VIOLENCIAS
› Por Marta Dillon
Pepa Gaitán tenía 27 años cuando recibió un tiro de escopeta que le destrozó el pecho. El hombre que disparó no pronunció ni una sola palabra antes del disparo, el arma que usó estaba a mano, él mismo la había dejado en un lugar visible después de haberla pedido prestada a un vecino, como si ese caño de metal le diera la seguridad suficiente para amenazar a su víctima como lo venía haciendo desde hacía semanas. Pepa era lesbiana, una lesbiana masculina que se reconocía en ese apodo y no en el nombre que figuraba en su documento, el mismo nombre con el que se insiste en llamarla ahora que sólo se puede apelar a la memoria de una vida corta e intensa, con partidos de fútbol jugados con los niños y niñas de su barrio como la mejor forma de contenerlos, con la pasión por las motos, con la admiración por su padre tatuada en la piel de más de una manera, con el amor por las mujeres repartido en varias parejas que aun después de dejar de serlo no podían más que confesarse enamoradas de ese “gordo” querendón, con algo de adolescente y algo más de ese estereotipo protector que se supone tienen que encarnar ciertos machos. El hombre que terminó con la vida de Pepa fue condenado este año a 14 años de prisión. En su alegato, Natalia Millisenda, abogada querellante representante de la madre de Pepa, demostró que en su homicidio habían tallado el odio, la lesbofobia. El final de Pepa estuvo atado a su orientación sexual y también a una identidad de género confusa para la mayoría, que tomaba para sí lo que quería tanto de la feminidad como de la masculinidad. El tribunal que juzgó al asesino, Daniel Torres, no consideró probada la lesbofobia. De todos modos, el Código Penal argentino no reconoce como agravante la discriminación por orientación sexual o identidad de género. Sí reconoció en cambio la violencia de género. En los fundamentos tomaron el argumento del fiscal que, tal vez amparado por leyes vigentes, se hizo cargo de la vulnerabilidad de la Pepa, la vulnerabilidad que significa haber nacido mujer. El crimen de la Pepa no entra en los registros de femicidio pero no se la puede obviar a la hora de pensar una fecha como el 25 de noviembre. Porque su vida y su muerte están atados a esa máquina de violencia que significa el género, la jerarquía entre los géneros, la corset que nos sujeta a todxs a pensar el mundo dividido en dos. Quien no encaja será invisible, su condena será habitar los bordes de la exclusión, su vida valdrá menos, el relato de su vida valdrá menos aún, confinado a las reinterpretaciones que haga la ley y el orden social, leyendo no entre líneas sino a través de la imposición de un sistema que aplica cruces en dos únicos casilleros: hombre o mujer.
La muerte de La Moma, la travesti platense asesinada en La Plata en octubre pasado, tampoco cuenta en las cifras informales que intentan dar dimensión a la violencia de género. Carolina González Abbat no sólo perdió su vida en el momento en que la asfixiaron, la apuñalaron, la golpearon. También perdió su nombre, su identidad, el relato que para sí misma había construido tejiendo lazos sociales y solidarios con otras mujeres trans obligadas por la exclusión a la prostitución, a la falta de trabajo, de educación, de atención a la salud. Para dar cuenta de su muerte se buceó en los papeles, esos que hablan de alguien que ella no era. Se la transformó en usurpadora de su propia identidad, como si expresar su género con el riesgo que implica cuando no hay atención integral para la salud fuera un mero disfraz, una coartada para pararse en la zona roja. Como si pararse en la zona roja no fuera esa cloaca adonde se supone que deben quedar esas identidades devaluadas. Tan devaluadas que la muerte precoz y violenta se impone como una consecuencia lógica, suficiente incluso para quienes debían investigar quién terminó con su vida y se conforman con saber que así suelen terminar las travestis.
La historia de Pepa, como la de Carolina, actúan, igual que los femicidios que sí se cuentan aunque no con datos oficiales, como disciplinadores para el resto. La libertad de ser quien una o uno o unx es se paga. El desafío al orden de género se paga. Elegir el deseo por sobre otras imposiciones, se paga. No se puede hablar de violencia de género sin mencionar estas historias que hablan de muchas otras. Las de las otras, las invisibles.
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