Vie 25.11.2011
las12

RESCATES

La víctima acusada

Artemisia Gentileschi


1593 - 1653

› Por Marisa Avigliano

La violaron en su casa, le prometieron casamiento, fue a juicio, la torturaron y su amiga la traicionó. Un vía crucis que Artemisia inició a los quince años cuando ya pintaba en el taller junto a su padre, su madre había muerto cuando ella era una nena. Allí también estaba Agostino Tassi, pintor tardo manierista y amigo de la casa que pronto se obsesionó con la joven hija de Orazio Gentileschi. Cuentan que nadie sabía entonces que Agostino había estado preso por haber violado a su cuñada y a su esposa –se sospechaba además que la había hecho desaparecer–. Amenazada con un cuchillo, Artemisia perdió su virginidad y recibió propuesta de matrimonio en su propia cama y con la boca apretada. No tenía opción, se casaría con su violador porque por aquellos años era más grave la pérdida de la virginidad que la violencia sexual. Pero la promesa nupcial nunca se cumplió, Tassi cada vez más desquiciado la celaba con cualquier hombre que se acercara a la casa de los Gentileschi y, mientras seguía manteniendo en secreto relaciones sexuales con Artemisia, ostentaba por toda la ciudad haberla deshonrado. Enterado Orazio denunció a su discípulo y lo llevó a un largo juicio de careos y ofensas durante el cual la joven, además de injurias sobre incesto y prostitución, debió escuchar cómo su amiga Tuzia –seducida por Tassi– la traicionaba frente al tribunal declarando que había sido ella la que había provocado y seducido al desventurado hombre. Pero eso no era todo, para saber si mentía o no, la víctima/acusada debía someterse –amparados por el sistema judicial– a sesiones de tortura. El método elegido cayó sobre su arte, le ataron tirantes alrededor de sus dedos y los estiraron hasta casi desprenderlos de la mano, mientras veía cómo se deformaban Artemisia respondía a cada una de las preguntas, nunca dudó ni cambió su testimonio. Después de algunos meses de encierro Tassi eligió el destierro como castigo.

Ignorada durante mucho tiempo, incluso algunas de sus obras se atribuyeron a su padre, la artista precoz volvía ahora a pintar con otra violencia. Ya no importaba que por ser mujer había quedado excluida de las clases al natural con modelos desnudos, porque Artemisia ya no iba a colorear flores barrocas como las que pintaban Judith Leyster (1609-1660) o Rachel Ruysch (1664-1750). Ahora la pintora apasionada discípula de Caravaggio, de quien imitó fuerza y naturaleza, llevaba a su tela la capacidad toda para imaginar cualquier hecho en todas sus dimensiones, fuera o no intimidatorio, porque la alumna del maestro tenebrista iba a pintar cuerpos ensangrentados. Pero no se trataba sólo de sangre, de bermellón espeso y pincelada crispada, también hubo paletas desde donde brotaron sombras más apacibles, como aquel Autorretrato como alegoría de la pintura, un retrato hecho en la década del 30 muy sencillo, donde aparece una mujer de cara redonda vestida de verde, concentrada en su trabajo, mirando el devenir de su pincel. Eso sí, siempre bajo la luz caravaggiana. Ya alejada de su padre (quien la casó con un pintor poco conocido y del que se separó tiempo después) vivió en Florencia –donde fue la primera mujer aceptada en L’Accademia del Disegno y donde conoció además a Cosimo II de Medici y a Galileo Galilei– y también en Roma, Londres y Nápoles. En su Judit decapitando a Holofernes (hizo ocho versiones de esta escena) no hay divinidad que accione (como en el cuadro de Caravaggio), no hay milagros que pedir si el milagro lo pueden hacer las mujeres. Aquí basta con tres personajes, las dos aliadas (la perfidia de Tuzia no aniquiló su confianza femenina) Judith y su doncella Abra cortándole decididas la cabeza a un hombre que, mientras siente la espada en su cuello, ve cómo su sangre en oblicua oscuridad mancha y corre por el colchón agrietado. Mientras una de ellas le agarra pelo y barba y comienza a cortarlo, la otra se le sube al pecho y lo sujeta con fuerza, las dos son indispensables en la aniquiladora teatralidad. Dedicada a una profesión decididamente masculina, en tiempos en los que nadie creía que una mujer era capaz de hacerlo, fue por pasión e intensidad una las únicas mujeres artistas que tuvieron los siglos antes del XX.

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