempo y totalmente genial es el juego incesante de ficciones dentro de la ficción que propone el escritor irlandés en su última y perfecta comedia, estrenada a los 39 en 1895, año primeramente de gran éxito y luego de ese terrible infortunio que arranca cuando Wilde, temerariamente, le inicia juicio por difamación al marqués de Queensberry, padre de Alfred Douglas, el joven mohíno y desleal amado por el escritor. Como se sabe, esa situación deriva en el calvario de la cárcel de Reading y posteriormente en la temprana muerte, en París, del escritor.

Desde luego, lo primero que reluce al leer o asistir a una representación de La importancia... es el oro puro del lenguaje, de los epigramas, las paradojas, los aforismos que brotan en esos diálogos sutiles y chispeantes. Ya desde el título quedan subrayados el peso y el poder de la palabra, al apelar el autor al doble sentido a través de la igual pronunciación del nombre Ernest y del adjetivo earnest (serio, sincero, honesto, etcétera), semejanza que le viene de perlas a Wilde para barajar y dar de nuevo de manera vertiginosa, una y otra vez, desde ese punto de partida que tiene que ver con el doble –bautizado Ernest– que se inventa Jack, un caballero formal que vive en el campo, para su doble vida de jarana en Londres. Gracias a ese nombre enamora a Gwendolin, prima de Algernon, su socio para la farra, quien a su vez se ha inventado un amigo enfermo, al que supuestamente tiene que asistir, para liberarse de compromisos familiares. Algernon descubre que Jack, alias Ernesto, tiene a su cargo en calidad de tutor a la joven Cecily y se empeña en conocerla, pese a la reticencia de su amigo. Entretanto, Cecily cree que el tal Ernest es el hermano disoluto de su respetable tutor y tanto ese nombre como la dudosa reputación que lo rodea han hecho que la imaginativa chica se enamore, obviamente sin conocerlo. Algernon se presenta ante Cecily y afirma que es Ernest, entonces ella reacciona encantadísima porque un rato antes Jack –con ánimo se sincerarse– había anunciado la muerte de su inexistente hermano. Como la obra tiene recursos de vodevil, al instante entra en escena la prima Gwendolin, se hace amiga de Cecily pero se distancia cuando se entera de que ésta ama a un tal Ernest (sin saber que se trata de Jack, claro), con lo que el círculo de ficciones y representaciones empieza a cerrarse y antes de que se revelen las genuinas identidades mediante sucesivos golpes de teatro, ambas deben concordar en que están comprometidas con nadie...

En la puesta que propone Hugo Alvarez, básicamente fiel al original aunque con algunos recortes, el texto se puede apreciar hasta la última sílaba gracias a la dicción cuidada de todo el elenco: Gustavo Pardi, Enrique Palatino, Marta Paccamici, Julio Torotosa, Josefina Vitón, Graciela Clusó, Dolores Sierra, Paula Colombo, Judith Buchalter, el propio Alvarez. Las actuaciones incurren en cierto amaneramiento que, al ser homogéneo, resulta un código funcional. Mucho más interesante que la idea de ir cambiando el vestuario para marcar el paso de las décadas hasta llegar a los ‘60 resulta la ocurrencia de que sean dos actrices las que interpreten alternadamente a Gwendolin y otras dos, a Cecily. Es así que sale Gwendolin con los rasgos de Vitón, y al minuto vuelve Gwendolin con el mismo traje pero en la piel de Clusó, una decisión que aporta su propio juego a una obra donde florecen los falsos dobles, los amigos imaginarios, y donde los personajes pueden cambiar velozmente de actitud, de opinión. Y donde, de pronto, reina el nonsense y todo se vuelve un poco surreal, pero verosímil dentro del sistema de la pieza.

Obviamente que Lady Bracknell es un ser despreciable por muchas razones, la primera de ellas, por actuar como el gendarme férreo de las convenciones y los intereses de su clase. Pero los otros personajes femeninos de La importancia..., Gwendolin y Cecily demuestran una percepción muy fina de la naturaleza de las ficciones que se van desplegando, controlan la situación y logran que sus deseos se cumplan. Wilde decía que la naturaleza imita al arte, y en esta oportunidad, Cecily, la más joven –que se inventa el romance con Ernest, se escribe cartas de amor firmadas por él, se compra el anillo, toda una ficción generada a partir de un nombre, de una palabra– es sin duda el personaje más fascinante y poderoso. Así es como la vida, en la comedia, terminada adaptándose a la mentira inicial de Jack, quien al final se lamenta de haberse pasado toda la vida diciendo la verdad, sin proponérselo, razón por la cual pide disculpas a Gwendolin...

La importancia de llamarse Ernesto, viernes y sábados a las 21 en Corrientes Azul, Corrientes 5965, a $ 40 y $ 25, 4854-1048

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