PERSONAJES
La trabajadora Fugazot
Pudo haber sido apenas una cara identificada con los programas de Sofovich, pero María Rosa Fugazot siguió su camino y no ha parado. En televisión, se la puede ver en estos días en el movido (de horario) “Durmiendo con mi jefe”, y en teatro, su gran amor, brilla en la comedia musical Zorba el griego.
Por Moira Soto
Aunque a nivel popular se la identificó durante largos años con los ciclos cómicos televisivos de Gerardo Sofovich (“La peluquería de don Mateo”, “Polémica en el bar”), María Rosa Fugazot ha llegado mucho más lejos en su profesión. Actriz que aprendió a bailar, a cantar y a hacer acrobacia, se inició adolescente en la revista, siguiendo los pasos de su mamá María Esther Gamas, notable vedette cómica. Corrían los últimos años de la década del ‘50 y María Rosa todavía seguía prendida a la colección Robin Hood –de preferencia, las novelas de Louise May Alcott– y a la saga de Anne, la de Tejados verdes, de Lucy Montgomery, sin dejar de lado los pesados tomos de la Historia Universal, muy recomendados por su padre, el autor de tangos Roberto Fugazot, integrante de un célebre trío junto a Lucio Demare y Agustín Irusta.
María Rosa Fugazot no se cansa de decir que ella es una laburanta, que ama incondicionalmente su oficio y que nunca se le pasó por la cabeza la idea de ser estrella. Tampoco planificó una carrera en pos del prestigio y el éxito, pero su talento y plasticidad interpretativa se impusieron naturalmente, y en los últimos años los reconocimientos y las ofertas de trabajo de han multiplicado. Sin abandonar nunca la televisión –donde figuró en muchas tiras y actualmente está en “Durmiendo con mi jefe”–, ha pasado de La Gringa de Venecia a la Mamá Morton de Chicago y de allí a Las presidentas, audaz y polémica apuesta en sociedad con Graciela Araujo y Thelma Biral. Y, simultáneamente, actuó en piezas teatrales para chicos como La Cenicienta y Alicia Maravilla.
En estos días, sobre el escenario de El Nacional, es una conmovedora Bubulina en la comedia musical Zorba el griego, que coprotagoniza al lado de Raúl Lavié, Miguel Habud, Julia Zenko, Andrea Mango y Marcelo Trepat (miércoles y jueves a las 20; viernes y sábados a las 21; domingos a las 19). Un éxito de público y una enorme exigencia que no la privan de haber retomado a la Madrastra de La Cenicienta, en la versión de Marisé Monteiro a punto de presentarse en el Teatro Concert, con Bettina O’Connell en el rol principal. “Sí, sumo una cosa más en esta etapa tan loca que estoy teniendo”, comenta sonriente la actriz. “Quizás no era el momento más apropiado para encarar un nuevo trabajo, pero me lo propuso Valeria Lynch, en cuya escuela enseño, y era una buena oportunidad para que empiecen a foguearse los chicos que estudian con nosotros.”
Fugazot, rozagantes 60 años, dice que se siente agradecida de poder desplegar vetas interpretativas tan diferentes: “Mientras no me caiga, sigo para adelante... Me encanta poder hacer cosas que parecen tan opuestas en género y registro, como el año pasado con Las presidentas, de Werner Schwab, un tour de force bravísimo y a la vez una experiencia interesantísima. Y el placer de trabajar con Thelma, a quien quiero mucho, y con Graciela, un sol de persona. Era gracioso porque llevándonos tan bien teníamos que actuar esa sordidez terrible, toda esa violencia sobre la escena. Para mí fue un enorme desafío hacer a esa nazi iracunda,soberbia. Me acerqué a ella por el lado patético, desolado, vano del personaje. Así, la pude dejar resbalar sobre mí, permitir que entrara para sacarla medianamente humana. Eramos tres basuras que representábamos la miseria. Fue difícil con el público, con algunos críticos, pero íntimamente estábamos muy satisfechas de correr ese riesgo. Aunque la obra venía de Alemania, creo que se la podía tomar como un llamado de atención. Personalmente creo que parte de las cosas terribles que nos han pasado se deben a nuestra prescindencia, a que miramos para otro lado, enfrascados en el cotidiano vivir. Entonces, tal vez hoy nos toque hacer un pequeño sacrificio para, antes de irnos, salvar algo de lo que queda para el futuro, para nuestros hijos y nietos...”.
