VIOLENCIAS
Aunque la primera reacción frente a la noticia de una mujer que mató a su hijo sea el espanto, la que sigue inmediatamente después es el voyeurismo y la necesidad de tapar con gestos indignados y palabras de más -tal el caso, ni más ni menos, del fiscal que entiende en la causa- esa escena irrepresentable donde una madre arremete violentamente con el mandato social, da pruebas fehacientes de que no hay tal cosa como el instinto y se hunde en el estereotipo de la loca despechada como si fuera una vaca que camina por la manga al matadero. ¿Cuál es el riesgo de tapar con modelos hechos la agresividad de las mujeres? ¿Por qué la insistencia en determinar su estado mental? ¿Quienes pueden “llevar agua para su molino” después de esta escena? ¿De qué busca ponerse a salvo la sociedad mediática?
Adriana Cruz ahorcó a su hijo Martín, de 6 años, y lo sumergió en el agua de un jacuzzi mientras otra de sus hijas, de 15 años, estaba en el cuarto de al lado. Pasó el 20 de marzo y desde entonces este relato, los ecos del testimonio de un vigilador y de la amiga de Cruz, más el recorrido del auto que la sacó del country San Eliseo, desde donde dijo haberlo matado “para cagar al padre”, tuvieron un efecto multiplicador en los medios que pone el signo de interrogación en las representaciones sobre mujeres y madres, sobre hombres de familia y hombres de ley, como Carlos Vázquez, el padre del chico y eterna víctima de una historia que nunca va a tenerlo en el ojo de ninguna investigación porque el castigo que implica la muerte de un hijo a manos de su madre tapa todo el resto del paisaje; o como el fiscal de la causa Leandro Heredia, que confesó haber llorado por Martín y que comparó el crimen con la película El exorcista, por lo brutal y aterrador de la escena, como si pudiera ver en Adriana Cruz a una poseída sobrenatural y no a una mujer que se calzó al hombro el estereotipo de despechada peligrosa capaz de hacer cualquier cosa por venganza.
Los sentidos de un crimen de esta naturaleza pueden abrirse a la reflexión sobre los roles de género, la ineficacia de apelar a la pasión para describir este u otros casos, como los femicidios, donde se apela al sentimiento de amor desmedido para justificar la violencia, o para hacerla más tolerable.
La historia del infanticidio es tan antigua como la humanidad, pero mientras la tragedia de Eurípides que tiene como protagonista a Medea se hunde en el corazón de un drama que la lleva al destierro y a reflexionar sobre las desventajas de estar confinada al territorio privado y provisto de predicados asfixiantes (mujer = madre buena, dedicada, a gusto en la casa, feliz de dar el poder al hombre, envidiosa de su capacidad de recuperación y aventura, etc.), la Edad Media y la modernidad confinaron al infanticidio a un método soportable de control de la natalidad. En la redacción de nuestro Código Penal de 1921, se comprendía que una mujer matara a su hijo si era bastardo, ya que tener un hijo ilegítimo implicaba la “muerte social” de la madre, por lo que las penas de estos casos eran atenuadas. En 1995 esa figura fue eliminada y pasó a contemplarse como “homicidio agravado por el vínculo”, figura que llevó a la cárcel a Romina Tejerina, en 2005. Su historia puso al infanticidio en los titulares: Romina mató a su hija recién nacida a puñaladas, una hija producto de una violación que ella no se animó a denunciar, por vergüenza aprendida y por la necesidad de que esa noche no tuviera consecuencias, mucho menos en la cara y el cuerpo de un hijo. El caso reveló tantas de las fragilidades a que estamos expuestas las mujeres con la ilegalidad del aborto, la imposición del silencio y los atenuantes de salir al mundo en minifalda, ya sea porque Romina fue golpeada en la cárcel como por la impunidad de su violador, que jamás fue imputado ni investigado, y quien quiso reconocer como hija a la beba muerta.
