Vie 24.06.2011
las12

VISTO Y LEíDO

Manos mágicas

El sortilegio y su secreto

Martha Argerich

Olivier Bellamy


El Ateneo

› Por Marisa Avigliano

A Martha Argerich no le gusta hablar de ella, detesta que le besen la mano, que le toquen el pelo y que la halaguen. Entonces, algún rasgo de nobleza y aventura habrá visto en el crítico musical Olivier Bellamy (Marsella, 1961) para dejar que escribiera sobre su vida y se convirtiera en su biógrafo. Después de ocho años de trabajo –que empezó una noche de Año Nuevo en casa de Martha– se publicó Martha Argerich, L’enfant et les sortilèges (Martha Argerich, el niño y los sortilegios), una alusión a una composición de Ravel y además el espejo perfecto que dejaba ver a la niña eterna en la Argerich adulta. Como si nunca hubiera dejado de ser la misma nena que a los tres años, con su pelo corto –nunca usaba lazos– levantó sin dificultad la tapa del piano y tocó con un dedo la melodía de una de las canciones de cuna que le hacían escuchar en el jardín de infantes, la que podía tocar a la perfección con una mano los estudios de Chopin mientras leía a Oscar Wilde o Alejandro Dumas –sin que su madre se diera cuenta– o la que a los nueve volvió loco a su maestro Vicente Scaramuzza.

La biografía es vertiginosa –como la vida de la protagonista– y como si estuviéramos leyendo el diario de gira de la mejor estrella de rock, Argerich estalla sublime –dándoles vuelta la cara a las convenciones– y extraordinaria en cada escena. No es difícil lograrlo siendo quién es, no es difícil pensarlo si alguna vez la vimos bellísima sentada frente a un piano. En la vida escrita, en cambio, el mérito fue del biógrafo que supo escucharla: “Martha no se interesa por sí misma, pero se deja invadir fácilmente por los problemas de los demás. El menor contratiempo de uno de sus amigos se convierte para ella en una obsesión personal (...). Quizá lo haga también, inconscientemente, para evitar sentarse en el piano, como una niña que inventa temas de conversación para postergar el momento de irse a la cama. Pero basta oírla tocar para entender que no se llega a ese resultado extraordinario acostándose a las 9 de la noche entre bonitas sábanas blancas, después de besar a los padres como una niña juiciosa”. El resto es un acompañamiento en la trasnoche de premios, horas de estudio, lazos familiares, clases y pasiones donde ella, siempre temperamental y brillante, se pelea a los gritos con uno de sus maridos, cancela un concierto a última hora, abre la puerta de su casa a las 3 de la mañana para que entren sus amigos, entre los que estaba su querido Nelson Freire y Jacqueline Dupré, a quien admiraba con locura y con quien nunca compartió escenario –“No me atreví”–; o calla remota después de perder la tenencia de su primera hija.

En el recorrido de Oliver, los mojones son los concursos, los premios, los maestros (Friedrich Gulda, Nikita Magaloff, Vladimir Horowitz, Stefan Askenase, entre otros), los años de depresión, los embarazos (tres hijas) y la presencia de Juanita, su madre, respirando demasiado cerca. Bellamy la dibuja con gracia: “Aunque no sabía nada de música, llegó a convertirse en una experta a fuerza de voluntad e inteligencia. Habría sido capaz de secundar a Einstein en sus trabajos sobre la relatividad si un hijo suyo hubiera sido físico”.

Aquella nena que a los 13 años le dijo a Perón que quería ir a estudiar a Viena –Perón le dio un puesto diplomático al padre y uno administrativo a la madre, y la familia partió en el verano del ’55 a Austria– sigue sonriendo mientras logra el aplauso de pie del público más exigente. Es que la propia Argerich ofrece siempre ideas inesperadas sobre el arte. Por ejemplo, sobre el arte de caminar cuando ejecuta “Visions de l’Amen”, de Olivier Messiaen. Es que, al revés de otras personas, a quienes podemos seguir un tiempo determinado, a Martha Argerich podríamos seguirla, por la sombra o bajo el sol, siempre. Le seguiríamos los pasos (visiones prematuras del fantasma) si el peso de sus pasos quedara resuelto por el peso de su mano derecha.

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