Bubulina sólo quiere que la amen
–¿Creés en el poder salvador del arte, entonces?
–Estoy absolutamente convencida de que a través del arte, de la creación, se puede mejorar la sensibilidad de la gente, su calidad de vida. El actor es un comunicador, el puente entre el autor y el público, como decía Delia Garcés. Todo lo que hagamos, desde lo más liviano hasta lo más profundo, transmite ideas, sentimientos, distintas maneras de representar el drama y la comedia humanos. Creo que a través del teatro, la literatura, la pintura, la música, se puede hacer mucho. ¿O acaso no hay películas, obras de teatro, novelas de las que salís distinta, transformada? Por alguna razón, cuanto mayores son las crisis en el mundo, el arte resurge con gran fuerza, la gente se vuelca con una necesidad espiritual muy fuerte. Los creadores sienten la necesidad de manifestar, el público la de absorber ese tipo de manifestación. Por mi parte, creo que acá, aparte de rendir lo mejor en nuestro trabajo, es hora de hacer lo que sé que muchos de nosotros estamos haciendo: ayudar concreta y materialmente al que menos tiene, al que está realmente marginado. Ya sea acercándole un momento de diversión, de entretenimiento, o contribuyendo con el dinero que se pueda. Es hora de ser realmente solidarios todos los que tenemos algo para dar en la escala que sea.
–¿Tenés algún secreto para resistir este ritmo tan fuerte de trabajo?
–Bueno, aparte de que amo mi laburo, lo disfruto, ya sabés lo que pasa con los actores: por más exhausta que estés, llegás al teatro, vas al camarín, empieza la función y te transfigurás, se te pasan todas las nanas. Ahora en Zorba no tengo un segundo de respiro, cuando no estoy en escena, me estoy cambiando. Como tengo un kilómetro hasta el camarín, siempre llego justo: una flor aquí, me pongo la capa, me saco la capa... Son dos horas que se me vuelan haciendo a la Bubulina, y por algún misterio que tendrá que ver con la famosa magia del escenario, cualquier malestar desaparece cuando entra el personaje. Claro que cuando termina la función, reaparece toda la problemática...
–Considerando la variedad de personajes disímiles que venís haciendo paralelamente en el teatro, la televisión, últimamente el cine, en El día que me amen, ¿tenés algún sistema personal de concentración?
–Te cuento lo que hago en Zorba: llego al teatro, subo la escalerita hacia esa supuesta casita mía y ya empiezo a generar otro clima, ahí solita entro a otra historia. En ese momento empiezo a despegar. Pero no hago grandes ejercicios, por supuesto hay actores que tienen otros rituales. A mí me funciona esta ceremonia: subo allí, le pido protección a Jesús como siempre y empiezo a volar dentro del personaje. También, una vez que arrancó la representación tiene mucho peso la adrenalina del público, todo lo que viene de la platea hacia vos es una trompa, bien, pero muy fuerte. Cuando el público se sumerge en la historia lo sentís profundamente.
–Zorba el griego es una comedia musical que se balancea de continuo entre el drama y la comedia, lo que exige un doble juego casi constante a algunos de los intérpretes.
–Sí, pero incluso aunque termines con un nudo en la garganta por las desgracias que ocurren, esta pena se compensa con la afirmación vital del protagonista, un hombre que tiene claro que la muerte forma parte de la vida. Es una emoción muy dulce la del final, que seguramente hace verter algunas lágrimas a espectadores que a lo mejor no son capaces de llorar en la realidad.
–Si tuvieras que elegir, ¿hacer reír o hacer llorar?
–Qué sé yo, he hecho todos los géneros, tratando de meterme a fondo siempre. Me gustan mucho los extremos, el dramatismo y la comicidad. Y mirá que yo soy más bien melancólica, todo lo contrario de lo que la gente suele pensar cuando me ve haciendo comedia, siendo divertida en televisión: deducen que soy un cascabel, que me muero de risa de todo. Y no es así, soy de encerrarme, termina la función y vengo volando a mi casa, a mi mundo donde escucho música, leo, preparo las clases, veo clásicos del cine o series del año del jopo. Miro a Cary Grant y lloro, es la clase de gente que no debería morirse nunca. Bueno, cuando me pongo a hablar de mis películas favoritas, parece que tuviera 104 años como el Magiclick... Porque he sido una cinéfila desesperada, de no perderme una.
