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Viernes, 25 de julio de 2003

ARTE

Cómo como como

En el Centro Cultural Recoleta se expone, hasta mediados de agosto, la muestra colectiva “Arte al plato”. Reflexiones artísticas sobre la comida, en un país que fue granero del mundo y en el que abundan los hambrientos.

Por Soledad Vallejos

Cuántas cosas se pueden decir, pensar, hacer alrededor de la comida? Mejor dicho: ¿qué puede pasar cuando alguien de repente dice algo como: “composición, tema: la comida” en un país que fue el granero del mundo, inventó un canal que transmite 8760 horas anuales de cocina, deja morir de hambre a cientos de niños por día, cree que el dulce de leche es un regalo nacional al paladar global y ubica en el panteón de próceres modernos a (por lo menos) un par de cocineros? Seguramente puede pasar cualquier cosa, por ejemplo, que las respuestas suenen desde todos los rincones, se filtren por todos los soportes y micromundos posibles, hablen del pasado, de tiempos no tan lejanos y de un presente, hm, bueno, un poco complejo, y estén disponibles en colores brillantes y contrastes que ganan con la yuxtaposición. Juntas, pero no revueltas, son esas las respuestas que hasta el 17 de agosto se abren a todos los sentidos en las salas del Centro Cultural Recoleta, donde la mega exposición temática “Arte al plato” espera a los comensales del arte y la vida moderna con una mirada que, menos complaciente, puede ser cualquier cosa. Por ejemplo, política y politizada.

De la mesa al parripollo
Unos pasos más allá de la instalación con espíritu de perpetuo work in progress que recibe a los visitantes (“Construcción láctea”, de los arquitectos Roberto Frangella y Horacio Sardin, una estructura de metal que irá completándose con los cartones de leche larga vida donados por el público para que sean repartidos por Red Solidaria), el pasado de la alimentación porteña se convierte en escena en la sala curada por el Museo de la Ciudad. Siguiendo su tradición de recuperar otras vidas cotidianas a partir de algunos objetos y mucho de maña y recuerdos colectivos, esta vez reorganiza una serie de imágenes de banquetes oficiales repletos de caprichos de la prosperidad terrateniente y ojos muy maquillados, asados entre amigotes de los 40, y programas de la “Serie de conferencias sobre Arte Culinario” que solían hacerse en el salón de actos Harrod’s auspiciadas por Gas del Estado, un “mirahuevos” de origen francés (fascinante: un pequeño mangrullo munido de lucecita para diagnosticar el buen estado o no de los huevos) y una primera edición del clásico libro de Doña Petrona. Lo ideal: recordar la cara del cocinero en la tapa del recetario “Aves y huevos: 6 docenas de prácticas recetas para la cocina”, un ejemplar editado por la “Sección Propaganda e Informes” del Ministerio de Agricultura en 1925. Si la pregunta fuera “¿qué habrá pasado entre ese mundo y la sociedad de consumo empobrecido de principios de 2000?”, tal vez una respuesta excelente serían las colaboraciones que Proyecto Cartele fue distribuyendo a lo largo de los pasillos: fotos de carteles increíbles cazados por todo el país (“Parrilla alegrame el chorizo”, el clásico “Pollo terrestre”) muy apropiadamente montadas sobre bandejitas de telgopol, como las de supermercado. Y es que la de los Cartele es una mirada marginal (que está por editar su segunda compilación), cínica y un poco enternecida, rescatada por aficionados en su tiempo libre y hasta desde un auto en movimiento, que no podría, claro, ubicarse en otro ladode la muestra, aunque no tan lejos de las estaciones individuales con auriculares para escuchar spots de publicidades memorables.
Adentrarse un poco más en la muestra es atravesar la sección de la fotografía publicitaria (que incluye un Brueghel recreado por Mario Blas López y dos interesantes trabajos de Juan Carlos López Chevenet alertando sobre la desnutrición infantil con el lenguaje visual marketinero más puro), y la de ArteBA (donde el Grupo Escombros con “Objeto Inaccesible”, y León Ferrari con una instalación de 20 biberones que contienen copias de la Declaración Universal de Derechos Humanos, y un tríptico de Julie Weisz enfocan el hambre y las desigualdades en sus formas más extremas), para enfrentarse a la que probablemente sea la instalación más fuerte de la muestra: “Eating disorders in a disordered culture”, o “Desórdenes alimenticios en un mundo fuera de control”, un proyecto de arte visual que integra aspectos individuales, culturales e históricas de los trastornos alimenticios.

