Vie 11.11.2011
las12

RESCATES > ELIZABETH WILKINSON

La campeona

› Por Marisa Avigliano

Un dibujo en tinta china alegórica, la estampa con una pollera larga atada con un lazo en la cintura y una blusa escotada sin mangas con volados que apenas le cubren la espalda. Tiene medias cortas y tacos, sí, tacos, bajos pero tacos, el pelo casi suelto y los puños cerrados, lo suficientemente cerrados como para que una derecha precisa deje en el piso a otra mujer vestida casi igual que ella. Elizabeth guarda entre los dedos apretados las monedas que le darán la victoria, si alguna de las monedas se cae, la dama pierde. Está boxeando.

Después de haber estado durante siglos alejadas de cualquier ejercicio físico real, las mujeres irrumpen en el siglo XVIII en el violento deporte masculino: la lucha sin guantes de boxeo. Pocas eran las reglas en aquel cuadrilátero de manera que las chicas usaban algunas de las técnicas de los hombres (En la Londres de 1714 James Figg había fundado la “Academia de Boxeo”) y les agregaban las suyas propias en las que siempre eran útiles los rodillazos, las patadas, las uñas y las infalibles tiradas de pelo. Allí estaban deleitando a un público que aplaudía un espectáculo de maestría femenina mucho menos bucólico que el de las espartanas recreadas por los pintores de la corte y mucho más carnal con gritos y gemidos incluidos. Aquellas mujeres se subían al ring estibando pobreza y rumores de malísima reputación pero definitivamente orgullosas de su destreza. Cronistas y viajeros solían dar cuenta del valor con el que luchaban y el modo sanguíneo con que cada una retaba a la otra al duelo clandestino del golpe infalible: “Dos diablesas, porque había escasez de apariencia humana, se dedicaban arañazos en una pelea de boxeo, con sus rostros completamente cubiertos de sangre, los pechos al descubierto y con la ropa casi totalmente arrancada”. Elizabeth Wilkinson –la de la tinta china– se destacaba entre las guerreras y era además la que siempre ganaba. Poco se sabe sobre los orígenes de Liz, como si su fecha de nacimiento no hubiera sido otra que 1722, cuando se consagró la primera campeona en la historia del boxeo femenino. Seis años después se casó con James Stokes, un luchador del que tomó técnicas y apellido. Desde su Londres natal desafiaba a cualquiera que quisiera llegar hasta el anfiteatro que tenía con su marido y con el que solía compartir luchas entre cuatro. Allí estaba el matrimonio Stokes de un lado, desafiando a otra pareja que se animara a vencerlos. Si bien hay relatos que describen peleas que duraron más de cuarenta minutos también se decía que apenas nueve le bastaban a Liz para dejar en el suelo a cualquier contrincante. Definitivamente Elizabeth enloquecía a la multitud que iba a verla, poco importaba si sus títulos de campeona eran reales o falsos –algunos se los daba ella misma–, tampoco si el gin bebido previo amortiguaba los golpes o si la irlandesa a la que siempre vencía estaba preparada para pelear, lo que en verdad importaba era que tenía la audacia y la valentía necesarias para satisfacer al público pugilista que deliraba por ver a dos mujeres golpeándose sin otro amparo que su propia resistencia. Obviamente, el boxeo femenino que con tanta dedicación, placer y oro en sus latines filmó Clint Eastwood, el que ilumina la Tigresa Acuña, el que debate los prejuicios de género, el que descifra Joyce Carol Oates y el que no le gusta a Horacio Pagani, tiene ahora reglas establecidas como los rounds de 2 minutos, la calidad de los guantes, los protectores de pecho y pelvis y el test de embarazo previo a subirse a un ring con el pelo siempre recogido y bien ajustado. Pero las boxeadoras del XVIII nada sabían de mesuras y prudencias, sólo sabían esquivar a la policía mientras latían furiosas y plenas en la excitación del que las miraba caer y levantarse ya casi desnudas y llenas de sangre.

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