CINE
Probablemente debido a circunstancias de su propia historia familiar, pero también porque siempre fue un inconformista justiciero, Kenji Mizoguchi se comprometió tempranamente con la causa de las mujeres japonesas, como bien puede apreciarse en el ciclo que culmina este fin de semana en la Sala Lugones.
› Por Moira Soto
Por favor, que los críticos de cine dejen de equiparar a Kenji Mizoguchi con George Cukor o Ingmar Bergman en el rubro “grandes directores conocedores del mundo femenino”... Mizoguchi fue mucho más que eso que suele repetir el lugar común: el genial realizador japonés (1898-1956) tuvo clara y precoz conciencia de que la situación de las mujeres en la sociedad japonesa –sometidas, ninguneadas, tratadas como mercancía– era el síntoma más grave y repudiable de un estado de cosas inaceptable. Aunque allá por 1926 recibió varios puntazos en la espalda, asestados por una amante recelosa, lejos de volverse misógino, el joven Kenji siempre mantuvo esa franca empatía hacia las mujeres, apelando como temática casi excluyente de sus films (muchos de la primera etapa perdidos para siempre) esto de dar cuenta de la opresión femenina, ya en la etapa feudal, ya en el cambiante siglo XX. Por cierto, el haber experimentado el abismal desconsuelo de ser separado a los 7 de su queridísima hermana Suzu, vendida a los 14 a una casa de geishas por el padre, hombre violento que propinaba palizas a la madre de Kenji, marcaron a fuego la mente y el corazón del futuro director de La historia del último crisantemo (1939), La vida de Oharu (1952) y otras obras maestras.
Precisamente, los dos films citados se proyectaron esta semana en la Sala Lugones, presentados por la Fundación Cinemateca Argentina, un regalo estival maravilloso para amantes del cine y, en particular, de este artista refinadísimo formado en la pintura y la literatura –oriental y occidental, sin preconceptos–, también en la fotografía y el teatro, que fue decantando una rigurosa estética basada en admirables planos secuencia de precisa puesta en escena, acordes con ética personal y los contenidos que deseaba transmitir, a veces burlando sutilmente la censura del momento.
Desde ya, Mizo no es el típico director que, bajo el pretexto de adorar a las mujeres, las manipula para obtener dividendos mediante una pretendida idealización. Es más, este realizador no andaba por ahí diciendo que nos adoraba, pero en su obra demostró –aparte de su preocupación por la esclavización y la inferiorización– una alta estima por los personajes femeninos fuertes, rebeldes, generosos, atrevidos, sin dejar por eso de hacer también retratos de mujeres con dobleces, insolidarias con su género, sostenedoras para su propia seguridad de las reglas patriarcales. Hombre justo y visionario, Kenji va trazando un paralelo entre esposas tradicionales y geishas –ambas clases dependientes y mantenidas–, y en general, prefiere a las segundas. Aparte de denunciar la opresión del poder político, la corrupción económica, Kenji se manda también contra el despotismo y la dominación de la institución religiosa hacia las mujeres.
Hoy viernes, a las 14.30, 18 y 21, a $12, se pasa en la Lugones del San Martín, La mujer del rumor (1954, ver foto), conmovedora historia de una chica moderna de ciudad que se va a vivir con su madre, regenta de una casa de geishas. Yukiko ha hecho un intento de suicidio luego de ser abandonada por su prejuicioso novio cuando éste se enteró del oficio de su posible suegra. La chica se enfrenta con su progenitora, se relaciona con las geishas, se convierte en su defensora.
Mañana sábado, en los mismos horarios, se proyecta Historia de Chikamatsu/ Los amantes crucificados (1954), bellísimo relato poético que transcurre en el Japón de 1864, sobre el descubrimiento del amor y del placer sexual por parte de una joven mujer que ha sido vendida por sus padres (con alma de proxenetas), para que la tome por esposa un hombre rico 30 años mayor. La chica tiene tratos cercanos con un empleado de su marido, lo que la estigmatiza doblemente: como adúltera y por estar con alguien de una clase inferior. A la vez, el viejo marido se permite acosar a una de sus sirvientas, que no se puede defender porque obviamente esa conducta no es censurada socialmente. Aunque como casi siempre en KM habrá un final trágico para subrayar la permanencia de la injusticia, entre las grandes escenas de esta película figura aquella en la que la protagonista O-San descubre el deseo y avanza sobre su amado Mohei, aún virgen, que la deja hacer. Es que la crítica social y la defensa de los derechos de las mujeres por parte de Mizo, no excluyen el exaltado romanticismo, una afirmación de vida previa al martirio.
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