CRíMENES DE GéNERO: DESOíR EL MANDATO.
› Por Veronica Gimenez Beliveau
No sabemos por qué mataron a Houria y Cassandre. Pero sí podemos pensar qué es lo que esos crímenes dicen. Porque no es cierto que todas las muertes silencien: como las muertas de Ciudad Juárez, como las asesinadas en Guatemala, como los crímenes de género perpetrados en los centros clandestinos de detención de la dictadura argentina, los asesinatos de Houria y Cassandre transmiten un mensaje, nos dicen cosas, gritan amenazas.
Los crímenes de Houria y Cassandre se inscriben en una estructura de poder de género, en un ordenamiento de la sociedad que asigna lugares de poder marcados por la masculinización. Y sus crímenes son uno de los posibles y siniestros emergentes de tal ordenamiento. La violencia, marca de la mayoría de los crímenes, se vuelve en el caso de los crímenes de género “sumisión a la violencia masculina” (Fregosi y Bejarano, 2010: 7). Lo que transmiten los asesinatos de Houria y Cassandre es un mensaje disciplinador, que a través del horror de la violación, la tortura y la muerte en dos cuerpos determinados habla a todas las mujeres, a una sociedad atravesada por tensiones. Como afirma Rita Segato (2003: 23) en “La estructura de género y el mandato de violación”, “de improviso, un acto violento sin sentido atraviesa a un sujeto y sale a la superficie de la vida social como revelación de una latencia, una tensión que late en el sustrato de la ordenación jerárquica de la sociedad”.
Así como el asesinato de la Pepa Gaitán, en Córdoba en el 2010, transmite odio a una persona por la portación y el ejercicio de una sexualidad percibida como diferente y amenazante, la violación y el asesinato de mujeres jóvenes, la exposición de sus cuerpos es un mensaje disciplinador para todas las mujeres. “No salgas, no te atrevas, no seas libre.” Y para los hombres: “Cuida a tus mujeres, a tu esposa, a tus hijas, teme su libertad”. La infracción al mandato tiene un castigo, que es mostrado como prototipo de lo que sucederá a aquellas que infrinjan la norma patriarcal. Mujeres que circulan libres en un espacio abierto es leído por la estructura de poder de género como mujeres disponibles y apropiables en un lugar peligroso. Esa libertad de circulación que Houria y Cassandre tenían derecho a ejercer, y ejercieron, las hizo encontrarse fatalmente con sus verdugos, que consciente o inconcientemente se convirtieron en los portavoces de una estructura de poder de género sacudida por los avances de las corrientes sociales que pregonan los derechos de las mujeres.
Es que el femicidio, que de eso se trata, aparece como un síntoma frente a un desajuste. Hay un orden que ha comenzado a resquebrajarse, y esas inconsistencias del orden patriarcal producen malestar en ciertos sectores retrógrados. Esas fisuras del orden conservador se vuelven evidentes en la visibilidad del ejercicio del poder por parte de las mujeres. Mujeres que ejercen el poder en espacios públicos, que se apropian de la libertad de circulación, de la libertad de expresión, del derecho a ser elegidas gobernantes y legisladoras, rompe con el mandato atávico que reserva a las mujeres el ámbito de lo privado, y confina a los hombres al espacio de lo público. Adentro, afuera, las relaciones entre los géneros se han articulado durante siglos sobre esa división de hierro. La consecuencias de la ruptura con ese orden consisten, citando de nuevo a Rita Segato (2003: 31), “tanto en las brechas de descontrol social abiertas por este proceso de implantación de una modernidad poco reflexiva, como en la desregulación del sistema de estatus tradicional, que deja expuesto su lado perverso, a través del cual resurge el derecho natural de apropiación del cuerpo femenino cuando se lo percibe en condiciones de desprotección, vale decir, el afloramiento de un estado de naturaleza”.
El disciplinamiento verbalizado por el femicidio, que definimos aquí como “los asesinatos de mujeres y niñas fundados en una estructura de poder de género” (Fregoso y Bejarano, 2010: 5), no termina en el asesinato: el círculo se cierra con la impunidad. Justicia es, entonces, el primer reclamo, el urgente: la impunidad sella el mandato a través del silencio y del misterio, y perpetúa el mensaje y la amenaza. Si no se puede volver público quien o quienes fueron agentes de los crímenes, si no son sometidos a un juicio justo, y justamente castigados, la intimidación permanece, velada, vigente y amenazadora.
Pero la justicia por los asesinatos de Houria y Cassandre no alcanza, no es suficiente para rechazar estructuras de dominación que pretenden disciplinar a la mitad de la población. Hay que contrariar el mandato, y para ello necesitamos desoírlo: que haya más mujeres que ejerzan el poder en los ámbitos públicos, más gobernadoras e intendentas, más funcionarias, pero también más empresarias, más gerentas, más investigadoras, más directoras de hospitales.
Justicia y presencia. No oír el mandato disciplinador, luchar contra la amenaza no dicha de una sociedad que carga con una cultura machista y patriarcal que se ensañó con los cuerpos y las vidas de Houria y Cassandre. Desoír el mandato, rebelarnos ante el disciplinamiento es tal vez el mejor homenaje a sus vidas y a sus trayectorias.
Referencias
Rita Segato, “La estructura de género y el mandato de violación”, en Las estructuras elementales de la violencia. Ensayos sobre el género entre la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos, Buenos Aires, Prometeo/ UNQ, 2003.
Rosa-Linda Fragoso y Cinthia Bejarano, “Introduction”, en Terrorizing women. Feminicide in the Américas, Duke University Press, Londres, 2010.
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