MUESTRAS
Una retrospectiva de Magda Frank en Expotrastienda rinde homenaje y deja a la vista a esta escultora que supo convertir en monstruos el horror del Holocausto.
› Por Dolores Curia
Fue una de las escultoras de mayor reconocimiento mundial del siglo pasado. Héctor Tizón catalogó su obra como “una verdad demasiado verdadera”. Así y todo, su nombre poco y nada resuena en los círculos top del arte vernáculo. A buena hora –en el primer aniversario de su muerte–, la megamuestra anual (hermana y rival de ArteBA) Expotrastiendas presenta una retrospectiva. Además, en ese mismo espacio, los académicas Nelly Perazzo, Ruth Corcuera y María del Carmen Magaz, junto a Cristiano Morrisy, del Museo Oscar Niemeyer de Curitiba, y al director de la Casa Museo Magda Frank, Tulio Andreussi, presentarán, este sábado, un libro sobre ella.
Tuvo una vida difícil de encasillar en una cronología lineal y la seguidilla inestable de sus paraderos, que pone en crisis la idea de una nacionalidad etiquetable de una vez y para siempre, merece capítulo aparte. Nació en 1914, en Kolozvar, Transilvania, que en ese momento era territorio húngaro y que hoy es una ciudad rumana llamada Cluj. Escapó de una muerte segura gracias a una familia que la refugió en Suiza parte de la Segunda Guerra. Y, si bien vivió treinta y cinco años en Francia, fue porteña por opción: al entrar en su octava década decidió radicarse en estos lares (que había visitado de joven) y adoptar la nacionalidad argentina.
En su casa-taller escondida en el barrio de Saavedra, permanece hace más de veinte años para quien quiera visitarla una inmensa colección de esculturas-monstruo. El economista Tulio Andreussi le compró a Magda –en un acuerdo, por lo menos, inusual– su casa con todo lo que había en su interior (menos la dueña, claro) para crear una fundación que, por más macabro que suene, empezó a funcionar como tal mientras ella todavía trabajaba, comía y dormía dentro de ella.
Cuentan que era casi tan fuerte como el material que tallaba: sobrevivió a la guerra y al Holocausto. Y dedicó su primer gran mármol a su hermano Béla, torturado a muerte por la Gestapo. Trabajó hasta muy entrada en años: ella, una septuagenaria minúscula (menuda, bajita, con un pelo del que nunca se preocupó por frenar el gradual e inevitable blanqueamiento) ponía el cuerpo contra viento y piedra. Practicaba la talla directa, a la intemperie, todo el año, quebrando la resistencia del hierro y el frío a puro golpe de maza. Una fuerza puesta en grandes bloques que la mayoría de las veces (como mínimo) la doblaban en altura, para hacer brotar la escultura que encierra la piedra: “No tomo en cuenta ni el cansancio, ni el dolor físico. Yo les grito a menudo que esperen una hora y, luego, otra más. Cuando llego a la escalera de la casa donde vivo, tengo mucha dificultad para subir. Enseguida me recuesto y quedo dormida profundamente. A la mañana siguiente, salto de la cama y me apuro, pues mi piedra me espera. Mis pensamientos, mis sentimientos son para ella”, confesaba Frank con el acento peculiar que le daba su español sedimentado con los restos idiomáticos de los países por los que pasó.
Los nazis habían exterminado a toda su familia, con excepción de un hermano que Magda vino a buscar a Buenos Aires cuando terminó la guerra. Había sospechado desde siempre que su pulsión por la escultura no podía agotarse en las opciones que tenía para ella la tradición occidental y, cuando puso un pie en América, lo comprobó enamorándose del indigenismo, de su cosmovisión y su estética.
En 1957, representó a la Argentina en la Bienal de San Pablo y, en 1959, compitió por el Premio Palanza contra legitimadísimos escultores argentinos (Lorenzo Domínguez, Pablo Curatella Manes, Gyula Kosice). Partió de vuelta hacia Europa un año después. Zigzagueó un tiempo entre Ginebra y París. Estudió en la Escuela del Louvre y en el Museo del Hombre, donde continuó la profundización en el arte precolombino que acá había comenzado. André Malraux le encargó sus primeros monumentos urbanos y durante las tres décadas que estuvo en París, pobló las plazas con sus estructuras de piedra y bronce. También hay monumentos urbanos de Magda en Budapest, Zagreb y hasta en Oriente (en Tel Aviv).
En el ‘95, volvió a Buenos Aires. Durante años, se recluyó en una vida austera para seguir produciendo sus piezas bestiales colmadas de influencia precolombina, a las que llamaba “mis hijas”. En los planos, las líneas definidas y las rectas, Magda sintetizaba el abstraccionismo europeo con la herencia azteca, maya e incaica, civilizaciones a las que se refería en tono cariñoso como “mis colegas de milenios atrás”. ¤
El homenaje que la Casa Museo de Magda Frank organizó para conmemorarla podrá verse hasta el lunes 5 de septiembre en Expotrastiendas, en la Rural. La presentación del libro Magda Frank será el sábado 3 a las 18.
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