ADELANTO EXCLUSIVO
El libro El paraíso perdido (Emecé), del escritor y periodista Claudio Zeiger, presenta una serie de retratos de escritoras y escritores argentinos que durante el siglo XX conformaron una especie de aristocracia literaria que gozó de gran popularidad y que en los años ochenta inició su partida hacia un olvido injusto. Entre los rescatados figuran Marta Lynch, Manuel Mujica Lainez, Silvina Bullrich, Eduardo Mallea. Aquí, un adelanto del perfil de Beatriz Guido.
Fue una experta en evasiones aunque no escribió lo que comúnmente se entiende por “literatura de evasión”. No practicó en sus novelas el género fantástico, aunque siempre se destacó en ella la imaginación desbocada, pero aceptando los límites que impone la realidad histórica de una sociedad, una época, una clase. No hizo ni quiso hacer literatura de evasión, pero si arriesgamos una idea, una hipótesis, su gran tema literario fue, precisamente, la evasión. La evasión mediante la imaginación. El fantaseo de los adolescentes y los cuentos que se inventan los niños a sí mismos para empezar a explicarse el mundo. Trabajó los bordes de la mentira, la pura invención, la historia sensacionalista en busca de un impacto en pleno centro de la credulidad. Construyó siempre una máquina de ficciones autoconsciente, hasta el regodeo si se quiere, pero dentro del contorno de lo real-histórico. Sus principales novelas y algunos relatos suplementarios de ellas (las historias de La mano en la trampa, las novelas cortas Encerrad y Un viaje en galera del volumen Apasionados) se caracterizaron por un enfoque intimista y pasional de la historia.
¿Por qué se evade una persona, un personaje, una clase social? ¿Por qué alguien se encierra en una casa abarrotada de objetos, fetiches y recuerdos? ¿Por qué se cree que las viejas casas hablan, oyen, tienen algo para decirnos, para revelarnos la clave de un pasado inútil en el presente pero, aun así, susceptible de ser escuchado en las horas del encierro?
El encierro como evasión (una forma de evasión que en vez de fuga externa se plantea como un viaje interior) y la evasión como solución imaginaria del miedo; el miedo como el aspecto subjetivo que tiñe conductas de grupo, de clase, fueron líneas de deriva de un gran tema literario expresado paradójicamente en novelas que buscaron plantarse frente a la historia, la sociedad y la política argentinas, sobre todo en la celebrada Fin de fiesta y en su contracara, la controvertida El incendio y las vísperas. Una presagiaba el peronismo como lo otro –y lo nuevo– frente al agotamiento del modelo conservador de statu quo y acumulación fraudulenta de poder. La segunda concentraba la crítica al autoritarismo estatal con un muy poco disimulado desprecio de clase, en el incendio del Jockey Club, dejando afuera el sujeto real del peronismo, que en la novela se limita a sirviente y criados de la oligarquía. En las dos versiones de la política según Guido, la sexualidad es un indispensable y principal hilo conductor de las conductas humanas.
La historia, en Beatriz Guido, discurre por carriles extraños y zigzagueantes. La historia posa su garra de hierro sobre las familias, mujeres inestables, novicias rebeldes y hombres atractivos y distantes. Estas personas y personajes se tutean con la historia, la respiran desde pequeños y la abandonan cuando lo creen necesario. Primero está el pudor, la distinción de clase por encima del deseo de poder por el poder mismo. Pudor frente al poder. En la dedicatoria de El incendio y las vísperas, Beatriz homenajea a su padre, “que murió por delicadeza”. Se entiende que su pudor consistió en irse antes de sucumbir a las humillaciones de clase que suponía la historia argentina.
Desde su primera novela, La casa del ángel (también dedicada al padre), la escritora planteó ese particular ensamble entre encierro y evasión, una forma delicada de encarar la historia.
La mitología personal de Beatriz Guido arranca con la figura de la niña excesivamente imaginativa, creativa y algo anárquica que sorprendió a unos padres igualmente imaginativos, creativos y anárquicos por la absoluta seriedad del juego infantil. Padre arquitecto, madre actriz. Ambos tocados por la varita de la desmesura. Hija artista. Una vocación que, lejos de aplacar, sus padres alimentaron. Pero no sin recelo de que padeciera un temperamento febril, la fueron empujando hacia la literatura con bastante prudencia. Le dieron los medios pero le inculcaron sentido del deber, de la responsabilidad. Que fuera por el camino de la evasión pero evitara las fugas precipitadas, el extravío en los laberintos de la mente, la extravagancia.