Activismo visual
Una pared con 9 platos azulados (“En memoria, 1380-2003), una mesa servida para 8 (“Apetitos secretos”), 12 minutos de video repitiéndose constantemente (“Cenando en el vertedero”, o una parábola impactante y eficaz sobre la bulimia en las sociedades modernas), pequeños afiches donde lo que importa es el texto antes que la foto en sí, y un par de auriculares para rescatar las voces y las palabras de personas que tuvieron relaciones cercanas con la anorexia y la bulimia. A partir de eso es que Kathryn Silva y Robin Lasser construyeron un discurso sobre un asunto tan privado y a la vez omnipresente en la vida pública cotidiana que, por eso mismo, se revela como abiertamente político. Si los gestos en torno del comer son los que marcan lugares de pertenencia, es porque también hablan de los deseos y las imposibilidades tanto como de las presiones invisibles. En ese espacio de platos, sonidos y fotografías, pequeños relatos personales van armando un mapa que tiene poco de conflicto individual y privado: “El 30 de junio de 1997, Heidi murió de un ataque al corazón cuando estaba yendo camino a Disneylandia. Como bailarina de ballet, ella deseaba tener un cuerpo ingrávido, un cuerpo perfecto”, reza uno de los platos memoriales de la pared, que comparte espacio con el de Karen Carpenter y Santa Catalina de Siena; “Lo que más rabia me da es que recibía tantos halagos de los hombres cuando era anoréxica. Era del mismo talle que cuando estaba en 4º grado. ¿No se daban cuenta de que estaba enferma?”, se preguntó una mujer anoréxica y bulímica ya recuperada. Creada en California como parte de un proyecto mayor que incluye intervenciones en la vía pública (como un gran cartel a un lado de la ruta con el que Kathryn y Robin lograron llamar la atención de una congresista con tanta fuerza como para convertir en ley su demanda de que las aseguradoras cubran riesgos ocasionados por trastornos de la alimentación) y documentación de las interacciones del público con la obra (un trabajo que en Buenos Aires lleva adelante la artista plástica Nora Raggio, que auxilió, además, a traducir y adaptar la instalación para “Arte al plato”), la de estas mujeres es una acción reactiva que puede incluirse entre el arte social o el activismo artístico. Resulta llamativo, pero la suya es la única obra de la muestra que tematiza estos conflictos. ¿Por qué no se lo considera, si es tan político y urgente como el hambre o los transgénicos?
Kathryn Sylva: Creo que hay una percepción generalizada que lo relaciona con la vanidad. En Estados Unidos, se asume que es algo que solamente pasa a las mujeres jóvenes y blancas, pero no: la dieta es un tema político. Es preciso cambiar el concepto de que se trata de simple vanidad: es algo social.
Robin Lasser: En Estados Unidos también es un problema de los afroamericanos, los latinos, son historias que también tienen que ver con la diversidad. Hay gente que piensa que en Argentina no puede pasar, quees solamente un problema del Primer Mundo, capitalista y consumista. Cuando nos propusieron venir, preguntamos por qué también pasaba esto en Argentina, y nos dijeron que era porque éste es un país consumista y hay gente preocupada por cómo se ve. Pero creemos que se trata, en realidad, de culturas en transición. Las cosas tienen que cambiar, como los gobiernos y la economía, pero también el rol de la mujer. En Estados Unidos, los años 60 fueron el momento de gran empoderamiento de las mujeres. Pero, por un lado, estaba el crecimiento de los movimientos feministas, y, por el otro, un componente psicológico increíble. Frente a ese poder, el modelo de mujer de la publicidad era Twiggy, una mujer aniñada, exageradamente delgada. Y entonces había muchas que no comían para parecerse a ella, ¿pero cómo podía una mujer famélica y aniñada ejercer el poder que estaba ganando? Era una reacción.
Es una relación de poder perversa, dicen, la misma que llevó a Santa Catalina de Siena a matarse de hambre para demostrar su santidad y así ir acumulando poder en la estructura eclesiástica. “Ella lo conseguía por su santidad, y en estos tiempos se logra por un cuerpo perfecto. Pero a la vez hay una revolución silenciosa, nosotras queremos expresar esa tensión.”

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Abajo: S/T, Alessandra Sanguinetti.
 
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