CRONICAS
Miles de familias de la comunidad andina conmemoraron el 2 de noviembre a sus difuntos en un ritual profundo y complejo en el que la muerte es sólo un modo distinto de la vida. El cementerio de Flores fue el lugar en el que desplegaron ofrendas, cantos y rezos para compartir por 24 horas y con alegría la cercanía con sus seres entrañables. Con serena firmeza las y los migrantes bolivianos, conducidos por las mujeres mayores de la comunidad, defienden y mantienen vigentes tradiciones y costumbres ancestrales.
› Por Noemi Ciollaro
“Alabado sea el Santísimo Sacramento de la paz y la virgen concebida sin pecado original... Angelito querido contigo estamos celebrando tenerte entre nosotros...”, canta una adolescente de piel morena, ojos rasgados y trenzas largas brillantes como espejos, mientras familiares, amigos y vecinos rodean la tumba de una bebé cuya foto ocupa el centro del altar entre flores, alimentos, bebidas, guirnaldas y juguetes dispuestos sobre un mantel inmaculadamente blanco tendido sobre la lápida.
“Alabado sea, que la oración sea recibida”, responden los presentes a cada una de las invocaciones de la “reziri” (rezadora) que lleva la voz cantante de la ceremonia, mientras sus cuerpos se balancean al ritmo de la musicalidad de las letanías. Se ora por la paz de las “almitas” y se piden bendiciones para sus familiares y allegados vivos.
A varios metros del sector de los “angelitos”, alrededor de la tumba de un adulto se agrupan mujeres, niños y hombres que sentados en banquetas o sobre lonas acompañan al alma y “challan” (rocían con bebidas) la tierra junto a la lápida, mientras una docena de chicas y chicos interpretan temas musicales de la preferencia del difunto con quenas, sikus, bombos, charangos y guitarras.
Todo esto ocurre en el cementerio del barrio porteño de Flores, donde desde la mañana del 2 de noviembre, Día de los Difuntos, por las calles Varela y Balbastro, como si llegaran bajando de los valles y quebradas del Altiplano, integrantes de la colectividad boliviana concurren a compartir la jornada con “las almas que están de visita” en la tierra desde las 12 del mediodía anterior, cuando se celebró el Día de los Santos para los católicos y el “Día de las Almas” para la comunidad andina.
Una multitud de familias, generalmente encabezadas por la mujer más anciana, llegan a las tumbas “acompañados de las almas” de sus difuntos que el 1º de noviembre han regresado a sus casas para compartir alegría, música, comida y bebida en un ritual ancestral que encarna una concepción de la muerte muy diferente a la cristiana.
Mildred y Carlos, padres de un “angelito”, hablan con enorme sentimiento y sin atisbos de drama: “Nuestro niño, su almita, ha llegado a casa ayer al mediodía junto a las almas de todos nuestros difuntos. Ellos vienen cansados y los recibimos con la mesa puesta, la comida que les gusta. Les ofrecemos a los grandes cebolla con agua para que aplaquen la sed del camino, y bebidas dulces a los pequeños. Llegan de la oscuridad, por eso es que la casa está llena de velas que les iluminan el camino y les van calentando el alma. Festejamos juntos toda la noche, las almas felices bailan, cantan y comparten la fiesta con nosotros. Y hoy a la mañana vinimos junto a ellos hasta acá, porque al mediodía ya parten nuevamente...”
La doctora en antropología Brenda Canelo realizó una investigación sobre la comunidad andina y sus rituales en estas celebraciones, en la que resalta que “a lo largo del 1º de noviembre, allegados al muerto, sean o no de la colectividad boliviana, ‘pasan de visita’, sin ser formalmente invitados, para compartir entre sí y con su alma una comida ofrecida por los dueños de casa, por ejemplo, empanadas de carne, picante de mondongo, chicha y limonada, así como para rezar y conversar, habitualmente escuchando la música que el difunto o la difunta disfrutaba en vida. Las actividades son diferentes según el prestigio social del muerto y de sus parientes, su edad, el tiempo transcurrido desde su fallecimiento, los recursos económicos, el sincretismo religioso, el conocimiento de las prácticas tradicionales o la región de origen. Pero dos aspectos trascienden estas diferencias: la concentración de las actividades en el ámbito doméstico privado, y el clima de alegría y confraternidad que prima en todos”.
