RESISTENCIAS
Adriana, Karina y María pertenecen a diferentes generaciones de afrodescendientes. Cada una narra su historia y se reconoce en el dolor que vive y vivió la otra. “La familia de mi mamá no quería a papá porque era negro”, recuerda Adriana (55). Hoy, lucha para que sus hijos se sientan orgullosos de su color de piel, pero es una tarea difícil. “Reniegan de ser afro, me echan la culpa a mí”, cuenta. Karina, de más de 30 años, recuerda que cuando chica se encerraba en el baño de su casa y se frotaba la piel con lavandina para aclararla. “Quería ser rubia y de ojos claros, como mi compañera”, confiesa. María, la más joven, reniega de no poder trabajar de lo que estudió. “Sólo nos contratan para limpiar casas o servir en los hoteles”, denuncia. Ese dolor, latente, presente, las unió en distintos momentos de sus vidas y las encuentra hoy juntas para luchar contra la discriminación.
› Por Elisabet Contrera
La Organización de las Naciones Unidas (ONU) declaró el 2011 Año Internacional de los Afrodescendientes. Es un empujón para sumar el tema a la agenda pública y mediática, visibilizar la lucha y el compromiso de la comunidad por sus derechos y llamar la atención sobre un problema vigente: el color de piel sigue siendo un motivo de discriminación, segregación y violencia. En ese contexto, las mujeres –doblemente discriminadas por su género y su etnia– reclaman para que las nuevas generaciones no sufran lo que pasaron ellas, sus madres y abuelas.
Adriana Izquierdo es coordinadora responsable del Programa de Afrodescen-dientes contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo del Inadi. Ella hoy está orgullosa de su color de piel, pero toda la vida la obligaron a sentirlo como una carga. “Mi mamá llevaba a cuestas que mi papá fuera afrodescendiente, la familia de mi mamá tampoco estaba conforme con eso. Tenía 6 años y siempre se escuchaban frases como ‘todo es culpa de ese negro’, ‘si no estuvieras con ese negro’”, cuenta. “Con la muerte de mi papá, los hermanos fueron dispersados y yo terminé en la casa de unas tías mayores”, recuerda.
Luego, comenzó la escuela primaria y las diferencias se acentuaron aún más. “Siempre fui ‘la negrita’. Con el tiempo, me puse agresiva y le empecé a pegar a los compañeros que me molestaban y los padres decían ‘esa negra le pegó a mi hijo’. No tenía nombre, ni era una alumna, era ‘la negra’”, recuerda. Hoy, desde el Inadi, lucha para que sea un tema de debate y reflexión en las escuelas. “Hay que dar charlas a los alumnos, a los padres y docentes. Todavía existe el prejuicio de que somos esclavos traídos, somos personas descendientes de esclavos. Lo cierto es que somos parte de este país y tenemos los mismos derechos”, sostiene.
María Gabriela Pérez creció junto a sus padres en el barrio porteño de Liniers, junto a otras familias de afrodescendientes. Su vida fue sencilla mientras se mantuvo dentro de esos límites. Cuando intentó cruzarlos fue víctima de la violencia y el desprecio de los demás. “Nunca pude entrar a los boliches de moda, siempre rebotaba en la puerta. Eso me daba dolor, rabia, con el tiempo opté por no ir más”, cuenta. Tampoco pudo encontrar trabajo de lo que a ella le gusta y para lo cual estudió. “Siempre quedaba relegada por la imagen”, explica. “Te discriminan hasta en la parada del colectivo. Puedo estar bien vestida, pero las mujeres se aferran a la cartera por miedo a que les robe”, cuenta enojada.
Karina Grossman vivió una infancia y adolescencia marcadas por la discriminación y el aislamiento. “En el colegio me decían ‘hormiguita negra’ y ‘chupetín de brea’. Yo reaccionaba y les pegaba. Volvía a casa llorando, me miraba al espejo y me notaba diferente a los demás”, cuenta. En la adolescencia, el dolor fue más grande. “Me pasaba lavandina con algodón en el baño para aclararme la piel, no quería ir a fiestas ni cumpleaños, no me relacionaba con chicas porque sentía que nunca iba a ser rubia y de ojos claros como ellas”, rememora. El dolor por ese maltrato lo descargaba con su madre. “Siempre le echaba la culpa a ella, le decía ‘por tu culpa nadie me quiere’”. Tampoco quería un novio afro para que mis futuros hijos no fueran negros y evitaran la discriminación. “No me juntaba con los chicos morochos, sentía rechazo porque yo me rechazaba. Después vas creciendo y empezás a relacionarte por lo que es el otro y no por su imagen”, dice.
Mirta Izquierdo recuerda cuando era niña y la vestían toda de blanco. “Me estiraban la motita, me ponían los moños blancos, el delantal y las medias blancas. En la escuela me decían mosca en la leche.” Luego, a los 11, fue a “ayudar” con las tareas de la casa a una señora adinerada. “En la feria, mientras mi patrona compraba fruta fresca y deliciosa, yo tenía que levantar la fruta que tiraban los puesteros. La fruta fresca era para ella, y la podrida se lavaba y era para mí”, recuerda.
“Es mentira que las generaciones se mejoraron, es mentira que no existe el racismo y la discriminación en los colegios. No hay una conciencia de que el afro es parte del país, de su suelo y tiene los mismos derechos. Estamos pidiendo que se capacite, que se hable, que se respete al diverso. No damos sólo la queja, sino también el dolor de lo que no queremos que siga pasando”, remarca Adriana.
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