En Argentina existen experiencias con parteras tradicionales a quienes se les dan herramientas para que puedan convertirse en vínculo efectivo para el acceso a la salud integral. Sin embargo, la rutina habitual que se pone en práctica en la mayor parte de las instituciones públicas o privadas redunda en violencia contra las mujeres y sus hijos o hijas. Existen al menos dos leyes para prevenir esta violencia, pero su cumplimiento es prácticamente nulo.
› Por Flor Monfort
En la Argentina, los partos respetados representan un porcentaje ínfimo de los partos totales que ocurren y en general se dan por fuera de la institución médica, donde el parto se reduce a un acontecimiento médico que debe apurarse, acallarse, resolverse con la premura con la que se cose una herida abierta o se frena una hemorragia. Frases como “callate mamita” o “si te gustó el durazno ahora báncate la pelusa” forman parte de un imaginario que se hace eco en hospitales públicos y clínicas privadas, casi como un mantra que implica el aprendizaje de la tarea. Para Raquel Schallman, partera con 27 años de experiencia, allí radica una de las trampas del sistema que reproduce la violencia obstétrica. Los y las médicos y las parteras aprenden el oficio en el hospital público. “Hace 70 años las mujeres parían en su casa o en la de la partera, eso de los partos institucionales apareció después. El parto era una instancia fisiológica, como hacer el amor, como menstruar, así que ir al hospital no tenía ningún sentido. En la institución se diluye todo: el deseo, el amor, el placer, pero la institución diluyendo eso te garantiza que si hay un ‘quilombo’, entre todos se van a ocupar de hacerlo desaparecer”, explica.
Pero no es el hospital público en sí el problema sino el modo en que se institucionalizaron ciertos protocolos de atención. El hospital podría (y debería, por ley ya sancionada) garantizar el espacio y el tiempo para un parto respetado. De hecho, las guardias se extienden por 24 horas y quienes las cumplen no se retirarán antes por más que aten a las mujeres a una camilla, les pongan suero o drogas para apurar el proceso. “Pero en el hospital el aprendizaje se da por uso y costumbre. Los médicos quieren aprender a hacer cesáreas porque saben que programar un día de agenda es mucho más fácil que esperar y asistir a un parto vaginal. Una obra social le paga a un médico una suma equis de dinero (no mucha) por parto, pero si ese médico tiene la posibilidad de agendarse tres cesáreas en un día, no tiene contratiempos, se asegura una cantidad de cesáreas por mes y hace una suma de dinero, pero para eso tiene que aprender a hacerlo, y eso lo hace en el hospital público, con las mujeres más vulnerables, menos informadas de sus derechos”, dice Schallman. En los hospitales, el índice de cesáreas es del 35 por ciento, en instituciones privadas el porcentaje oscila entre el 70 y el 80 por ciento. La OMS establece que cuando una mujer ha tenido una cesárea lo más seguro es intentar un segundo parto vaginal, pero es muy común en nuestro país que después de una cesárea la mujer quede condenada a una nueva cesárea.
En cuanto a las parteras, ellas son profesionales de la salud con matrículas médicas que obtuvieron una licenciatura, el paso por la instancia formativa las provee de una cantidad enorme de información técnica, pero la información práctica, emocional de respeto a la fisiología del parto es mínima: se pone el acento en ser la ayudante del médico y se ignora el proceso que atraviesa una embarazada desde lo emocional. Los partos domiciliarios y los equipos que los llevan a cabo dan cuenta de las enormes diferencias, para empezar, en la cantidad de partos que atienden. Mientras una sola partera en un hospital puede atender entre 80 y 90 partos por mes, una partera que trabaja a domicilio no debería exceder los dos partos en el mismo lapso, por el nivel de entrega física, de tiempo propio y emocional que requiere.