Escritora precoz, adolescente, alimentada con historias truculentas y morbosas, protegida entre cuatro paredes, paredes que también ayudaron a construir su mitología: paredes que oyen y guardan secretos, misterios, enigmas de familia.
Algunas de sus respuestas a la Encuesta a la literatura argentina contemporánea (Centro Editor de América Latina, 1982) dan unas pistas importantes acerca de los primeros pasos:
“Yo era terriblemente fabulera de chica, por no decir mentirosa; inventaba cuentos de fantasmas para mis hermanas y le respondía también a mi madre, que acostumbraba contarme todas esas historias de negros, de los candombes (ella era uruguaya), historias de miedo donde la fantasía siempre estaba en primer plano. Me fascinaban además las noticias policiales de los diarios. ¡Cómo esperaba la llegada de Crítica! Eso había horrorizado a Gabriela Mistral, que en una carta a mi padre en 1935, le escribía: ‘Me preocupa Beatriz; sólo la he visto interesada en noticias policiales, crímenes’.”
Ese carácter de “fabulera”, cuando no de lisa y llana mentirosa, o mitómana, sería uno de los más sólidos pilares de su mitología, quizás el más recordado aun después de su muerte. En un artículo de 1998, a diez años de la muerte de Beatriz, Edgardo Cozarinsky lo resaltaba:
“A Beatriz Guido le gustaba decir que había empezado a ser novelista con su primera mentira. La palabra mentira, con sus connotaciones delictuosas, con su aura melodramática, respondía al gusto de Beatriz [...]. Soy una mentira que dice siempre la verdad: la frase de Cocteau ilumina esa relación con la mentira, descarada, exhibida por Beatriz, que divertía a sus amigos tanto como a ella misma. A través de la variación, del contrasentido, de la digresión libre, Beatriz tocaba zonas de la realidad menos evidentes que lo meramente verosímil, que esa coincidencia superficial entre referente y expresión que pasa por verdad”.
Otro aspecto importante de su mitología personal está unido a su origen: niña mimada de unos padres que la tuvieron en cuna de oro, material y espiritual. Acompañaba a su padre, el arquitecto Angel Guido, creador del Monumento a la Bandera de Rosario, en viajes y reuniones con personalidades intelectuales; conoció así desde chica a Ricardo Rojas, Gabriela Mistral, Leopoldo Lugones, entre otros. La madre era Bertha Eirin, una actriz uruguaya descendiente de una de las familias de los Treinta y Tres Orientales, declamadora y fantasiosa.
“El clima intelectual de mi casa era un clima mágico, de libertad cultural absoluta y a la vez de una inmensa ternura”, declaró Beatriz.
Por supuesto que en mi casa se apoyó mi vocación literaria. Yo sabía que tenía todo a mi favor, todo. Mis padres no me negaron ningún instrumento cultural: libros, estudios, idiomas, viajes. Mi madre, una mujer de una gran belleza, había sido actriz. Mis hermanos y yo nos sentíamos los chicos más ricos del mundo, porque lo que se valorizaba en casa era la cultura, el trabajo, la profesión, las amistades. Y ese sentimiento me ha acompañado toda mi vida, hasta hoy.
La cuna de oro se prolongó de la familia al círculo de amigos, muchos de ellos escritores que favorecieron su acceso a la literatura, los premios, las editoriales. Desde muy temprano Beatriz Guido cobró conciencia del compromiso y la responsabilidad que implicaban ser una niña mimada. Pero respondió con una actitud profesional. Escribir novelas para un público amplio, encarar temas “serios”, una problemática social con dimensión histórica. Inclusive consideraba brindar un servicio a las lectoras mujeres mostrándoles el mundo de los hombres. Claro que siempre aparecían las líneas de fuga, las marcas de la evasión alrededor de la figura de niñas y mujeres fantasiosas, recuerdos morbosos, trazos de lujo decadente y rastros de locura en medio de tramas histórico-políticas. Esos cruces, en definitiva, distinguieron su literatura.
