RESCATES
Catherine Thompson Hogarth
(1815-1879)
› Por Marisa Avigliano
Era suficiente. No había sentido dolor al perderlo, y ni siquiera había sentido que él sintiera dolor al perderse, pero para recuperarlo sí necesitaba sentir dolor. Iba a morir pronto así que hizo memoria. La memoria y el dolor se complementan y se apaciguan. No encontró recuerdos que perpetuaran las razones por las que Charles la había dejado pero sí encontró recuerdos para que volviera a su lado: encontró las cartas.
Hacía nueve años que él había muerto en la cama de otra mujer y ahora le tocaba a ella. Después de veintidós años de matrimonio, veinte embarazos, diez hijos, amoríos y una separación (antes del verano de 1858) socialmente acorde con las costumbres victorianas –apología de malos tratos nupciales– en la que no se hablaba de adulterio sino de “imposibilidad de vivir juntos”, una Catherine mortecina le entregaba a su hija Kate las cartas que su esposo le había escrito para que el Museo Británico las exhibiera: “Que el mundo sepa que una vez él me amó”, le dijo.
Catherine y Charles Dickens se casaron en Chelsea en abril de 1836, vivieron en varias casas, recibieron juntos los halagos de Nicholas Nickleby, dieron fiestas multitudinarias organizadas por Catherine, criaron a diez hijos y lloraron a otros diez y compartieron la vida con las hermanas de Catherine –igual que Freud, su epígono tardío–, antesala de lo que después sería una película de Allen, algo así como Dickens y sus cuñadas. Una de ellas, Mary, que murió en sus brazos a los diecisiete años cuando volvían del teatro, era una de sus preferidas, su inspiración literaria, la razón por la que mantuvo luto más allá de las convenciones y la dueña del anillo que Dickens usó hasta su muerte. Otra, Georgina, se quedó viviendo con él y con sus sobrinos –un ama de llaves peculiar– cuando Catherine tuvo que dejar la casa. Pero no fueron sólo sus hermanas las razones de la discordia ni los motivos de su tormento –que Dickens infligía con puntual dedicación. Poco tiempo antes de la separación, Catherine recibió un brazalete que no era para ella –una vez más pienso en escenas hollywoodenses y recuerdo a Emma Thompson babeándose por un collar que era para otra en Love Actually, ¡cuánto le deben los guionistas al autor de Grandes esperanzas! La anécdota decimonónica cuenta que el joyero le mandó el regalo a la mujer equivocada porque Dickens lo había comprado para Ellen Ternan, una actriz que actuaba en varias de sus obras. El siglo XX dejó que Dickens no sólo siguiera siendo un autor imprescindible sino que quiso biografiarlo a través de la voz de herederas no siempre devotas. Se publicaron –y siguen publicando– muchos libros sobre Charles Dickens y las mujeres donde se revelan escenas, amores secretos y su devoción por las jóvenes; “mi padre –escribió Kate– era un hombre malo, muy malvado. Mi padre no entendía a las mujeres, no era un buen hombre pero era maravilloso”.
Dickens, el hombre que hacía desmayar a las mujeres en el XIX, aparece en el XXI confesándole a un amigo que “Catherine era la más burra de su sexo”. Delicias conyugales con cautiverios golondrina. Las otras mujeres, a las que la crítica –no siempre arrebatada– ve con exigua infinidad se mueven por sus historias hiperpobladas y sentimentalmente complejas con el celo de la genialidad dickensiana. Sólo hay que mirarlas con atención.
Lejos de aquellos años en los que cocinaba junto a Charles –un libro de cocina ¿Qué podemos cenar?– da cuenta de recetas del matrimonio. Se publicó en 1851 con el seudónimo de Lady Maria Clutterbuck, el nombre con el que Dickens llamaba a veces a su mujer. Catherine vivió mucho tiempo al margen de la vida que su padre había planeado para ella cuando la casó con Dickens. Está sepultada en Highgate junto a una de sus hijas, Dora, que murió cuando tenía ocho meses.
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