ENTREVISTA
Malena Solda, la actriz que empezó de niña su formación con Hugo Midón y no dejó nunca de estudiar y perfeccionarse, incluso gestionándose en 2005 una beca en la prestigiosa escuela Lamda de Londres –bajo el ala protectora de Alan Rickman–, este año se está multiplicando en una miniserie, dos películas, tres obras de teatro.
› Por Moira Soto
A punto de estrenar el próximo 22 de julio Blackbird, obra del escocés David Harrower, conspicuo y fecundo interesante de la nueva dramaturgia británica, Malena Solda irradia todo el entusiasmo ilusionado de una debutante. Como si no viniera de una exitosa carrera que despegó en la adolescencia, incluyendo televisión, teatro, algo de cine. Como si este año no hubiese trabajado en las obras Inventarios y Boulogne, en la película –por estrenar– La mala verdad, en la miniserie Diálogos Fundamentales, Malena tiene alegrías de su oficio que comparte con Las12, brindando generosa su tiempo y su risa incontenible cuando narra algunas anécdotas desopilantes, pese a que está muy consagrada a los últimos ensayos de Blackbird, una pieza aclamada mundialmente por crítica y público, que se mete con cruda franqueza y originalidad provocadora en una temática sumamente incómoda, planteando preguntas molestas: ¿se puede hablar de amor entre una chica de 12 y un hombre de 40?, ¿cuáles son las fronteras que marcan el abuso? Harrower despliega con brillantes e imprevisibles recursos una tragedia moderna, con tensiones de thriller, lejos de toda intención sensacionalista y atreviéndose a culminar formulando una verdad indecible. El título alude a la canción de los Beatles (“toma estas alas rotas y aprendé a volar, toda tu vida estuviste esperando que llegara este momento...”). Patricio Contreras es el partenaire de Solda, bajo la dirección de Alejandro Tantanian, y la obra se presenta en la Ciudad Cultural Konex.
–Hice una miniserie entre la comedia romántica y la ficción policial, con acentos tangueros, Guita fácil, dirigida por Edgardo Kawior. Pero no es fácil para una producción independiente entrar en la tele abierta, que te den un horario decente, la verdad es que la gente que puso el dinero está negociando en condiciones bastante adversas. La otra miniserie, producida con apoyo del Incaa, es Diálogos Fundamentales, trece conversaciones que fueron relevantes en la Historia: la primera, San Martín y Bolívar en Guayaquil. Trabajamos con elenco fijo, como un grupo que hace teatro de repertorio: entre otros, Luis Machín, Ana Celentano, Roberto Carnaghi. Aparte de que me pareció muy bueno el proyecto, me encantó volver a trabajar con Lucía Cedrón, porque la experiencia de la película Cordero de Dios fue realmente linda.
–Valió de verdad hacer Inventarios, que acaba de bajar de cartel, una pieza temprana de Minyana, un autor que supo anticiparse al devenir de los reality shows de la TV, con esos tres personajes femeninos tan ricos y diversos. Empecé a trabajar paralelamente con la obra de Harrower hace seis semanas. Yo había visto Blackbird en Londres, en 2006 y, al mismo tiempo, Alejandro Tantanian la había leído y reservado los derechos. En realidad, yo intenté comprarlos enseguida de verla, y cuando supe que ya los tenía Tanta, lo llamé y le pedí que me tuviese en cuenta. Al volver yo, nos asociamos y los compramos, pero como no la pudimos hacer en ese momento los derechos se perdieron. Posteriormente, hablaron Alejandro y Sebastián Blutrach y, felizmente, porque se trata de un texto extraordinario, acordaron volver a comprarlos, ya con producción de Blutrach.
–Claro, ahí se pudo conocer en Buenos Aires el talento tan personal de Harrower. En Blackbird, resulta muy movilizadora la forma en que va entregando la información al espectador: en los primeros minutos, parecería que no se entiende nada, y a medida que se va desarrollando el texto, te vas enterando de lo que les sucedió a estos dos personajes, vas atando cabos sobre el pasado y lo que les sucede en el presente, cuando se vuelven a encontrar –a instancias de ella– para dialogar, saldar heridas, despejar aquello que les ocurrió quince años atrás. Y mejor no contar más para no develar el misterio.
