DERECHOS HUMANOS
El fallo que condenó a 18 represores que actuaron en la Escuela de Mecánica de la Armada fue histórico por más de un motivo: por lo emblemático de ese centro clandestino de detención, por la ominosa celebridad de los condenados y también porque se ordenó que se abra una investigación paralela para juzgar los delitos contra la integridad sexual de las personas que estuvieron cautivas en la ESMA. Hay una historia detrás de esta posibilidad de empezar a entender y juzgar la violencia sexual en el marco del terrorismo de Estado como un delito de lesa humanidad y no como una forma más de la tortura. En esa historia se anotan los fallos de Tribunales Penales Internacionales en Ruanda y en la ex Yugoslavia, pero sobre todo la voz y la conciencia de las víctimas cuya palabra puede ser escuchada ahí donde tiene efecto contra la larga noche de la impunidad: frente a la Justicia.
› Por Sonia Tessa
Hay un momento en el testimonio de muchas mujeres sobrevivientes de centros clandestinos de detención en el que parece que el tiempo se hubiera detenido en sus cuerpos lastimados, obligados a lo que nunca hubieran querido. Fueron violadas, ellas y sus compañeras, también sus compañeros. Y ahora, ante los tribunales orales que, después de 35 años, juzgan los delitos que sufrieron, ellas lloran con lágrimas incontenibles cuando pronuncian esa parte del horror que las atraviesa en su intimidad. Algunas, como Stella Hernández, querellante de la causa Díaz Bessone, de Rosario, se lo pidieron con todas las letras al Tribunal: que la violencia de género tenga su castigo específico, que sea considerada un delito de lesa humanidad, que no quedara subsumida en las torturas. Ese pedido empieza a hacerse realidad, y así comienzan a encastrar las piezas del rompecabezas que armaron obstinadamente las sobrevivientes cuando decidieron ponerles palabras a las violaciones, los abusos sexuales de todo tipo, la esclavitud sexual y todas las formas que el terrorismo de Estado encontró para intentar aniquilarlas, para disciplinarlas en su doble rebeldía a los mandatos políticos y de género. El veredicto de la causa ESMA, leído el 26 de octubre, fue histórico por varias razones y una de ellas es el punto 51, en el que se ordena la extracción de la querella del CELS en lo relativo a violaciones y abusos sexuales para que un juez de instrucción investigue estos delitos de manera separada. Esa sentencia se convierte en una orden a la que el juez de instrucción Sergio Torres se adelantó en agosto, cuando decidió abrir la instrucción de la causa por los delitos sexuales sufridos por 18 ex detenidas en ese centro clandestino de detención.
El pedido lo había hecho la abogada Carolina Varsky, representante del CELS, al señalar en su alegato que “los delitos contra la integridad sexual configuraron una más de las prácticas aberrantes a las que fueron sometidos la gran mayoría de los detenidos y detenidas”. El 2 de junio pasado, Varsky argumentó en la audiencia por qué fueron sistemáticas. La abogada puso palabras a las múltiples formas que tomó allí la violencia de género, basada en los testimonios que se escucharon en las audiencias. La esclavitud sexual, las violaciones sistemáticas, la obligación de mantener relaciones sexuales estables con los oficiales eran parte de un andamiaje que tuvo otras expresiones, menos brutales aunque igual de dañinas. “Siguiendo a Catherine McKinnon en Are Women Human? podemos decir que la violencia sexual y su máxima expresión, la violación sexual sistemática, no sólo inflige un daño físico y mental severo sino que, por ser sistemática e impuesta como una condición de vida, es destructiva”, dijo Varsky en el alegato que servirá como puntapié de la nueva investigación.
El alegato aclaraba que “llamativamente, no hay víctimas de este juicio que hayan denunciado ser sexualmente abusadas. No obstante, algunos sobrevivientes cuyo caso no es objeto de este debate relataron la comisión de estos delitos en su contra, o respecto de víctimas que hoy se encuentran desaparecidas”. Pero eso no impidió que la profesional recogiera numerosos testimonios que dan cuenta de la sistematicidad de la violencia sexual. “Al respecto, Sara Solarz de Osatinsky declaró que en la oportunidad en la que Héctor Febres la llevó a Tucumán, éste la hizo pasear por la ciudad como si fuera un trofeo de guerra. Contó que una noche, al volver de un paseo, Febres la llevó al hotel y abusó de ella. ‘Era lo que tenía que pagar en ese momento, me tenía que continuar ensuciando’, relató la testigo”, fue parte de su alegato. Una semana después de la sentencia, Varsky recuerda que su inquietud por el tema surgió en 2007, justamente en el juicio contra Febres, en el que una testigo relató que la habían violado, y lloró desconsoladamente. “Nadie supo qué hacer con eso, ninguno de los operadores judiciales, y yo pensé que debía hacerse algo al respecto”, relató la abogada.
