RESISTENCIAS
Durante la última dictadura militar, un grupo de mujeres decidió luchar contra el infierno de la vida cotidiana escuchando los testimonios de sobrevivientes recién salidos de centros clandestinos de detención, para armar el mapa del terrorismo de Estado en Rosario. Treinta años después, se reencuentran luego de las condenas de la primera parte de la causa Díaz Bessone, en el abrazo de una hermandad que persiste.
› Por Sonia Tessa
Entre las cientos de personas que lloraron y se abrazaron en Rosario, sobre bulevar Oroño, el día de la sentencia de la causa Díaz Bessone por delitos de lesa humanidad, había algunas que tenían demasiado que ver con aquello, aunque ni siquiera se notaban en la multitud. Ana Moro y Graciela Diez, las dos con sus hermanas mellizas desaparecidas durante la dictadura, así como Alicia Lesgart, cuya familia empezó a ser masacrada en Trelew, en 1972; Inés Cozzi, abogada que conoce el expediente por haberlo parido, fueron algunas de las que construyeron esa causa judicial –entonces llamada Feced– en plena dictadura, y hace 30 años juntaron muchas de las pruebas que lo convirtieron en uno de los juicios más documentados del país. Ellas pasaban las tardes escuchando los desgarradores testimonios de sobrevivientes recién salidos de centros clandestinos de detención, poniéndoles nombres a los represores, armando el mapa del terrorismo de Estado en Rosario. Por las noches, iban a una pizzería popular, la Argentina, donde tomaban vino, o cerveza. Contaban chistes y se reían, eran pura algarabía para exorcizar el dolor. Tanto, que una noche el mozo les preguntó si integraban un grupo de teatro. Bajo el manto protector de la abogada Delia Rodríguez Araya, ellas fueron parte de eso que se conoce como la resistencia civil a la dictadura. Fueron de los que detectaron esa pequeña partecita que no fuera infierno dentro de la vida cotidiana, como dice Italo Calvino en Las ciudades invisibles, y lo hicieron crecer.
Unos días después de las condenas de la primera parte de la causa Díaz Bessone, estas mujeres que rondan los 50 años se encuentran alrededor de una mesa. La hermandad subsiste, aunque ya no se vean todos los días. María Cristina Bernengo, prima de Diez, era otra de las que tomaba testimonios para sumar a una causa judicial que entonces era un sueño. Delia Rodríguez Araya era la estratega. “A los abogados jóvenes nos hizo estudiar el Código de Justicia Militar porque entonces creíamos que las causas iban a tener que realizarse en ese fuero, todavía no había llegado la democracia”, rememora Inés Cozzi, la menos verborrágica de las convocadas. Delia –fallecida el 13 de mayo de 2009– las llamaba sus “hormigas”, por el minucioso trabajo que les tocaba. A Graciela, morocha, le decía la hormiguita negra, y a Lesgart, la hormiguita colorada. Ellas se ríen de aquellas ocurrencias, como si el tiempo se hubiera detenido.
Entonces, hasta 1982, el punto de reunión fue un local de la Liga Argentina por los Derechos Humanos, donde ahora el Concejo Municipal puso una placa para recordar que allí se resistió al terrorismo de Estado. “Nos juntábamos el primer domingo de cada mes, hacíamos comidas para recaudar dinero, pero no iba nadie. Hacíamos ravioles. El que cocinaba era Fidel Toniolli, que tenía una rotisería”, relata Ana Moro. El nombre de Fidel, padre del desaparecido Eduardo Toniolli y abuelo del Edu, actual diputado provincial y uno de los referentes de Hijos en la provincia, volverá una y otra vez, como una figura central en aquellos años. “La primera vez que fui a la Liga mi papá no quería ir, porque estaba muy asustado. Ibamos al obispado y nos decían que Marta, mi hermana, estaba viva. Y él tenía miedo, creía que si hacíamos quilombo iban a matarla”, recuerda Graciela. Cuando llegó a la Liga, encontró la contracara: la cercanía y la contención. “El primero que me atendió, con un afecto tremendo, fue Toniolli. Nos abrazó, me besaba”, subraya Graciela el contraste con lo que venían viviendo. “Preguntábamos en todos lados por mi hermana, nos decían que les preguntáramos a los empresarios y a los militares, que ellos sabían.” El padre de Graciela no pudo soportarlo. Tres años después de la desaparición de Marta, murió de cáncer. “Después supe de la incidencia del cáncer en los padres de desaparecidos por los estudios de las Madres de Plaza de Mayo”, dice Graciela.