–Muy difícil y extremadamente complejo, es cierto. Pero Harrower tiene un enfoque inesperado, lo toma desde distintos puntos de vista. Muestra hasta qué punto puede afectar a una persona muy joven, a una mayor; cómo reacciona el entorno, a veces de manera dañina.
–¿Sabés que sí? El tipo de escritura guarda semejanzas, que las hay también en parte del contenido. Es que se trata de dos dramaturgos muy revulsivos, que te hacen pensar y repensar por lo que te generan quizá primeramente en el cuerpo. Nunca es lineal su visión de los temas, hay muchos matices adentro, discusiones abiertas. Blackbird es básicamente una conversación entre dos personas que pasa por diversos estados: juego, enojo, furia, reflexión, evocación, melancolía...
–Una es un personaje con muchas facetas y existe el riesgo de caer en el estereotipo desde una primera visión más superficial. Obviamente, una está enojada, un enojo muy especial que había que ver cómo transmitirlo. Fuimos probando, pudimos darnos esa libertad, tener confianza mutua para ir viendo las posibilidades de encarar cada momento, cada unidad que va sucediendo dentro de esa situación que viven estas dos personas en tiempo real, en esa hora y 20, sin elipsis ni ningún recurso por el estilo. Me resulta muy estimulante trabajar con Alejandro, es mi primera vez con él. A veces me pide cosas que de entrada me parecen inalcanzables. Le digo que no me sale, le pregunto cómo hacerlo... Y dejando atrás esa primera reacción mía, me tiro a la pileta y surgen cosas sorprendentes, buenísimas, de manera muy lúdica. Blackbird es una obra que además de ensayos, exige mucho laburo en casa. El texto está escrito de una manera particular, difícil de memorizar. Pero una vez aprendido, comienza el verdadero diálogo entre actor y actriz, con su ritmo, sus interrupciones. Porque es un texto bien oral, con ese tipo de espontaneidad, con esas idas y vueltas que se dan en una conversación. Por suerte, en estos momentos, estoy dedicada solo a la obra. Bah, digo esto y resulta que hoy a la noche hago una función, participo de un espectáculo que se llama 50 maneras de amor, que hace un autor y educador inglés, Jeremy Harmer, que vino a dar unos cursos. Participo con el monólogo de Romeo y Julieta, y con poesías de Idea Vilariño y Oliverio Girondo. Me incita mucho trabajar este tipo de textos. Apunto a esa flexibilidad, a ser lo más dúctil posible, a no quedarme en un lugar seguro donde ya probé que puedo hacerlo más o menos bien. Ahora estoy organizando para fines de julio, en el Galpón de Guevara, un curso sobre escenas de Shakespeare con una profesora que tuve en Londres y con James Murray, que también estudió en Lamda. Toda la información está en www.haceteatro.com
–Necesitaba un espacio de transición, no me sentía contenta con este modo de vida que tiene la TV. Con el lugar adonde te llevan las tiras, tener a priori asignado el rol de la chica linda de pelo largo... Sé que disponía de cosas que a mucha gente le parecen maravillosas, pero yo no las vivía con alegría. Quería desacelerarme, hacer teatro, cine, cosas que no iba a lograr de un día para otro. Iba a resultar arduo cumplir esta necesidad de resetearme en Buenos Aires. Imaginé ese año como un paréntesis para juntar fuerzas, evolucionar, tomar impulso, bancarme la incertidumbre de no tener un contrato firmado y cobrar todos los meses. Pero no preví que iba a estudiar tanto. También tenía ganas de conocer otras culturas, estar en otro país... ¿y qué mejor que Londres para ver y estudiar teatro? Había hecho un seminario con unos ingleses que vinieron a Buenos Aires en el ’99, tuve un pantallazo de cómo era la técnica, sentí que resonaba especialmente en mí. Y también tenía esos referentes que conocemos acá, actores como Anthony Hopkins o Helen Mirren, grandes modelos. Podría hablarte horas de mi estadía en Londres...