Varsky ponderó no sólo la decisión del Tribunal que integran Ricardo Farías, Daniel Obligado y Germán Castelli, sino también la disposición del juez Torres, que antes de la sentencia había decidido abrir la causa. “Es muy importante, sin perjuicio de destacar que Torres ya dispuso la investigación de los delitos de manera autónoma. Pero tiene el valor de ser una sentencia. Si Torres no lo hubiera hecho, se vería en la obligación de hacerlo”, afirmó la abogada.
En la causa ESMA fue procesado Jorge Acosta por violación sexual contra Graciela García. Al tomar esa decisión, el juez Torres consideró: “Graciela Beatriz García no es la única víctima que ha manifestado haber sido víctima de abuso sexual. En el mismo sentido se ha pronunciado Sara Solarz de Osatinsky, y otras mujeres más relataron casos similares respecto de otras víctimas que permanecen desaparecidas o que sobrevivieron, que durante su cautiverio fueron violadas o sufrieron intentos de violación. Tal es el caso de Josefa Prada de Olivieri, o Josefina Villaflor. Debido a la reiteración con que estos hechos han sido expuestos a la instrucción, entiendo que no encuentro motivo alguno para dudar de la veracidad del relato de Graciela García, como así tampoco de la situación de intimidación bajo la que permanecía desde el momento mismo en que fue privada de su libertad”.
El alegato de Varsky hizo foco en la sistematicidad, con palabras contundentes. “La violación sexual en el marco de la represión y destrucción sistemática de personas no es violación fuera de control, sino bajo el más completo control. Sucede por un propósito, no sólo lastimar a un detenido o una detenida, o tener sexo, sino para destruir a las personas en tanto miembros de un grupo que debe ser destruido. La destrucción de las personas no es una consecuencia de la violación, es su propósito”, afirmó la abogada en junio, y el Tribunal lo retomó en su veredicto de la semana pasada.
El camino para llegar a esta decisión ejemplar del Tribunal fue largo y sinuoso. Y lo más difícil, según cuenta la propia Varsky, es que los jueces y juezas, fiscales y demás operadores judiciales reconozcan el carácter específico de esta violencia. En el primer semestre del año pasado, el juez de San Martín Juan Yalj negó esa posibilidad a dos querellantes de la causa Riveros, que investiga el circuito represivo de Zárate-Campana, en la etapa de instrucción. Entonces, una de las mujeres se atrevió a enfrentar a los integrantes de la Cámara Penal para pedirles que incluyeran los delitos contra la integridad sexual. Lidia Biscarte, La China, les ofreció, incluso, mostrar las marcas físicas que 35 años después subsisten de aquellas violaciones. Las heridas psíquicas son inocultables, pero para eso hace falta que puedan escucharse, darles un lugar en los testimonios que constituyen pruebas en sí mismas para estos procesos.
Las denuncias siempre estuvieron, pero no fue sencillo que les hicieran lugar. Las víctimas, en los primeros años, hablaban en nombre de los que ya no estaban mucho más que en nombre propio, pero ya decían que la violencia sexual había sido sistemática. “Tanto en las declaraciones ante la Conadep como en el Juicio a las Juntas Militares en 1985, las mujeres denunciaron distintas formas de violencia sexual y en algunos casos expresaron haber sido violadas. Incluso puede estimarse que la cantidad de mujeres violadas fue muy superior a los casos denunciados. Hay que tener en cuenta que no se preguntó específicamente a las mujeres por las violaciones sexuales, las declaraciones fueron espontáneas”, puntualizó María Sondereguer, investigadora de la Universidad Nacional de Quilmes y ex directora nacional de Formación en Derechos Humanos de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, en una entrevista publicada por Mariana Carbajal.
En aquel entonces, en los primeros años después de la dictadura, el objetivo de las y los sobrevivientes, sin embargo, estaba orientado a dar testimonio de los compañeros desaparecidos y a identificar a los represores. “Si me pongo a analizar desde los ’80 cómo se fue construyendo el testimonio, lo nuevo que aparece desde la reapertura de los juicios en 2003 es el contexto político y la justicia, que dan el marco para empezar a visibilizar la violencia de género. En los ’80, el relato se esmeraba en identificar a los compañeros desaparecidos”, rememora Varsky, quien agrega que ahora se incorporó “un concepto más amplio de la tortura, eso hace que se empiecen a identificar estos aspectos que quizá les parecían menos trascendentes”. Lo más destacado es el protagonismo de los y las sobrevivientes. “Estos juicios los ponen a ellos a relatar lo que padecieron y a entender que era importante”, puntualizó.