Roxana Hidalgo es psicoanalista y docente de la Universidad de Costa Rica. Hizo una larga investigación sobre cinco mujeres que mataron a sus hijos en su país y publicó las conclusiones en el libro Cuando la feminidad se trastrueca en el espejo de la maternidad (EUCR, 2001), pero su intención inicial de convertir este trabajo en su tesis de doctorado quedó trunca; el rechazo de algunos grupos feministas donde trabajaba y la propia dificultad para manejarse en un cable tan fino (la empatía que le provocaban los testimonios y las descripciones de las torturas y muertes de los chicos) la convencieron de tomarse más tiempo. Su tesis doctoral fue entonces sobre Medea y las construcciones sociales que devienen en mandatos culturales que establecen parámetros de conducta estancados, fijos, telarañas donde quedan atrapadas las identidades cuando no pueden zafar de sus destinos prefijados: de cómo la violencia deviene en más violencia, de cómo se cree que la mujer deviene en madre “naturalmente”, sin que medie un trabajo profundo con los propios deseos y posibilidades, y de cómo el hombre también parece ser dueño de una flexibilidad ficticia: con el poder de abandonar a una familia sin que eso se convierta en un drama social, pero con la imposibilidad de ver al otro género con pulsiones agresivas, lejos del estereotipo de madre abnegada. Hidalgo ve en el caso de Cruz una doble dimensión, la necesidad de arrinconar el relato para que no se vuelva insoportable, ni capaz de entrar por la ventana de la propia casa y la avidez por visibilizar hasta convertir a la victimaria en una perra fría e implacable, de la que se puede pedir hasta la muerte. No es casual que el fiscal Heredia se haya sentido habilitado para dar su versión a los medios sobre el encuentro con el cadáver como un momento shockeante de su carrera, que lo obligó a retirarse de la escena para recuperarse del horror. Heredia fue categórico a la hora de declarar fuera del ámbito judicial que la acusada ya fue declarada imputable, lo cual es un gesto poco usual para su cargo y una muestra del consenso que genera este tipo de crímenes.
Hay algo de la masculinidad que con estos casos queda atravesado, con un gran signo de pregunta. La maternidad es lo incuestionable, por eso el filicidio genera un rechazo tan visceral. Nos sentamos a la mesa y alguien comenta el caso y los hombres dicen “ya, no quiero hablar de eso, es un horror”, y niegan con la cabeza, cierran los ojos. Bueno, ésa es una reacción masculina muy común que en los medios se vislumbra cuando un reportero insiste con violencia por sobre un perito: “¿Pero ella está loca, no? ¿La van a condenar?”. Una avidez por separarse, por un lado, por poner lejos de mí a esa mujer y a esa historia (que además por ocurrir en un barrio cerrado genera una identificación y un efecto espejo para la gente que está a cargo de los medios de comunicación que hacen todo más difícil de digerir) y por otro lado la necesidad de que ella sea castigada, y castigada de la manera más cruel, por ejemplo, indagando sobre la posibilidad de que las otras presas (ésas sí, narcotraficantes o ladronas, pero madres, y si madres, mujeres al fin) las revienten a golpes, las violen, las castren o las obliguen a suicidarse. Por último está este último grupo de hombres que reacciona con la moneda de cambio que les conviene: la que tira agua para su molino. Este fenómeno que se da en la Argentina de los padres unidos para legitimarse frente a la sociedad es bastante curioso, porque genera identificación en un montón de gente (que tal vez no está viviendo lo mismo, pero se monta a esa sospecha sobre la mujer-perra que, amparada por la Justicia y por su carácter de “débil madre”, hace cualquier cosa). Entonces es un fenómeno complejo, de muchas dimensiones, las mismas que ha atravesado su Presidenta, por ejemplo, cuando era catalogada de “yegua”, sólo interesada por las joyas y la ropita, a la mujer conciliadora y leal cuando atravesó la muerte de su marido y fue honesta respecto de sus emociones. Todo ese arco de sentimientos que despertó, esa complejidad que en definitiva es la emocionalidad humana, es lo que no estamos preparador para soportar, por eso fijamos categorías y luego nos quedamos atrapados en ellas. Estos padres reflejan lo peor de esa cimentación, porque se suben a un caso que es uno en miles y dejan rebotando en la cabeza de la gente esa sospecha eterna por sobre las mujeres, la que nos sigue condenando el doble por los mismos crímenes que el hombre, por ejemplo.
Lacan hablaba de la ley paterna, y ley paterna nada. Todos sabemos que salen al mundo miles de niños y niñas que no han sido criados por un padre sino por una madre sola, o incluso las familias queer ahora están poniendo sobre la mesa que la ley paterna es simplemente una vara que al niño le entra como sea, es el poder de los límites dados con amorosidad lo que socializa correctamente y moldea éticamente a una persona. Eso por un lado pero, además, el hombre está entrenado para salir al mundo a reforzarse como líder, a ser proveedor, si no es de esta familia será de aquella otra, el hombre es como un viajante, una variable libre, puede estar aquí o allá, pero si está procurando el alimento no es castigado. Un tipo que no consiguió pareja a los 45 años es un jodido, o un picaflor, pero jamás es un pobre diablo que no ha sabido armar un proyecto que lo aleje de la depresión, como se diría de una mujer (“pobre, no pudo formar familia...”). Las mujeres tenemos esa espada, cada vez menos, claro, pero ya lo decía Medea, “la mujer es el ser más desgraciado: tenemos que comprar a un hombre para matrimonio y si nos va bien, tocamos el cielo, y si no, el infierno”. Y es cierto, hasta las minas más preparadas caen en ese compartimiento estancado. Los griegos sentaron la base de nuestra cultura en infinidad de categorías, y ésta no es una menor, el amor sacrificado, la madre dedicada, el hombre poderoso y nómade. Pero la mujer que mata a un hijo trastrueca todo, es un acto de arrojo que por supuesto que bordea la locura, pero que también se calza un estereotipo: el de la mujer despechada, capaz de hacer cualquier cosa para castigar al hombre. Esta Adriana Cruz está más presa del estereotipo que cualquier otra, y ése es un peligro de hoy: que los estereotipos tan salvajes queden brumosos debido a los avances sociales de las mujeres.