A diferencia de la cultura occidental y judeocristiana, para la cultura aymará “la muerte es sólo un modo distinto de vida, nosotros creemos en la Pachamama, la Madre Tierra, y en la reencarnación del alma en una flor, en un animal o una persona, nosotros creemos que nuestro hijo más pequeño ha reencarnado en un sobrinito que ha nacido hace muy poco”, explica a Las/12 Tomasa Corico, oriunda de Sucre, junto a la tumba de su niño fallecido.
Las mujeres tienen un rol poderoso en la comunidad, ellas encabezan generalmente el grupo de familiares y allegados que vienen al cementerio y las más jóvenes dejan siempre que sea la más anciana la que toma la palabra. De la misma manera los hombres demuestran un marcado respeto por las mujeres mayores a quienes consideran “sabias”.
Desde las ancianas hasta las mujeres más pequeñas participan muchos días antes del 1º de noviembre en la preparación de las comidas y la ornamentación que tiene por objeto agasajar a las almas cuando llegan a reunirse con la familia y amigos. Los hombres son quienes se encargan de organizar el traslado al cementerio el 2 de noviembre, disponiendo el embalaje y la carga de los objetos, las comidas y bebidas con las que se despedirá a los difuntos en su partida.
La familia VelazcoVelázquez reza por las almas de Limbret (20), recientemente fallecido por un paro cardíaco, y de la abuela Candelaria tres años atrás, “las ceremonias más grandes se celebran los tres primeros años, nuestra tradición aymará dice que la muerte es la continuación de la vida, y creemos que durante dos años el alma de los nuestros permanece acompañándonos, luego, al tercer año, se funde en las montañas con el mundo de nuestros antepasados, con los espíritus de la Pachamama, el Cosmos y quienes habitan en ellos”, detalla Simona, y comenta que en Bolivia los rituales son mucho mayores.
Mientras ella habla los demás disponen sus ofrendas en torno al retrato del fallecido, sobre la tumba cubierta por un mantel oscuro cuando se trata de adultos. Los alimentos típicos son las tantawawas, palabra aymará que significa “niños de pan”, verdaderas tallas decoradas con innumerables diseños y de mayor tamaño, a las que acompañan otros panes más pequeños con formas o figuras de animales, coronas o caballos y llamas, según las preferencia del alma en cuestión.
Esas preparaciones suelen estar rodeadas de flores, frutas, dulces, chicha, gaseosas y velas que señalan la presencia del difunto en el lugar, contenidas en una ronda mayor de cañas de azúcar y cebollas en flor, cuya misión es ahuyentar malos espíritus. Guirnaldas de colores diversos que identifican la procedencia de las diferentes regiones de Bolivia completan los arreglos.
En todas hay grandes escaleras realizadas en diferentes tipos y sabores de pan que “les sirven a nuestras almas para cruzar obstáculos y subir al cielo”.
Cargados en caballos y llamas de pan se llevarán las almas sus regalos, y para mitigar la sed tendrán las “tuquru”, cebollas en flor con gran contenido de agua.
Por los pasillos del cementerio corretean cientos de niños que alternan juegos y participación en las ceremonias cargando flores y guirnaldas y cantando junto a las “reziris” las canciones del culto. La referente máxima de cada familia, madre, abuela o la mujer más anciana es quien dirige el ritual y a quien saludan y consultan en primer lugar familiares y vecinos.
Son mujeres de faldas amplias, trenzados que platean canas y rostros como tallados en corteza de pan dorado, de miradas profundas, pocas palabras y serenidad extrema, “la importancia de estos días para nosotras es enseñar la costumbre de Bolivia a los niños, de modo que puedan perpetuarla, con que algunos la sigan, ya sirve”, afirma Doris (90), acuclillada firme al costado de la lápida.