Además, durante los años de impunidad no había tampoco herramientas jurídicas contundentes, que surgieron en la década del ’90 en el ámbito internacional. “La primera sentencia que definió la violación sexual como un delito contra la humanidad y en un instrumento para el genocidio se emitió el 2 de septiembre de 1998, en el caso Akayesu, por la Sala de Primera Instancia del Tribunal Penal Internacional para Ruanda”, documenta Susana Chiarotti en el libro Grietas en el silencio, una investigación sobre la violencia sexual en el marco del terrorismo de Estado, recientemente publicado por Cladem e Insgenar, y que se presentará el viernes próximo en el Museo de la Memoria de Rosario. La misma posición fue tomada por el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia, “donde se juzga los casos de violencia sexual como crímenes autónomos perpetrados por los militares en el marco del conflicto armado y se establece claramente la responsabilidad mediata e inmediata”, continúa Chiarotti.
La cuestión de la responsabilidad mediata es justamente uno de los puntos que discuten distintos operadores judiciales, aunque haya poco lugar para las dudas tras el caso Akayesu. La dificultad para establecer autorías personales –ya que la mayoría de las víctimas estaban vendadas, sin posibilidad de identificar a sus agresores– es uno de los argumentos esgrimidos para negarse a considerar la violencia sexual como delito de lesa humanidad. El amicus curiae –documento de organizaciones que tienen interés en una causa para brindar elementos a los magistrados– presentado por Cladem e Insgenar en marzo del año pasado en la causa Riveros establece la sistematicidad y la responsabilidad de quienes dirigían los Centros Clandestinos de Detención en esas violaciones.
La bisagra para la jurisprudencia argentina fue la sentencia contra Gregorio Molina, que en junio del año pasado produjo el Tribunal Oral Federal de Mar del Plata. Molina es un ex suboficial de la Fuerza Aérea que fue condenado a prisión perpetua por diversos crímenes, entre los cuales se encuentran cinco violaciones agravadas y una tentativa del mismo delito, cuyas víctimas fueron dos detenidas. Durante el juicio, se probó que Molina fue autor directo del delito de violación sexual. El Tribunal sostuvo que “era habitual que las mujeres ilegalmente detenidas en los Centros Clandestinos de Detención fuesen sometidas sexualmente por sus captores o guardianes o sufrieran otro tipo de violencia sexual. Las violaciones perpetradas, como se dijo, no constituían hechos aislados ni ocasionales, sino que formaban parte de las prácticas ejecutadas dentro de un plan sistemático y generalizado de represión llevado a cabo por las Fuerzas Armadas durante la última dictadura militar”.
Varsky ponderó la sentencia de Mar del Plata como “más importante” que los precedentes de Ruanda y la ex Yugoslavia. “Nosotros lo identificamos como el momento de mayor avance. Esa sentencia tiene el valor de que ya lo dijo un tribunal, ya condenaron a una persona por violación, y eso permite avanzar”, apuntó la abogada, que alegó para que se abriera una causa específica por violencia sexual en la ESMA.
La necesidad de contener y encauzar la demanda de atención específica a la violencia de género en el marco de los juicios en marcha puso a trabajar a la Unidad Fiscal Especial de Coordinación y Seguimiento de las causas por violaciones a los Derechos Humanos cometidas durante el terrorismo de Estado en un documento que difundieron en octubre pasado. Allí se establece con claridad que “los abusos sexuales cometidos como parte de un ataque generalizado o sistemático contra la población civil son crímenes contra la humanidad. Que un acto de abuso sexual quede capturado por la categoría de los crímenes contra la humanidad no depende de la frecuencia, sistematicidad o generalidad con que hayan ocurrido actos de este tipo. La circunstancia dirimente para subsumir un acto determinado en la fórmula de los delitos de lesa humanidad es que haya formado parte del ataque que opera como contexto de acción en este tipo de crímenes”.
Pero el punto nodal de ese documento, el que resulta operativo para los cientos de juicios que están en marcha en todo el país, está relacionado con el contexto que debe producirse para que las víctimas puedan relatar los delitos que sufrieron. Por ejemplo, plantea que no puede exigirse que el testimonio de las víctimas sea corroborado por terceros, al entender que esos delitos se realizan siempre en contextos de secreto, y más aún cuando fueron parte del terrorismo de Estado. También considera ese documento que resultan inadmisibles “aquellas alegaciones de la defensa orientadas a señalar que hubo consentimiento de la víctima cuando hubiera sido objeto –o hubiera temido serlo– de violencia, amenazas, detención o presiones psicológicas, o si razonablemente creyera que, si se negase, otros serían objeto de actos o presiones similares, especialmente cuando ello hubiera tenido lugar en un contexto o situación coercitivos”.