Estas mujeres recuerdan anécdotas cotidianas. Los hijos de Lesgart, en lugar de jugar a la maestra o a las muñecas, personificaban a los distintos compañeros de su madre en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, el otro organismo que prestó su sede para realizar encuentros y tomar testimonios. Mariano y Berenice, sus niños, eran pequeños, como los de Ana Moro, que además había asumido el cuidado de sus sobrinos, que tenían tres y un año cuando Miriam y Roberto de Vicenzo fueron secuestrados. “Ana y yo estábamos en la comisión de visitas, íbamos a ver gente que nunca se había acercado a ningún lado. Había mucho miedo, mucho terror en los familiares de desaparecidos”, dice Lesgart. Ana había estado diez días secuestrada en el Servicio de Informaciones, el mayor centro clandestino de la región, por donde se estima que pasaron 2000 personas.
Los primeros años de militancia fueron en soledad, las comidas con poca gente, la búsqueda de testimonios esquivos. Ese aislamiento empezó a cambiar en 1982. “La gran explosión de gente fue después de Malvinas. Pero antes de la guerra ya había venido a Rosario Adolfo Pérez Esquivel, premio Nobel de la Paz. Al mediodía fuimos a comer, y nos amenazaron con que habían puesto una bomba en Luz y Fuerza, el lugar donde se iba a hacer el acto. Cuando llegué, estaba todo rodeado por la policía. Y me llevé una gran sorpresa porque adentro estaba repleto de gente”, cuenta Ana, todavía sorprendida de aquel día, cuando llevó una sábana vieja escrita con fibrón como primera bandera de las Madres de Plaza de Mayo.
Al encuentro de viejas compañeras se suma Manoli Labrador, la hija de una de las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo, Esperanza Labrador, que junto a Nelma Jalil viajaban todos los jueves a la ronda de Buenos Aires, desde 1977. Los Labrador fueron diezmados por la dictadura: Miguel Angel desapareció en septiembre de 1976; Palmiro y su compañera, Graciela, fueron asesinados junto a Víctor, el padre, dos meses después. Esperanza y Manoli huyeron a España con lo puesto, pero Esperanza –tozuda– volvió meses después a buscar a su hijo. Manoli está, de alguna manera, en nombre de su madre, entrañable amiga de las demás presentes. Una anécdota que cuentan entre todas la pinta de cuerpo entero. “La primera vez que participó el Movimiento de Liberación Homosexual en una marcha de derechos humanos, el Partido Comunista Revolucionario quiso impedirles que se sumaran. Esperanza vio que se había armado lío y puso el grito en el cielo: ‘Putos o no putos, si están con las Madres, que marchen’, gritó. Y se acabó la discusión.” Esperanza murió el año pasado.
Para Graciela, 1982 fue el año de lo que llama con ironía su “ingreso triunfal” en la agrupación Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas. Entonces, punto de reunión de todas ellas. “Fue el día de la visita del papa Juan Pablo II, el 12 de junio de 1982. Teníamos una bandera de 70 metros, la llevamos bien dobladita y la idea era levantarla en el momento en el que pasaba el Papa. Cuando levantamos la bandera, la misma gente empezó a llamar a la policía. Vino un policía gordo, todo colorado. Yo hice el ademán de agarrar mi bolso, y él creyó que yo iba a volver a levantar la bandera. Me prendió, no me soltó más. También la prendieron a Lilian Etchegoy”, rememora lo ocurrido en aquella tarde, cuando una buena parte de la sociedad no veía con buenos ojos la denuncia sobre desaparecidos. “Había dos compañeros, Héctor “Chinche” Medina y Miguel Fontán, que recién salían de la cárcel, así que cuando nos llevaban estábamos contentas de que nos hubieran agarrado a nosotras y no a ellos. Cuando el tipo nos llevaba, la gente gritaba ‘Brujas, quémenlas’.” La estadía en la comisaría de Palermo no fue muy larga, pero tuvo otro episodio que hoy Graciela recuerda entre risas. “En la comisaría nos pusieron a las dos con otra chica, que nos preguntó por qué estábamos ahí. Cuando le contamos, nos decía: ‘Eso no hay que hacerlo, desprestigia a la Argentina’. Entonces le preguntamos por qué estaba ella. ‘A mí me trajeron porque me subí al caballo de una estatua para ver al Papa’, nos contestó”, y todavía se ríe. Esa misma noche las liberaron. Volvió a Rosario y, al llegar, continuaba el miedo. “Miré bien todos los placares, puse trabas, muebles contra las puertas para que nadie pudiera entrar”, recuerda ahora. Sus compañeros creyeron que nunca más participaría de actividades, pero luego se convirtió en parte de ese grupo que armó la causa, entonces llamada Feced, por el comandante de Gendarmería que fuera interventor de la policía rosarina desde 1976 y que se solazaba en las torturas a detenidos y las amenazas a familiares de desaparecidos o detenidos. Por ejemplo, a quienes iban a preguntar por sus parientes les mostraba fotos de cuerpos mutilados y les decía que eso podía pasarles a sus hijos. Feced murió oficialmente en 1986, en Formosa, pero una investigación del periodista Carlos del Frade demostró que en 1988 todavía estaba vivo. Después sí murió, y nunca fue juzgado.