“Las familias andinas subrayan la importancia de realizar estas ceremonias en la ciudad de Buenos Aires en defensa de una tradición con la que se sienten identificados, y que promueve usos y representaciones del espacio del cementerio que contrastan con los impulsados oficialmente. Los saludos mutuos, las visitas de unos a las sepulturas donde otros se encuentran reunidos, las comidas, bebidas, rezos, cantos y conversaciones compartidos, la presencia de los niños, las referencias recíprocas acerca de quiénes están presentes y dónde muestra que estas prácticas constituyen formas de intercambio que componen un evento comunitario, a diferencia de las conmemoraciones individuales o cuanto mucho familiares que se observan en el mismo cementerio el resto del año”, subraya la antropóloga Canelo.
Alrededor de las cuatro de la tarde miles de personan circulan por el cementerio y aquí y allá aparecen sacerdotes de túnicas blancas, todos ellos jóvenes, alrededor de los que corren los chicos y se acercan las familias, son los curas de la Opción por los Pobres, los padres que viven en las villas del Bajo Flores.
“Venimos a compartir con la comunidad este día, lo hacemos todos los años y durante los dos días, 1 y 2 de noviembre, es una celebración continuada de fe y de amor”, nos dice el Padre Hernán de la parroquia Madre del Pueblo, de la vecina villa 1-11-14.
De la misma forma que las familias challan la tierra alrededor de las tumbas con chicha y otras bebidas, el sacerdote salpica con agua bendita las lápidas de las familias que se lo solicitan y comparte con ellas rezos. Todos agradecen su presencia y comentan lo mucho que los aprecian en los barrios.
Es un día caluroso y los jóvenes construyen reparos del sol para los ancianos, los bebés y las embarazadas. Nada es producto de la improvisación, pequeños toldos coloridos con parantes son desplegados donde hace falta.
No hay azar en los rituales y también hay quienes se ocupan de las “almas olvidadas”, aquellas en cuyas tumbas no hay flores ni homenajes, “quienes tenemos familiares que han sido sepultados lejos de aquí, venimos con ofrendas y las depositamos para estas almas solitarias y aquí mismo también homenajeamos a nuestras almas”, relata Ariel Correa, mientras nos ofrece agua de cebollas y dulces.
Pero no todas son flores en el cementerio. Sobre la entrada de Varela, numerosos policías revisan meticulosamente bolsos y paquetes de quienes ingresan, exigiendo que abandonen antes de entrar botellas de gaseosas perfectamente cerradas o de jugos que muchas familias llevan para los niños. “Queremos evitar que se emborrachen”, explican “paternales” al público...
La selección de quienes llegan a la vallas de entrada y son demorados para la revisación es tan obvia que da vergüenza ajena, las personas de rasgos andinos son rigurosamente revisadas y demoradas hasta vaciar bolsos y paquetes, en tanto que “el resto” puede ingresar sin problemas.
En la oficina de la administración del cementerio, un hombre se queja de “los bolivianos” y los acusa ante una empleada de estar “pisoteando los bordes de la tumba de mi abuela”; de inmediato una jovencita de innumerables tics y pulseras interviene airada “¡y qué quiere, no ve que son bolitas sucios, borrachos e ignorantes! El problema es que los dejan hacer fiestitas en el cementerio de los católicos”.
“Sí, señorita –interviene una anciana de pelo azulado–, este cementerio fue en sus orígenes para las familias más religiosas y prestigiosas de Flores, pero ahora todo ha sido invadido por esta gente de mal olor y ceremonias diabólicas.”
Afuera, en el escalonado sector de los “angelitos” y en las largas cuadras ocupadas por las tumbas de las almas andinas, la despedida se entreteje entre rezos, canciones y anécdotas. A lo lejos se escucha un valsecito entonado por la maravillosa voz de un hombre de rasgos aindiados, que acompañado por músicos vestidos de verde, frasea “Alma de mi alma, ven a mí, que mi vida es sólo para ti...” Y por escaleras de sueños trenzados, cientos de niños de pan regresan a los brazos generosos de la Madre Tierra.
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