–Hija de artistas, casi criada entre bambalinas, ¿cómo sustraerte al atractivo del mundo del espectáculo?
–Pero, por sobre todo, mis padres eran grandes trabajadores. Mi papá, casi un autodidacta porque apenas llegó a sexto grado y después tuvo que salir con la guitarra, en Montevideo, para ganarse el peso para sostener la casa. Pero su mejor herencia es el gusto por la lectura. Con mi mamá donamos a una biblioteca la colección de la Historia Universal, 24 libracos enormes en papel de arroz que él leyó prolijamente, y después yo hice lo mismo. Y lo bendigo, porque gracias a ese incentivo tuve una visión muy abarcadora del recorrido de la humanidad en lo cultural, lo político, lo religioso. Por suerte mantengo la memoria, aunque me perjudiqué la vista porque era tal mi locura por los libros, por entrar en otros mundos, que por la noche, cuando me mandaban a dormir, leía con una linterna debajo de las cobijas. Esa avidez permanece, aunque me falta el tiempo.
–Aunque nunca perdiste el tiempo, se diría que ahora estás tratando de aprovecharlo hasta el último segundo...
–Quizás es porque tengo conciencia de que el tiempo ya no vuelve ni se detiene, como podía creer antes, pero a veces me da la sensación de que las 24 horas no me alcanzan ni para la mitad de las cosas que querría hacer. Cuando era chica y creía que el día era como un chicle, que se estiraba, adoraba a James Dean como todas mis amigas, y fijate que él sabía que tenía que apurarse, siempre decía en los reportajes que dormir le parecía una pérdida de tiempo. Salvando la diferencia de edad, es lo que me está pasando a mí. Cuando era joven creía que tenía la vida eterna por delante. Por eso ahora les recomiendo mucho a los chicos que no malversen el tiempo, que aprovechen todas sus energías. Que lean, estudien, vean teatro, cine. Que no se dejen estar y vayan más allá de lo que se les pide en una clase.
–Al encarar el personaje de Bubulina, ¿tenían presente la inolvidable interpretación de Lila Kedrova en la película de Michael Cacoyannis?
–Imaginate. Después de haber visto lo que hacía con su físico menudito... De algún modo tenía que saltar sobre ella, que hizo una Bubulina deliciosa, la fragilidad misma. Tenía que construir y transmitir el personaje desde otra imagen corporal. Al comienzo, cuando soy toda exuberancia, resultaba más fácil. Pero después había que darle el quiebre. Busqué entonces dentro de mí la manera de perfilarla vulnerable, desposeída. Que la gente comprendiera por qué anda mendigando amor. Ella arranca con toda la potencia, hablando de los capitanes, bailando se vuelve pendeja de pronto. Basta que Zorba le diga que es linda para que se le ilumine la vida, aunque ya está enferma. Pero recibe ese golpe de vitalidad, Zorba le hace mimos y para ella es una historia de amor. Por eso se queda esperándolo, haciéndose ilusiones. Su desesperación por casarse tiene que ver con que se le va la vida, y se quiere ir con un sueño de amor cumplido. Le hacen todo un simulacro pero ella, en su corazón, se casa de verdad.
–Una vez más te pusiste en manos de Helena Tritek.
–Es la cuarta vez que trabajo con ella: hicimos Nenucha, la envenenadora de Montserrat, Venecia, Pobre hombre y ahora Zorba el griego. Helena tiene una gran sensibilidad, maneja muy sutilmente la ternura. Siempre digo que es una directora subliminal porque nunca te dice concretamente: “Hacé esto así o asá”. Te va mandando notitas, fotos, recortes, una poesía. Te va alimentando de cosas que se relacionan con el personaje, logra que te vayas empapando hasta llegar al punto que ella busca. Ella se fija en detalles chiquitos, mínimos, que otro director no vería. Por ejemplo, llego y me encuentro sobre la mesada un papelito que dice: “Cuidado con el piecito en tal escena”. Y lo pensás y ves que tiene razón, porque Helena ve la totalidad de cada personaje y sigue acompañando la obra después de estrenada.