PANTALLA PLANA
Tema recurrente de la literatura, el cine, el teatro, la TV, las peliagudas relaciones entre madres e hijas son tratadas de manera trillada, aunque con algunos raptos de lograda comicidad, en la serie I Hate my Teenager Daughter.
› Por Moira Soto
“¿Por qué son tan malas con nosotras?”, pregunta angustiada la castaña Nikki. “Porque somos sus madres”, le responde categórica la rubia Annie. Esta es la idea central –casi la única, en verdad– que motoriza el reciente estreno en la señal de cable Warner, I Hate my Teenager Daughter (Odio a mi hija adolescente, si se dignaran traducir los títulos, no dando por sentado que todo el mundo sabe inglés). Nikki y Annie son progenitoras, respectivamente, de Mackenzie y Sophie, dos catorceañeras en plan soy rebelde porque mi mamá me hizo así y las va a pagar en cuanta ocasión se presente... En consecuencia, cada propuesta, cada sugerencia, cada opinión de Nikki y de Annie –quienes, además de ser muy amigas, actúan casi simbióticamente, más allá de algún encontronazo– son rechazadas en piloto automático por las chicas. Y si aceptan algo porque no les queda otro remedio –una noche familiar, por ejemplo, con padres y tío incluidos, más juegos de mesa–, hacen sentir su descontento.
Esta producción creada por Ellen Kreamer y Sherry Bilsing responde puntualmente al viejo formato sitcom (media hora, pocos y modestos decorados, risas grabadas siempre tan fastidiosas), pero le falta bastante de ese condimento esencial del género: buenos y sustanciosos diálogos que hagan avanzar el relato, réplicas y chascarrillos veloces, oportunos y, desde luego, graciosos. Acaso el error básico de I Hate... resida en que los personajes de las dos atribuladas madres divorciadas estén desprovistos de matices y demuestren escaso coeficiente intelectual. Para decirlo sin vueltas: son un par de babiecas papeloneras y cargantes. Tanto que, en más de una ocasión, resulta inevitable ponerse del lado de Sophie y Mackenzie, a pesar de sus sucesivas villanías.
Dentro de las rutinas de cada capítulo, con sus previsibles fricciones entre madres e hijas en el living, en el bar (donde trabaja Annie), en el colegio secundario, etc., los momentos más hilarantes e inesperados los proveen los personajes masculinos: el padre tarambana y el tío responsable de Sophie (a cargo del excelente comediante Kevin Rahm), gracias en parte al agravante de que Annie sigue enganchada de su ex marido y está un poco enamorada de su ex cuñado; el padre afronorteamericano de Mackenzie también debe esquivar los celos y avances de Nikki, cosa que hace con mucha simpatía el actor Chad Coleman, aun cuando se excede en su propensión al llanto nostálgico y sentimental.
Para justificar los errores reiterados de ambas mamis, siempre tropezando con las mismas piedras, las libretistas –no sin un dejo de misoginia– le adjudican sendas historias personales difíciles de remontar: Annie viene de una familia religiosa integrista y no tuvo durante su infancia y su adolescencia ni series de TV (¡no vio nunca La familia Ingalls!) ni bailes estudiantiles; Nikki fue una chica gorda, objeto de burlas y obviada por los chicos. Tal parece que estos estigmas del pasado les han obturado la capacidad de madurar en todo sentido y, por supuesto, de entender las señales que les mandan sus hijas, los padres de éstas, el mundo en general...
El mecanismo de las adolescentes insurrectas versus las madres afligidas se va agotando capítulo a capítulo, al igual que el de las mujeres divorciadas en buenos términos que no terminan de cortar amarras con sus ex y toman cada gesto amable de ellos como un galanteo. De todos modos, cada tanto surge una eficaz situación cómica con trasfondo serio que reanima el atractivo de la serie, como es el caso de la sorpresa con que se destapa el primer novio de Sophie, de no tan dulces 16. Asimismo, se puede producir una escena tocante y bien resuelta como la del papá distraído que sin querer deja plantada a su hija en importante fiesta de la escuela y, gracias a una gestión del tío bueno, espera a Sophie en el famoso living para hacer sonar el vals “Danubio azul” e invitarla a danzar. También vale destacar que la presencia de la deliciosa Jaime Pressly (Annie), una actriz creativa y muy comunicativa, redime un poco a su personaje, tan limitado desde el guión de esta serie que no está a la altura de título tan prometedor.
* Hate my Teenager Daughter, los jueves a las 21 por Warner, repite los viernes a las 20.30 y los domingos a las 12.30.
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