Otro aspecto destacable en su mitología personal pasó por su larga relación de pareja con Leopoldo Torre Nilsson, una prolongación de la figura del Padre entremezclada con la utopía del matrimonio de artistas, una comunidad de iguales, interrelación democrática entre los sexos y las glándulas de la creatividad. Eran complementarios: ella proveía la letra; él, la imagen. El personificó en grado sumo la figura del artista torturado por los problemas materiales de la creación, que en el caso del cine incluyen el dinero, la tecnología, la industria. Un rodaje es trabajo pesado. Beatriz Guido soportaba estoicamente junto a él las fatigas y vicisitudes de las películas, algo que oblicuamente resaltaba cierto aspecto ligero y gratuito en ella. Podía estar ahí y podía no estar; podía optar por encerrarse en su universo de evasión, la vida interior (más reposada y singular) del escritor. Pero estaba junto al hombre amado, asumiendo nuevas aventuras del arte, consumando el mito de la pareja intelectual muy a tono con su figura de escritora emblemática de los años sesenta. Fusión de la materia y el símbolo. Armonía y complementariedad.
Lo cierto es que la muerte de Torre Nilsson, exactamente diez años antes de la suya, fue un golpe devastador para Beatriz. Ya no sería la misma, ni como escritora ni como figura. En gran medida, la muerte de él cerró el círculo de la mitología de ella, alimentado hasta entonces de mentiras literarias, para dejarla a la intemperie, realista, más auténtica y dolida.
A lo largo del tiempo, Beatriz Guido tuvo contrincantes acérrimos pero de peso, lo que le otorgaría un lugar destacado para la crítica (algo que no logró, por ejemplo, Silvina Bullrich). Entre esos críticos se destacaron Arturo Jauretche y David Viñas. Ambos, de modos bien diferentes, la incluyeron en obras más abarcadoras (en un ensayo sociológico, Jauretche; en una historia crítica de la literatura argentina, Viñas).
Más allá de estos ejemplos, desde el comienzo Beatriz Guido mantendría una actitud de tensión entre la crítica y los lectores, un ambiguo recostarse en ambos bandos según la conveniencia. A ella misma le gustaba pensar que era una escritora controvertida y de tonos fuertes, definidos, lo cual lógicamente debería repercutir sobre todo en la relación con la crítica literaria. Y lo señalaba apenas publicada La casa del ángel:
“He observado que merece el más franco repudio o la más ferviente admiración. No hay términos medios. O me llaman gazmoña, como en una revista de señoras, o me dicen que el libro está cargado de una excesiva presión erótica. Todo esto, que en un momento llegó a entristecerme, hoy me resulta agradable. He comprobado que mi libro no tiene tonos medios. De esos tonos medios –he pensado siempre– nace la esterilidad, el conformismo burgués y los escritores grises. Cuando aparece una buena crítica se piensa siempre en un compromiso, una admiración personal; un brulote transparenta un resentimiento, una llaga, una conmoción. Y he comprobado, tristemente, repito, que todas las manifestaciones de encono que ha despertado mi libro han contribuido a su éxito. Inevitablemente con mis próximos libros abriré aun más el abismo que me separa de mis atacantes.”
El “caso” Guido-Jauretche es bastante conocido: (...) él le dedicó el capítulo séptimo de El medio pelo en la sociedad argentina, crudamente titulado “Una escritora de medio pelo para lectores de medio pelo”. El texto de Jauretche tiene el mérito de hacer gala de un sentido del humor ácido pero con un fondo risueño, lo que lo convierte en una pieza crítica bastante singular, una pieza satírica. En vez de enojarse por lo que denuncia sin nombrar –el gorilismo desenfrenado de El incendio y las vísperas, un antiperonismo enconado que, a diferencia de Cortázar, Guido jamás depondría–, se regodea en aquello que cree demostrado a lo largo de las páginas de la novela: su autora es una tilinga que carece de la distancia y el sentido irónico para hacer una crítica de la clase alta porque –sostiene Jauretche– no la conoce desde adentro. Entonces, adopta el punto de vista del medio pelo fascinado por la iconografía de la aristocracia y satura el texto de pinturas, jarrones, porcelanas y filigranas del supuesto gusto de la elite. El medio pelo, sus escritores y lectores se definen “más cultural que económicamente; la posesión del estatus no es concreta, de naturaleza material ni materializable, sino un hecho anímico, una actitud más vinculada con la subjetividad del agente que con la objetiva posesión del mismo”.
La clase alta según el “medio pelo”, señala Jauretche, aparece involuntariamente caricaturizada (...).
Más adelante, enumera las aberraciones sexuales de la “gente bien”: fetichismo con las estatuas de mármol, amantes en garçonnières y, por supuesto, el incesto. (...)
Con el paso de los años, Beatriz Guido repetiría respecto de la crítica de Jauretche que le había servido, ya que la había ayudado a vender muchos más ejemplares de sus libros, argumento usado desde el comienzo, con las primeras reseñas de La casa del ángel.
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