Vie 01.07.2011
las12

LOS MONSTRUOS

› Por Alejandra Varela

Nosotros, los Caserta
Aurora Venturini

Editorial Mondadori

La narradora se concibe como un insecto deforme que aterra a los humanos normales. Especialmente a esa familia que odia tanto su piel oscura como su genialidad. No le queda otro camino que saltar a la barbarie del mundo animal, desentenderse de la higiene, comer con las manos, vivir en el altillo de su estancia de clase alta y llenar esas horas solitarias con el virtuosismo de una ilustración precoz.

En las novelas de Aurora Venturini ronda el fantasma de un biologismo monstruoso. La descripción exagerada sobre esos cuerpos que engendra la peste, la herencia siniestra de la sífilis contraída por algún antepasado, se escapan del dato realista para ubicarse en el esperpento.

Todo se narra desde el extremo porque esa niña llamada Micaela (Chela) Stradolini lo primero que conoce cuando llega al mundo es el odio. Como si se tratara de un experimento sartreano, el infierno para ella siempre serán los otros. Esa fatalidad que podría haberla destruido desarrolla el poder despiadado de su inteligencia. Será ligeramente masculina, estigma con el que la sociedad castiga a las mujeres que se enfrentan a un mundo que no las acepta.

Nosotros, los Caserta es una novela contada desde una mirada absolutamente periférica que entiende cada acción como un acto de venganza. El exilio de Chela es el de la escritora que hace estallar el mundo desde la literatura. Es en el papel donde la familia se convierte en una ficción, como ocurría en Las primas y, a su vez, se describe como un territorio absolutamente expulsivo. Venturini narra desde la pertenencia a un universo que se convierte en la oscura explicación de todo, al que siempre habrá que volver, aun cuando se escape a un pueblo de la Italia profunda, pero a su vez sus protagonistas se reconocen como una excepción a punto de extinguirse, huérfana de toda hermandad.

Los personajes se tornan cada vez más irreales, como salidos del ominoso mundo de las fábulas infantiles. Un eminente profesor que tiene su desván entre la maleza del bosque de La Plata, parientes enanos, incestuosos y salvajes y de nuevo Chela que se interna en un viaje que la mutila y le hace crecer una joroba, la envejece a los treinta años. Recursos narrativos que se sostienen en una estilización expresionista donde el cuerpo enfatiza la rareza y la angustia que esa anomalía despierta en quien ha sido señalado como genial o idiota. La carne se convierte en una manifestación del estado del espíritu.

El amor que se sienta a su lado en la confitería La Perla, despierta en Chela una animalidad sin metáforas. La jovencita muerde la solapa del saco de su amante ante un recatado auditorio platense. No hay adaptación posible, no hay formas que cuidar, hay un deseo concreto de comérselo como en la selva las fieras se degluten y mastican a la presa que han sabido capturar, pero una racionalidad maliciosa le dice que las bestias nunca podrán ser felices.

La política se enciende como un elemento lateral. Esa burguesía a la que pertenecen los Stradolini de Caserta se encuentra totalmente degradada, sin estrategias, sorprendida por ese aluvión de morochos que toman el té en las mansiones decadentes de una burguesía que huye a Europa y a su regreso se refugia en el desván porque “el mundo estaba patas para arriba... y hasta Sara pensaba. Y no sólo pensaba, argumentaba de política, del sindicato, de la Unidad Básica (...) Observé a la negra. Ya no era aquella. Se había hecho planchar el pelo y estaba maquillada”.

Entonces ese odio que Chela perfecciona hasta cuando ama se define como un desprecio de clase, su rareza asume un tono elitista. Venturini se anima a poner en el cuerpo primario de Chela la barbarie de la oligarquía argentina. Allí se condensa la brutalidad sin modales, el atraso de una estirpe que ha pasado de moda, como las piezas arqueológicas escondidas en el campo de su familia que el gobierno peronista se propone expropiar.

Si en Los soñadores de Bernardo Bertolucci el Mayo francés era una piedra que rompía el vidrio de la ventana, en Nosotros, los Caserta, el 17 de octubre estalla en esa casa arrebatada por “seis comadres, capitaneadas por Sara, tomando el té en mi vajilla, las jetas en la porcelana centenaria. Aguanté. Después reventaría”.

Hay en la escritura de Venturini una potencia que marca a quien se atreva a leerla. Ella entra a la literatura para dejar una herida.

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