Vie 06.05.2011
las12

PANTALLA PLANA

LA ESCENA ELEGIDA

Una escena de abuso sexual en la telenovela El Elegido, con sus correspondientes correlatos en el resto de los personajes, además de correlatos legales, impone la tematización de la violencia de género en un tono más realista que el que solía expresarse el machismo en el melodrama.

› Por Natali Schejtman

Luego de varias idas y venidas, por fin llegó la primera citación ante el juez. David (Luciano Cáceres) está sentado al lado de su abogada, Greta (Mónica Antonópulus), y afirma como prueba de verdad, usando un potencial: que él jamás le haría nada a Mariana Estévez (Paola Krum). Implacable, haciéndonos pensar que tiene la perversión de creer lo que está diciendo, da su estocada argumentativa cuando del potencial pasa a lo fáctico y dice que todos los vieron retirarse de una cena juntos y tranquilos: “Fue de común acuerdo, sin ningún tipo de presión, pacíficamente”.

Con esta escena, la novela El Elegido ratifica una decisión de rondar el tema de la violencia de género: que la violación (aunque se habla de intento de violación) que sufrió Mariana por parte de David después de esa cena y en lugar al que llegaron “de común acuerdo” no fue solamente un disparador narrativo extremo típico del género, sino que también se convirtió en un punto de partida que se continuará en donde debe continuarse: la Justicia. Un modo de plantear con qué se enfrenta una mujer víctima de violencia y cuáles son los discursos que rondan el tema.

Recordemos: hace un par de semanas, la novela del momento –y no es exagerado reconocerla como tal– arremetió con una situación disruptiva e impactante. La escena directa, que incluye manoseos y golpes, no solía entrar con tal detalle en la pulposa lista de infortunios de novela. Ellas, puras, podían ser atropelladas, llegar al coma, perder la memoria, devenir temporalmente rencorosas y traicioneras y unos cuantos ítem más, pero el campo del abuso sexual introduce un nuevo vapuleo específico a la hora de pintar nuevas protagonistas del prime time.

En El Elegido, la novela protagonizada por Paola Krum y Pablo Echarri, se vio hace un par de semanas la escena detallada en la que el desagradable y desvariado David Nevares Sosa la lleva a Mariana a su casa con la promesa de darle documentos que la iluminarán en su camino hacia el descubrimiento de la verdadera historia de la muerte de su padre. Ella asiente, simpática, como para congraciarse con una persona que le resultó insoportable desde el primer momento y, cuando están en la casa, David se le encima. En la escena hay sangre –porque lo primero que hace David es golpearla, cuando ella lo rechaza– y visualmente se cuenta con la ayuda alivianadora de la imagen congelada, que va exponiendo postales del horror pero también al mismo tiempo lo detiene por unos segundos. El esperpento con rulos electrizados (construido con varios malditos emblemáticos como referencia) se la lleva a su escritorio, la ubica de espaldas y le baja los pantalones. Escuchamos gritos y llantos, con fondo de una canción que le aporta pinceladas cinematográficas. La escena guarda una especie de tensión entre lo estético y “mostrable” y los golpes atroces del hombre a la mujer que no son nada comunes en la pantalla. Luego vendrán más zarandeos, intentos de violación en la cama, hasta que ella, ida, agarra una cruz y le da con todo en la frente. Y se escapa.

El primer indicador de “la judicialización del melodrama”, por algo los protagonistas son todos abogados, aparece inmediatamente: Mariana, renga, ensangrentada y débil, se dirige sola a un lugar: a la comisaría, donde una oficial le da un vaso de agua y le pide que por favor se tranquilice para darle los detalles. Ahí Mariana, temblorosa y en shock, intenta contestar lo que puede, recordando todo como en esos flashes que eligió la propuesta estética. Finalmente, le hacen la pregunta: ¿hubo penetración? Mariana se detiene, piensa y dice: No. Sorpresa para los espectadores. Las imágenes del escritorio, y toda la secuencia en general llevaban a pensar que sí.

A partir de ese momento, la trama toma una decisión que es disruptiva en términos telenovelísticos. ¿Por qué? Porque Mariana trabaja en el estudio de abogados de Oscar Nevares Sosa, padre de David. Y ella decide tomarse sólo un día de reposo y volver al estudio, donde todos pueden verla rengueando, con la cara llena de moretones, impresionante. Oscar mismo –su enemigo, la persona de quien ella sospecha tiene que ver con la muerte de su padre– ahora no la puede echar, pero le dice algo así como “No te puedo ver así” cuando ella irrumpe en su oficina para darle una citación del juez que trae la policía, cuyo destinatario es David, inhallable. No todos sabrán exactamente qué fue lo que sucedió, pero la herida está ahí, imposible de no ver, visibilizada hasta la exageración.

La realidad según la ficción

No es la primera vez que una protagonista es violada por uno de los villanos, como si la ampliación del margen y del tipo de desgracias fuera parte de la misma ampliación de la telenovela como espacio generador de historias con mundos muy variados. Para remitir a un ejemplo cercano, en Botineras, la serie que primero intentó mostrar el mundo espectacularizado del fútbol y después, al ver que el cocoliche no se sostenía demasiado, se convirtió en un policial muy atractivo, Laura (Romina Gaetani) fue violada por el inmundo Nino (Gonzalo Valenzuela) en una escena más bien elíptica y despojada de escenografía en la que ella, dopada por su captor, es estrolada contra la pared vidriada de la cámara gesell, mientras Nino se va desabrochando el cinturón y se ubica detrás, para tomarla con fuerza. Todos entendemos que abusó de ella, pero la escena no tiene el protagonismo que en El Elegido, telenovela escrita por Adriana Lorenzón y Gustavo Belatti, en la cual su protagonista, todavía ajada, convirtió el tema en otra de sus causas.

