Viernes, 3 de febrero de 2012 | Hoy
FOTO
En la obra de la fotógrafa Liliana Parra, intervenir y componer son dos palabras clave que en la serie que realizó sobre violencia de género exceden la dimensión del papel. Porque busca componer lo que ha sido dañado, porque quiere intervenir poniendo sus imágenes a disposición de campañas y activismos que ayuden a generar conciencia.
Por Veronica Gago
¿Hay imágenes posibles para la violencia de género más allá de la crónica mediáticojudicial? ¿Cómo captar esa inmensidad del dolor de cuerpos violentados, lastimados por seres cercanos, muchas veces queridos? ¿Cómo se anuda ese vínculo en el cual lo más próximo es hiriente? ¿Cómo retratar una herida que toma el cuerpo y que duele aun cuando sus cicatrices se aligeran o se ensanchan hasta provocar la muerte? ¿Cómo visibilizar la amenaza con que conviven miles de mujeres? ¿Cómo denunciar esa injusticia que se repite una y otra vez como escena cotidiana? Porque lo que escuchamos o vemos en una noticia cuenta un episodio atroz. Pero esa atrocidad se redobla porque sabemos (intuimos y constatamos) que a ese episodio le antecedieron otros, que tras esa escena que salta a los medios hubo una infinidad de otras escenas que se acumulan dramáticamente, como parte de un día a día tortuoso que sigue siendo presente de otras miles de mujeres.
La mujer como presa. Objeto de caza. Trofeo en su aniquilación. Así lo percibe la fotógrafa argentina Liliana Parra (www.lilianaparra.com.ar) que, desde hace algún tiempo, viene trabajando sobre esta patología violenta. Una investigación que, para ella, se inicia “como miles de preguntas, sin ninguna lógica respuesta”. Esa indagación tiene el fin de producir imágenes que puedan ser reapropiadas y utilizadas por distintos activismos e iniciativas. Las pone a disposición.
En esa búsqueda la serie Pájara muerta compone e interviene (dos verbos clave de la obra de Parra) esa fragilidad amenazada, la sangre que corta el vuelo, la angustia de sentirse sin alas, sin posibilidad de fuga. A partir de un animal lastimado encontrado en su jardín, Parra buscó transmutar esa figura malherida como pájaramujer, mujerpájaro. Con su doble faz: capacidad de altura, de ir más allá y derrumbe evitable pero irreversible. Estas imágenes de Parra –mitad sueño, mitad vigilia– desafían también la lectura unidimensional de la víctima: busca ir más allá al señalar qué se quiere desgarrar de esa mujeralada. Mutilación.
No está en la foto, pero también es una pregunta de la fotógrafa: ¿quién es ese cazador enfermo? No tiene rostro, no tiene señas identificables, puede ser cualquiera. ¿Quién no ha escuchado comentarios de sorpresa ante la cara “de buena persona” de algún golpeador que de un día para otro balbucea explicaciones sexistas por la pantalla? ¿Quién no ha escuchado a familiares del victimario descreer de sus acciones incluso frente al cadáver de su pareja?
Lo aberrante de esa relación violenta sólo deja marca en el cuerpo femenino. Sólo en ella, transformada en víctima, hay rastro. Queda encapsulada en los rastros de golpes y maltratos. ¿Sometida? El lenguaje también se hace difícil cuando quiere despejar una racionalidad límpida de una relación enfermiza, destructiva. Nada logra visibilizarse sino retroactivamente, cuando el dolor y la sangre organizan la escena. Por eso, para Parra, se ajusta mejor la figura del “Sometimiento” que amplía la situación a la relación y no a su sola declinación femenina, dando cuenta de los enrevesados y destructivos modos que puede tomar la vida sentimental.
Finalmente, un talismán: el “corazón guardado” de Parra es a la vez protegido y confiscado. Queda a salvo a costa de ser desprendido del cuerpo. Queda solitario, olvidado en un cajón. Queda vivo, como pieza resistente. Queda su latido como ritmo último por el que la vida, aferrándose a sí misma, busca insistir y salvarse.
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