El marco legal para este nivel de violencia está contemplado en la ley 26.485 de protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres. La ley tiene un apartado sobre violencia obstétrica donde establece que es aquella que “ejerce el personal de salud sobre el cuerpo y los procesos reproductivos de las mujeres, expresada en un trato deshumanizado, un abuso de medicalización y patologización de los procesos naturales” en consonancia con la ley de parto humanizado, sancionada en 2004. Ambas leyes refieren que el incumplimiento de las obligaciones de respeto, información y cuidado merece sanciones civiles y penales, pero los procedimientos están tan naturalizados que ambas leyes no se cumplen. Vale destacar el caso de Perla Pascarelli, quien sufrió la amputación de sus cuatro miembros en el Hospital Durand en 2007 por una mala praxis durante una cesárea y fue sistemáticamente enviada a su casa durante tres semanas cuando refería dolores insoportables después de la intervención. Pascarelli tenía una gasa adentro del cuerpo, que provocó una infección que se diseminó en todo su cuerpo. Hasta que entró en coma y su marido tuvo que pedir la amputación para salvarle la vida. Todos los médicos procesados por esta causa siguen atendiendo partos todos los días en el mismo hospital. Ningún juez ni el Gobierno de la Ciudad tomaron cartas en el asunto de un caso absolutamente extremo. Todo lo demás que se pueda reclamar cae en el agujero de la exageración femenina, el reclamo absurdo, no contemplado, no escrito. La ley no se cumple ni se conoce.
Por supuesto que no todas las mujeres pueden tener partos domiciliarios (ni tienen por qué), sino solo una parte de población privilegiada económicamente.
Los procedimientos invasivos durante el proceso de parto y nacimiento no los sufren sólo las parturientas. La rutina con los bebés incluye pincharlos tres veces, ponerles gotas en los ojos, pesarlos en una balanza fría. “La mamá y el bebé tienen una producción de hormonas y un proceso metabólico tal que los va preparando para este momento de separación. Si hacés una cesárea programada, es como si a las 3 de la mañana te sacaran del cuello al aire de la Antártida, porque la diferencia de temperatura es brutal. Pero además todo el cóctel de hormonas que ambos tienen naturalmente para ese momento se frena, hay una ruptura terrible”, describe Schallman, quien reconoce que el caso de Juana Viale marcó un antes y un después en algunas pocas pero valiosas decisiones institucionales que se habían tomado, por ejemplo en el Sanatorio Anchorena. Desde hace algunos años, existía allí habitaciones para parir como en casa. “Nosotras nos pusimos muy contentas, pero el primer parto que hubo ahí de esas características fue complicado. Todo lo que hay en la sala de partos lo trasladaron a la habitación, con el ruido que eso significa, arrastrando cosas, charlando, etc. Sin clima de intimidad. Pero a partir de la historia de Juana Viale, cerraron el área de parto respetado.” En el Sanatorio de la Trinidad, los especialistas como Schallman saben que existía un mayor respeto y espacio para profesionales con otra mirada, pero luego del caso Viale, que justamente ocurrió allí, se determinó que a toda mujer que entra con contracciones o ruptura de bolsa se le pone un suero y un monitoreo: “Un suero implica que no te podés mover, y un parto es movimiento. Una mujer pariendo en movimiento es el poder más grande que existe. Una mujer que se mueve, grita, se agacha y para donde se le da la gana, tiene todo el poder. Yo creo que eso es lo que el patriarcado desde hace 4 mil años está tratando de aplastar. Cuando los médicos te hacen una cesárea te roban el parto, o cuando te encajan una peridural para que no sientas nada, también te roban el parto. Pero no se lo pueden apropiar, porque a ellos no les pasa en su cuerpo”, dice.
Sandra La Porta, la partera que iba a asistir el parto de Juana Viale, trabaja en el equipo de Schallman y asiste partos en la Trinidad. Ella, junto con el obstetra Guillermo Lodeiro, iban a atender el tercer parto de la actriz pero no de manera domiciliaria, como se dijo. Para Schallman el error se debió a que La Porta atendió un año atrás otro parto mediático, el de la actriz Carla Conte, quien se hizo militante del parto respetado y lo mencionó en las notas que le hicieron cuando nació su hijo. “Es interesante que los medios hayan unido todo cuando Juana Viale venía de un segundo parto muy complicado y nunca habló de un parto en su casa. Todo ese circo mediático hizo que se restrinjan las condiciones en estas dos instituciones, además de un montón de otras cosas que no se pueden calcular ni prever pero, sin duda, implican un reforzamiento de que el parto es un evento médico que debe tratarse como una cirugía mayor”, concluye.
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