–Sí, qué hermosa voz tiene Alan Rickman. Bueno, mi padrino se portó como los dioses. Yo me había acercado a él en un festival de Mar del Plata porque sabía que era director de Rada, quizá la escuela más importante de teatro. Le pedí información, me dio el contacto con su secretaria, ella me mandó lo que necesitaba. En un momento de los trámites, hacía falta un padrino. Con mi profesora de inglés, que me apoyó mucho, armamos una cartita corta, respetuosa, con un toque de humor, explicándole que necesitaba alguien que respondiese por mí allá. El me respondió que cómo no, recomendándome Lamda (Academia de Música y Arte Dramático de Londres). Por un tema que me complicaba –había dos audiciones, lo que me representaba tres pasajes– de nuevo le pedí ayuda, que intercediera para tener una sola audición. Me aconsejó que mandara toda la información que me pedían y me quedase tranquila. Así lo hice y al tiempo me llegó una carta de Lamda: me aceptaban y me esperaban al año siguiente. Le estoy muy agradecida a Alan Rickman. Cuando llegué allá, me encontré con gente de distintos lugares, con distintas experiencias... Y yo que venía de la Argentina y había hecho telenovelas: eso era lo que más les interesaba. Sabemos que la BBC ha hecho novelas y miniseries maravillosas, pero a ellos les importaba el culebrón. Por suerte, contaba con la ventaja de tener tablas encima a la hora de subirme a un escenario y actuar. Y tenía la desventaja del idioma: no era mi lengua materna y, al principio, me daba vergüenza hablar con mi acento latino. Sin embargo, a medida que empecé a hacer ejercicios, obras, porque no me quedaba otra, apareció el pulso por sobrevivir, por lograr que alguien me escuche. Empecé a conocer aspectos míos que no había puesto aún en juego. Lo bueno era que tenía sobre mí miradas desprejuiciadas, no sabían ni les importaba quién era ni de dónde venía. Sentía que podía responder a mi instinto porque los códigos culturales y el idioma eran otros. Me sentía como volviendo al principio, a preguntarme si valía la pena, si podía con eso. Comprender que debía demostrármelo a mí misma, hacer las cosas para mí misma. Estudiar solo porque me gustaba, porque confirmaba mi vocación. Tuve dificultades, miedos, momentos de ego herido. En la primera obra me dieron 5 minutos en escena, pero después fui Viola en Noche de reyes, Lady Ana en Ricardo III, Julieta... Un crecimiento intensivo y continuado. La sensación de que después de tanto empeño, de tanto hacer el ridículo, de arriesgarme a resolver cosas, comenzaba a aflorar un potencial enorme. Que de verdad podía hacer lo que fuese, equivocarme o no, porque había perdido el miedo inicial y estaba en condiciones de enfrentarme a lo que viniese. Ahora, si en algún momento me agarra temor o desencanto, solo tengo que volver a ese año en Londres para levantar cabeza... Fue una gran experiencia de autoconocimiento, aparte de lo que significó el intercambio con compañeros de Nigeria, Tokio, Australia, Estados Unidos, India, Francia, Islandia, Paraguay...
–Sí, dirigida por Pablo Solarz, fue grato el rodaje. Por suerte, ensayamos mucho y cuando llegamos a filmar ya estaba todo a punto de comedia, un registro nada fácil de lograr. Me parece que Florencia Peña supo darle profundidad a su personaje, comunicar su soledad. Después de MaratSade fue un recreo, un relax: no tenía que proyectar la voz, las emociones a 1200 personas. Es verdad que mi personaje era un poco la antipática de la película, sin muchas variaciones, pero también hay que aprender a no sobrepasar los papeles, no copar donde no corresponde.
–Sí, desde el 2000, año en que hice A propósito de la duda. Para mí, es una forma de militancia. Durante muchas temporadas leí las cartas del principio de los espectáculos. Este año, estoy en la obra Boulogne, con Martín Slipak, dirigida por Manolo Callau, que ya representamos en junio en Tadrón.
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