CINE
Actriz y directora, Jodie Foster cumple ambos roles en La doble vida de Walter, donde le pone el cuerpo a la esposa intransigente del bajoneado Mel Gibson.
› Por Moira Soto
“Ni somos de la misma religión ni tenemos las mismas ideas políticas, pero nos queremos y podemos conversar horas por teléfono de cosas de la vida”, se defendió Jodie Foster en el reciente Festival de Cannes frente a algunos periodistas que se manifestaron extrañados porque la bella de rasgos afilados que habla perfecto francés, hubiese convocado al reaccionario Mel Gibson para interpretar el rol protagónico de La doble vida de Walter (cuyo estreno local está anunciado para el próximo jueves 16). Se trata de la tercera película que conduce Foster, sobre un guión de Kyle Killen que, en principio, estaba destinado a otro director y a otro actor. Es decir, iba a ser la típica comedia comercial con un toque moralista actuada por Steve Carrell, pero por suerte el proyecto cayó en manos de Jodie, quien en sus films anteriores –Mentes que brillan (1991) y Feriados en familia (1995)– había evidenciado su interés por el lado oscuro de la familia norteamericana, su inclinación por los personajes marcados por una diferencia que no les permite encajar en lo que se considera la normalidad.
Así fue que JF se hizo cargo de ese script programado para divertir y lo transformó en otra cosa, racionando los pasos de comedia y tomándose bastante en serio las peripecias del empresario hundido en el desánimo que encuentra una salida desdoblándose en una marioneta de peluche con forma de castor. Un bicho con aspecto de mal terminado, no del todo simpático, casi de tamaño natural que –como otras marionetas que en el cine han sido, desde Al caer la noche (1945) a Magia (1978)– toma posesión del titiritero de turno, creándose una compleja interdependencia. A Foster le pareció muy sugestiva la idea de que el muñeco que se va adueñando del empresario como vocero de sus pulsiones ocultas, de su otro yo, fuera un castor, ese animalito hiperactivo, el más inteligente de los roedores, que construye diques en ríos y arroyos. Y que en La doble vida... deviene escudo y pararrayos del protagonista en un juego más perturbador que cómico.
El tal Walter Blanck, tan venido a menos cuando comienza el film, supo ser un empresario floreciente, justamente en el rubro juguetes. Presa de la depresión, más tirado que perejil en día de verano, es echado de su casa por su intolerante esposa Meredith (la propia Jodie Foster) que no se banca su abulia, aunque alega que lo hace en defensa de los hijos. En un cuarto de hotel, en estado cuasi vegetativo, Walter coquetea con la posibilidad del suicidio, pero solo es capaz de moverse en pos de alcohol. Y ahí es cuando salva de la basura al roedor, mete su mano izquierda en el hueco del cuerpo del muñeco, y las cosas empiezan a darse vuelta. Walter encuentra un canal de expresión, la extensión animal de su brazo le permite despertar –con acento australiano, un guiño simpático– un alter ego fuerte que recupera su familia, su lugar en el mundo de los negocios. Entonces, les hace creer a todos que está haciendo un experimento terapéutico para justificar que el bicho sea tan parlanchín... Y se le cree en su entorno, porque Gibson realiza una notable composición.
Jodie Foster se negó a la facilidad efectista de que el muñeco en cuestión moviera los ojos o la boca, hablara mediante efectos digitales. En cambio, el castor, como expresión de los deseos profundos del inconsciente, genera incomodidad, sobre todo cuando se trata de elegir entre el animal o la familia... Una familia cuyos integrantes traen su propia problemática, por cierto, empezando por el hijo adolescente que no quiere parecerse al padre, que intenta también alejar de su madre.
Foster cuenta que, en ocasiones, Mel Gibson –cuando ya había terminado una escena– seguía improvisando con el títere en su mano de manera tan cómica que a ella le costó dejar esos fragmentos en la sala de montaje. Pero el objetivo no era conformar al público, como queda demostrado en la inquietante secuencia en que Walter y Meredith finalmente vuelven a hacer el amor, con el castor en las inmediaciones. Al igual que su ¿dueño? luego del orgasmo, el bicho retoma el aliento y luego ambos respiran al unísono, una situación entre lo bizarro y lo fantástico, la marca ambigua en el orillo que lleva esta comedia puesta en escena con apropiada simplicidad.
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