Cuando la dictadura comenzaba a mostrar grietas cada vez más grandes, el equipo jurídico de Familiares y APDH empezó su trabajo contra reloj para juntar testimonios y pruebas, con visión de futuro. Otra abogada, Olga Cabrera Hansen, que había estado secuestrada en el Servicio de Informaciones, contó cómo empezaron a atar cabos. En el local recibían a los familiares, pero aún no sabían cuánto podían hacer. Un día llegaron las hermanas de Marisol Pérez, desaparecida del Servicio de Informaciones. Olga les preguntó si ella sufría del riñón. Las hermanas asintieron. De acuerdo con los relatos que había recogido en el sótano céntrico donde funcionaba el centro clandestino, les recomendó que hablaran con una compañera de cautiverio de Marisol, que la había visto con vida. Allí empezó el armado de un rompecabezas que llevó años. “Los testimonios se tomaban en una máquina de escribir, con copias carbónicas. Una copia quedaba en una caja fuerte, a nombre de Alicia. Había personas que no se querían llevar las copias de su testimonio a la casa porque los familiares no sabían que habían denunciado”, recordó Inés Cozzi, quien subrayó que “una copia de todo eso fue entregado a la Conadep cuando vino a Rosario”. Pero ellas tenían una postura crítica. “No estábamos de acuerdo con la Conadep, pedíamos la Bicameral”, subrayó. Eso no impidió que Delia formara parte de la Comisión, con toda su experiencia. Los casos documentados en aquella causa formaron parte del Juicio a las Juntas.
El trabajo excedía lo jurídico. “Había comisiones y el equipo de apoyo. La idea era instalar lo que había pasado en la sociedad, entonces empezamos a hacer actividades públicas. Ibamos a la puerta de los cines. Cuando se proyectó Missing fuimos con fotos de desaparecidos, en tamaño carta. El impacto que generaba en la gente no me lo voy a olvidar nunca”, relató Inés Cozzi. Ana Moro –todavía hoy, 35 años después, es idéntica a las fotos que conserva de su hermana– recuerda cómo la gente que salía del cine iba a abrazarla cuando veía la foto de Miriam. Las pancartas con fotos de desaparecidos que aún hoy se llevan a las marchas del 24 de marzo de Rosario son las que hicieron entonces.
“Todo el consenso social que se ve ahora, el conocimiento de lo ocurrido, fue también producto de lo que se instaló en la población, ésa es la memoria”, dice Inés. Y como la memoria está hecha de historias heroicas, algunas pequeñas, muchas desconocidas, estas mujeres forman parte de la construcción de aquella memoria, de la obstinación en conseguir justicia. Este es un suplemento de mujeres, pero en aquel grupo el equipo jurídico de Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas y Gremiales, había dos hombres, jóvenes, dos sobrevivientes del Servicio de Informaciones. Uno de ellos, Eduardo “Tortuga” Nassini, murió en los ’90, con la angustia de la impunidad. El otro, José “El Gringo” Aloisio, sí estaba el 26 de marzo pasado para festejar una primera parte de la justicia.
La nota se convierte en un aluvión de anécdotas e intercambios. Las presentes parecen dialogar con las ausentes para recordar entre risas aquellos lazos que hacían soportables momentos durísimos. Alicia Lesgart cuenta que aún guarda el grabador Geloso donde registraron el testimonio de Esperanza Labrador. Ella tenía mucho para contar, y a cada rato le daban ganas de ir al baño. “Tengo grabada su meada”, se ríe Alicia y recuerda que Delia le dijo: “Llorá, Esperanza, llorá, así meás menos”. El tiempo pasa, y ellas podrían seguir durante horas recordando aquello. “No se puede resumir tanta vivencia en un ratito. Todas estas historias han repercutido en nuestras vidas”, dice Alicia. Para Ana Moro, la síntesis de aquellos años tiene que ver con Italo Calvino. “De toda esta historia, tan triste, a mí me queda la alegría de haber conocido a esta gente”, confiesa. Y todas asienten.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux