Vie 04.07.2003
las12

SOCIEDAD

¿Iguales ante la ley?

Aun cuando la ley argentina se ha ido modificando para asegurar la equidad entre los géneros, la jurisprudencia sigue reforzando y legitimando antiguos estereotipos a través de los prejuicios y creencias de quienes administran justicia. Prueba de ello es el reciente fallo que atenuó la pena a quien mató a su esposa porque ella lo amenazó antes con pedirle el divorcio.

› Por Marta Dillon


Marcelo Llinás no mató a su mujer una sino tres veces. No necesitó más que escuchar de su boca el pedido de divorcio para golpearla de tal manera que Claudia Iraola quedó inconsciente sobre el piso del living de su casa, cerca de la computadora que despertó los celos irracionales del marido. A esta maestra de educación plástica le gustaba chatear. A su esposo, productor agropecuario, muy conocido en Necochea, eso lo sacaba de quicio. Y ella ya no estaba dispuesta a seguir escuchando sus reproches, por eso le comunicó abruptamente la decisión de divorciarse que ya venía planeando en silencio. Mientras Claudia estaba desmayada, Marcelo intentó asfixiarla con una toalla. No lo logró, justo se despertó la hija de los dos y él se tomó el tiempo necesario para calmarla y dormirla antes de terminar con su tarea. Después metió el cuerpo inerme de su mujer en el baúl del auto, buscó amparo en un bosque cerca de la casa y cuando Claudia todavía respiraba quedamente la roció con combustible y le prendió fuego. La mujer murió, finalmente, carbonizada. Fue en mayo de 2001.
Llinás fue detenido pocos días después y, quebrado, confesó. Apenas modificó su declaración durante el juicio oral y público que todo Necochea pudo seguir por televisión. Dijo que no había querido asfixiarla, sólo ayudarla tapándola con una toalla. Y que si había puesto el cuerpo de su mujer en el baúl, fue sólo para evitar que la nena, que hoy tiene 5 años, se asustara. Según la figura del Código Penal, Llinás cometió un homicidio agravado por el vínculo. Pero los jueces del Tribunal Oral Nº 1 de Necochea encontraron una “circunstancia extraordinaria de atenuación” para rebajarle la pena: el pedido de divorcio. Este hombre, dijeron dos de los jueces –Mario Juliano y Luciana Irigoyen Testa–, padecía de cierta imposibilidad “para aceptar la disgregación del grupo familiar” y por eso su conducta no pudo ser valorada “de la misma forma que si se tratara de una persona sin esos rasgos”. ¿Querrán decir estos jueces que Claudia Iraola debería haber sido más cuidadosa a la hora de comunicar su deseo de divorcio? ¿Que para salvar su integridad física debería haber seguido casada ya que a su esposo le resultaba “imposible” soportar la disgregación familiar? El por lo menos curioso fallo –que será apelado por los familiares de Claudia– pone de manifiesto cierto carácter “especial” –según la definición de Marcela Rodríguez en su libro Mujer y Justicia. El caso argentino– que tienen los delitos cometidos al interior de la familia. “Sin duda –se lee en el texto de Rodríguez–, la mayoría de los sistemas jurídicos, cuando no los desconocen abiertamente, pierden rigidez y consistencia frente a los comportamientos lesivos en el espacio familiar. De hecho este tipo de conductas cuando son penalizadas tienden a ser justificadas desde consideraciones que esconden estereotipos de género y ancestrales ideas de familia y fidelidad.” Así, la infidelidad, los celos, el desamor, el incumplimiento de los deberes conyugales suelen ser argumentos suficientes, dentro de la jurisprudencia argentina, para justificar a los agresores y para atenuar sus penas.
Como prueba de lo dicho bastaría la sentencia aplicada a Llinás si no hubiera en la jurisprudencia argentina “perlitas” como el “caso Brizuela”que la Suprema Corte de Justicia de la Provincia de Buenos Aires valoró en la década del ’90. A este hombre que mató a su mujer se le aplicó la figura de la emoción violenta basándose en dos circunstancias: la primera es que la mujer abandonó el hogar conyugal llevándose con ella al hijo de ambos, “conducta que causa al marido un daño material (cuidado de la casa, atención de la cocina, limpieza, etc.) y espiritual (la soledad, el desapoderamiento de su prole, más en este caso de deficiente sexualidad y tardía fecundación) colocándolo sorpresivamente en una situación anormal de difícil superación”. Estos y no otros son los términos textuales del fallo que después hará referencia a los deberes de la víctima para con su esposo, que padecía alguna deficiencia sexual. Y ella en lugar de acompañarlo y consolarlo (“contribuyendo con su presencia, comprensión y cuidado de esposa a superar su enfermedad”), decidió irse. Pecado que pagó con la muerte.

Mujeres que matan
Casi al mismo tiempo que se dio a conocer la sentencia de Marcelo Llinás, este diario contó la historia de Paola Sosa, una joven mendocina que mató a su esposo después de un año y medio de vejaciones, golpes y malos tratos que empezaron la misma noche de bodas. “Circunstancias extraordinarias de atenuación” fue la figura que también se le aplicó para rebajarle la pena del homicidio calificado por el vínculo por el cual se la juzgó. La sentencia está firme, pero muchas mujeres mendocinas, conmovidas, comenzaron a movilizar a la opinión pública reclamando que se revea su condena, ya que Paola habría actuado en “legítima defensa”. Tomar el arma reglamentaria de su marido policía y dispararle cuando él cayó rendido después de destrozarle la ropa y violarla a punta de pistola fue el único modo que encontró para poner fin a un continuo de padecimientos. Paola había intentado defenderse por otros medios, había hecho la denuncia frente a los compañeros de uniforme de su marido, hasta había empezado un tratamiento psicológico que debió interrumpir porque su marido la golpeó cuando se enteró, en la puerta misma del hospital y a la vista de su terapeuta que nunca fue citado a declarar en el juicio.
“En la figura de la legítima defensa –dice Rodríguez, quien ahora es diputada nacional y fuera consultora del Banco Mundial en proyectos de reforma de administración de Justicia y género– tenés una clara muestra del androcentrismo en el derecho. Porque es una figura pensada para contener conflictos entre hombres.” Para considerarse la legítima defensa la respuesta tiene que ser inmediata y proporcional a los medios utilizados. Es decir que si para la agresión se utilizan golpes de puño no se puede responder con armas de fuego. En el caso de Paola, aunque podría decirse que la respuesta no fue inmediata porque esperó a que él se durmiera, el carácter cíclico de la violencia que su marido ejercía sobre ella le permitía prever que a la primera violación le iba a seguir otra, y otra.
La aceptación internacional del Síndrome de Mujer Golpeada (SMG) significó un punto de inflexión para el reconocimiento de este delito que sucede al interior de la familia y sirvió también para defender a muchas mujeres que no encontraron más salida que matar a quienes las golpeaban sistemáticamente. Sin embargo, la experiencia internacional advierte algunas dificultades para utilizarla como recurso. En un escrito sobre el tratamiento judicial del homicidio conyugal en Canadá, la teórica Sylvie Frigon advierte que “los criterios suelen ser demasiado exigentes para la definición de la ‘víctima perfecta’”, pero además “se corre el riesgo de un desplazamiento en favor del discurso psiquiátrico para la comprensión de las acciones de la mujer”. En definitiva, haber descripto y nomenclado el SMG sirvió para explicar la reacción de las mujeres que habían sido víctimas de violencia. Pero siempre y cuando sus historias pudieran ser traducidas e interpretadas por los peritos, silenciando sus propias voces. Y eso es justamente lo que le sucedió a Paola Sosa. Los peritos que intervinieron en el juicio, lejos de tomar en cuenta el temor paroxístico que sufría por las agresiones constantes de su marido, consideraron que permaneció a su lado por cierto gusto sadomasoquista. Y a esa manera de tomar distancia de los hechos que tienen las mujeres como estrategia de resistencia, la calificaron de mera “frialdad”.

La espera de Romina
Su abogada, Mariana Vargas, sabe que el procesamiento está escrito, pero por alguna razón todavía no se le ha notificado a Romina Tejerina que será imputada por el delito de homicidio agravado. La joven vive en Jujuy, tiene 20 años, está detenida desde el año pasado aunque su encierro empezó todavía antes, después de haber sido violada por un vecino. Romina no se animó entonces a hacer la denuncia. El hombre vivía en la casa lindante y le había asegurado que la iba a matar, a ella, a su hermana o cualquiera de las cuatro mujeres de la familia si decía una sola palabra de lo que había sucedido entre ellos. Ella lo tomó al pie de la letra. Por miedo y por vergüenza, porque no podía asumir lo que le estaba pasando, ocultó su embarazo debajo de ropa demasiado amplia, dejando de comer para no subir de peso. Intentó como pudo que ese embarazo no avanzara, metió perejil en su vagina, tomó agua con laurel, se dio golpes en el vientre. Pero los meses pasaban y finalmente, sólo con la ayuda de una hermana, tuvo una beba en el baño de su casa. Y en ese mismo baño la mató. “Tenía la misma cara del violador”, dijo para explicarse.
“Hasta 1993 le hubiera cabido la figura del infanticidio, que contaba con penas leves para la madre que matara a un hijo ‘para ocultar su deshonra’ durante el período puerperal –dice Mariana Vargas–, pero esa figura fue derogada. De todos modos nosotros decimos que es inimputable, es fácil demostrar que ella padecía el estrés postraumático propio de la experiencia de una violación y nunca pudo hacerse cargo del embarazo. El problema es que acá en Jujuy la violación no sólo no es penada sino que está naturalizada. Tanto es así que hace poco tuve un caso de una señora que quería que su hija le pidiera alimentos para su nieto al remisero que la violó.” Romina está esperando, tal vez el procesamiento aún no haya sido escrito. O pueda ser corregido.
Seguramente muchas cosas han cambiado en los últimos años desde el caso Brizuela, pero el sexismo es un lugar común en un sistema jurídico que a pesar de sus modificaciones sigue siendo androcéntrico y con una larga historia jurisprudencial que refuerza y legitima los viejos estereotipos que asfixian a la sociedad entera, pero sobre todo a quienes no son hombres blancos, heterosexuales y de preferencia pudientes.

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