Justamente, la violencia de género tiene distintas caras y una de ellas es la que siempre –como una regla– los represores acusados de violación tienen sus estrategias para echar un manto de sospecha sobre la víctima. Ocurrió, por ejemplo, en la causa que juzgó al ex juez federal de Santa Fe Víctor Brusa, donde cinco sobrevivientes pusieron palabras a la violencia sexual que habían sufrido, incluso Silvia Suppo –asesinada el 29 de marzo de 2010 en un crimen que la Justicia Federal debe investigar como político pero que no prospera– contó que el jefe del GIR, donde estaba detenida, Juan Calixto Perizotti, ordenó que se hiciera un aborto para “subsanar el error” del embarazo que le provocaron las violaciones. En ese proceso, uno de los represores, Eduardo Curro Ramos, superó todos los límites al hablar de las fantasías sexuales de una de las detenidas, como estrategia defensiva. La Unidad Fiscal subrayó que ese discurso debe ser desmontado siempre, porque constituye una revictimización.
La violencia sexual ha sido siempre uno de los delitos más difíciles de hacer visibles, incluso para las propias víctimas, que tienden a minimizarlo. Entre los testimonios presentados por Varsky en el alegato de la ESMA, está el de Mercedes Carazzo, quien dijo haber mantenido una “relación” con Antonio Pernías mientras se encontraba secuestrada. Al respecto, la sobreviviente expresó que “no fue una relación impuesta por violencia, pero que no se hubiera producido en otra circunstancia”. Es decir, que sólo se produjo porque estaba secuestrada.
Que las mujeres privadas de su libertad en la ESMA fueran “sacadas” para cenar o ir a bailar por sus captores era también una forma de violencia de género, pero les llevó mucho tiempo comprenderlo, como queda claro en el libro Ese infierno, conversaciones de cinco sobrevivientes, en el que Miriam Lewin, Munú Actis, Elisa Tokar, Liliana Gardella y Cristina Aldini recrean las particularidades que sufrieron las mujeres secuestradas en la ESMA.
Desde el CELS, Varsky cree que hoy las dificultades más grandes no están en las testigos y sobrevivientes, que han hecho los esfuerzos necesarios para ponerle palabras a su horror, sino en quienes deben hacerse cargo desde el sistema judicial. “Hay una dificultad de escuchar estas denuncias, que es sobre lo que más tenemos que trabajar, el trabajo con las víctimas ya se viene haciendo, desde la apertura del proceso”, apuntó.
La abogada de HIJOS, Ana Oberlin, también batalla para que se haga visible esta violencia específica, y subrayó el valor del veredicto en la causa ESMA. “Queda mucho por hacer, pero hemos andado un gran camino desde que comenzamos a plantear el tema. Al principio absolutamente todos los jueces, los operadores judiciales y fiscales, nos decían que no era posible avanzar en la investigación y sanción de estos delitos. Hoy, en varias jurisdicciones, lentamente vamos avanzando en que los jueces toman conciencia de que se trató de una violencia diferenciada y específica que debe ser sancionada, al igual que todas las atrocidades cometidas durante el terrorismo de Estado”, apuntó Oberlin, quien agregó: “También creo que tiene otra dimensión: también sirve para que las víctimas se animen a denunciar lo que vivieron. Y más allá de que algunas decidan no denunciar penalmente estos delitos, pues afectan su intimidad y quizá no quieren o no están preparadas aún para afrontar públicamente haber sido víctimas de tantas aberraciones, creo que contiene la posibilidad de hablar, de contar, de poner en palabras lo ocurrido aunque sea con nosotras o con sus amigas, ex compañeras. Me parece que eso es lo más importante, porque es lo que en definitiva redunda en comenzar a reparar, aunque sea de forma lenta, tardía y fragmentaria, todo el dolor que estos hechos causaron”.
Varsky plantea que desde su experiencia de trabajo con testigos, la declaración resulta liberadora. “Hay mucho escrito en relación a si estos testimonios revictimizan o humillan. Creo, por lo menos desde la experiencia que tengo en el sentido de haber hablado con las víctimas, de haberlas escuchado en el juicio, que para ellas es una especie de reparación. No necesariamente tienen que hablar de cómo fue el hecho en sí mismo, pero poder relatar que las manoseaban, que les decían ‘vestite de mujer’, que las llevaban a pasear, es importante. El contexto les permite hablar de violencia de género y por eso es importante que se genere una instancia para relatar todo lo vivido”, apuntó la abogada del CELS.
Oberlin agrega algo más sobre el valor actual que adquiere esta sanción. “Esto tiene otra trascendencia que para mí no es menor: hablar de la violencia de género pasada, en el contexto de estos procesos que tienen tanta publicidad, implica también habilitar a hablar de la violencia que aún hoy sufrimos las mujeres. Considero que este también tiene que ser un objetivo de quienes llevamos adelante estos procesos: no sólo lograr el juicio y castigo de los crímenes de la dictadura, sino también trabajar con todo lo que como país nos resta todavía cambiar para mejorar este presente, que tiene demasiado de aquel pasado aún.”
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