Ambas violaciones comparten la posición y asientan el imaginario: ellas de espalda, ellos sin verlas a la cara. En la pantalla de los culebrones latinoamericanos, el abuso ha tenido también otras formas, por ejemplo, como motor fundacional de la trama a partir del sentimiento de venganza que inunda a la protagonista violada o como muestra de un entorno de corrupción y complicidades. En este mismo momento, en Herederos de una venganza, la violación es mencionada aunque no tratada y tiene usos varios: funciona como una amenaza para las mujeres del pueblo y también como una herramienta con la que negocia la víctima (Florencia Torrente en el papel de Lola) a la hora de exigir algunas cosas a cambio de silenciar el hecho. Bastante diferente al planteo de El Elegido.

Adriana Lorenzón, guionista de la serie que protagoniza Echarri, explica que la violación de la protagonista estuvo planteada desde siempre, pero que en un momento se decidió que fuera un intento de violación: “En la investigación, hablando con distintas asociaciones, vimos que estos casos en los que no llega a haber penetración y que ambos participantes se conocen, o que existe una intimidad que permite llegar a esa situación es mucho más difícil de demostrar ante la Justicia. Con los chicos pasa lo mismo: el chico puede dar señales por diferentes medios, como los dibujos, pero es muy difícil convencer a los jueces en el caso de que no haya indicios de violencia o penetración”. Según las imágenes de la novela, nos queda clarísimo que existió un abuso. En términos legales, sabemos que lo que se viene es que Mariana enfrente un juicio muy complejo y atraviese dificultades cercanas, en términos operativos, a las que podría atravesar una mujer en su situación.

Las elegidas

No caía de maduro, pero un tema de género no se oye disonante en una novela que hace de sus muchos personajes femeninos un abanico de intensidades. De hecho, en El Elegido hay otro caso de violación. Sabemos, incluso, que el sistemático abuso sexual que sufrió Verónica San Martín (Leticia Bredice), esposa de Bilbao, en la infancia, por parte de su padre, es fundacional de un vínculo complejo e irrompible entre esta rubia aristocrática y desquiciada, y Oscar, su protector. Verónica San Martín es otra de las protagonistas de la novela: exageradamente paqueta y poco conectada con su hija Alma, que es autista, termina de perder la cabeza cuando aparece Mariana y presiente que ella será “la próxima amante de su marido”, Andrés Bilbao. Verónica San Martín bailaba en el desparpajo, pero ahora la actriz encontró realmente su cauce –mientras su personaje lo pierde– en una locura cuyo componente nostálgico es muy convincente, cosa que demostraron, por ejemplo, clips realmente dramáticos como aquel situado en su mansión familiar de San Isidro: escondida, desparramada en un sillón frente al hogar, con una canción de fondo que lo dice todo (“Frágil”, de la española Lantana), recuerda brevemente a modo de flashback cosas de su pasado mientras piensa en matarse. Y después es sólo ella, mirando la nada, consciente de que lo ha perdido todo, incluso su juicio. La escena es conmovedora. Porque Verónica ya es un poco la mala de la película, y pronto, seguramente, será la muy muy mala. Pero en este momento, todavía es, más que nada, una mujer sola, triste y desesperada.

La violación de Verónica es un secreto que se hizo más definido por medio de su terapia psiquiátrica y el oscuro lenguaje de sus dibujos. A diferencia de Mariana que, ultrajada, demuestra un comportamiento cívico ejemplar haciendo la denuncia, insistiendo por justicia y haciendo esfuerzos para visibilizar la atrocidad y la complicidad –va a trabajar cuando apenas se puede mover–, Verónica representa el silencio y un dolor que prescinde de las instituciones y va por dentro. No es un “dolor ejemplar”. Por ahora, construye insanía. Es más: cuando en una situación extrema, Verónica finalmente le cuenta a su propio marido Andrés esa marca de su pasado, él, azorado, le pregunta cómo no se lo dijo antes. Ella dirá la palabra clave: vergüenza.

¿Y qué otras mujeres pintan el cuadro femenino? Hay varias. Están las mujeres de la familia Bilbao, madre y hermana humildes y orgullosas. Está Erica, una linda trepadora que en los primeros meses se dedicaba a pelearse con su marido y a reclamarle que quería vivir en una casa más linda y tener más plata. De ella, nos venimos a enterar de que en ese pasado del que muchas quieren huir en las telenovelas se esconde su condición de “mula” (otro tema de género) que ahora le trae unos cuantos problemas. Nosotros nos venimos a enterar ahora, pero también su marido drogadicto se desayuna recién.

A las heroínas de telenovelas de hoy les pasan más cosas y, en muchos casos, tienen también más herramientas intelectuales para procesarlas. Era lógico: ahora las tiras tratan de chicas malas, de hijas de desaparecidos, de chicas tomadas por redes de trata, de chicaschicos. Pero hay un poco más: en Montecristo, el protagónico previo que le tocó en suerte a Paola Krum, ella interpretaba a Laura, una mujer adormecida, deprimida, que tenía que descubrir con poco entusiasmo por la vida que le habían asesinado a los padres y que le habían querido borrar a su marido. Una buena parte de esa tarea le había tocado a Victoria (Viviana Saccone) decididísima a encontrar a su “hermano” (que finalmente era una hermana), un bebé apropiado.

Ahora es la protagonista, Mariana, la que reúne una personalidad aguerrida y justiciera. Y los temas de género, estamos viendo, también forman parte de su agenda.

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