La agresividad en las mujeres no sólo no se ve sino que se intenta tapar por todos los medios desde que somos pequeñas. A ver: a las nenas no se les permite jugar de mano, esto que estoy diciendo es a nivel general, por supuesto que hay familias, personas, padres, madres, que han entendido que no importa con qué jueguen los chicos, si con muñecas rosas o con pelotas de fútbol, lo que importa es que jueguen, que entren en ese universo y sean libres. Bueno, salvando eso entonces y hablando de la generalidad, a las nenas se les reprime el impulso agresivo, la pulsión de destruir, de golpear, de matar (a un bicho, por ejemplo), en cambio al hombre se lo celebra y se le impide llorar o “mariconear”/tener miedo. Entonces, claro que nadie ve la potencial violencia de una mujer, y mucho menos sospecha que esa violencia se va a volver contra su propio hijo y no contra su ex marido o contra ella misma, por ejemplo. Por eso, una vez consumado un hecho de estas características, la necesidad de que ella sea castigada es tan rabiosa, porque es otra manera de tapar, de tapar que la mujer con la que duerme el del noticioso tiene una pulsión agresiva, y más de una vez pensó en tirar por la ventana a su bebé cuando no la dejaba dormir. Lo pensó y dejó ir el pensamiento: eso la diferencia de una loca como Adriana Cruz, pero lo pensó y eso ya es insoportable para un varón.
Las mujeres que yo entrevisté habían sido víctimas de violencia feroz. No sabemos en este caso cómo fue la infancia de Adriana Cruz, pero por mi experiencia la filicida tiene una historia compleja, algo de su proceso de socialización falló, aunque después aparentó ser una mujer normal, adaptada, capaz de un exilio, de un matrimonio, de tres partos... Digo, no se volvió loca cuando vio la sangre del parto, algo que pasa en muchas mujeres con trastornos psiquiátricos y antecedentes de violencia infantil: la experiencia de parir las enloquece, las bloquea. Acá no, lo que dispara la locura es el abandono, y es una locura que no ha sido escuchada evidentemente y en esto no podemos culpar a nadie, no podemos decir que la hermana del nene no vio o que la amiga no calculó o que el ex marido no denunció lo suficiente. Hay que poder soportar que Adriana Cruz estaba en el mundo como tantas otras personas con potencialidad agresiva que no aparentan. Incluso los psicoanalistas más experimentados tienen pacientes que se suicidaron sin que ellos pudieran preverlo. Digo, hay algo de la conducta humana que puede dispararse de repente, en este caso se dice que ella vio una foto de su ex con la nueva pareja. Y claro, lo que decíamos antes, nadie ve en una madre (y mucho menos en una madre dedicada) una potencial asesina de sus propios chicos.
Se hizo cargo de siglos de historia, de lo que dijo Medea: “Si nos va bien tocamos el cielo y si no, el infierno”. No tuvo recursos para imaginarse una vida sin él y quiso vengarse, aun a costa de su propia muerte social. No pudo pedir ayuda, aun en un barrio cerrado, lo que sugiere que los crímenes atraviesan todas las clases sociales y que el hermetismo de los espacios con seguridad en las afueras de las ciudades generan nuevos estereotipos peligrosos: las familias perfectas, los chicos jugando en paraísos sin autos ni peligros, todo eso monitoreado por cámaras las 24 horas... Bueno, diversos hechos han demostrado que no es precisamente la solución a los problemas de la inseguridad urbana, pero porque se generan nuevos caldos de cultivo de soledades, donde el que no encaja perfectamente en el molde es marginado y donde el sentido de lo comunitario está regido por un factor netamente económico: no es un kibutz, no hay un trasfondo altruista, no hay “bien común”, es gente amontonada compitiendo por ver quién la tiene más gruesa. Difícil que pasen cosas maravillosas en ese contexto y, mucho menos, que se pueda pedir ayuda.
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