MONDO FISHION
› Por Victoria Lescano
El lunes por la noche, en el primer piso de la colección Amalia Lacroze de Fortabat, contiguas a los cuadros de Romulo Macció, De la Vega y García Uriburu, algunas de las obras que componen la pinacoteca en su apartado arte argentino, una docena de expertas vestidas cual azafatas de una tienda libre de impuestos o el mostrador de alguna casa de cosmética de lujo presentaron el desembarco de la firma japonesa Shiseido.
Lucían traje de pantalón y chaqueta negros, un foulard rojo con estampa, una camelia flotando en un cuenco de agua y la imprescindible “cartera brochera” (dícese en la jerga cosmética al sobre de cuero negro con pliegues dignos de un origami, donde se acarrean brochas pinceles y demás artilugios para la aplicación de una galería de cosméticos sibaritas). A su alrededor, una crema que simula un trago de agua fresca en la piel, reductores, maquilladores de arrugas cobijados bajo las denominaciones Future Solution LX, BioPerformance, Benefiance, The Skincare, White Lucent, Pureness, maquillajes y el perfume Zen. Quienes en un happening de cosmética pop predicaban y untaban las manos y los contornos de ojos –y hasta tomaban fotografías microscópicas de la piel de algunas asistentes– en su acting representaban el anuncio de la firma japonesa en quince tiendas de cosmética de Buenos Aires. Pero en el inicio del recorrido y antes del paneo por los últimos gritos de la cosmética contemporánea se pudo apreciar un simulacro de pequeño museo con la iconografía, los clásicos y piezas iconoclastas de la cosmética ideada en los inicios de Shiseido: en el edificio con bóvedas de vidrio y metal construido por Rafael Viñoly, las paredes rojas dispuestas cual biombos documentaban y proyectaban tanto imágenes de las campañas de Serge Lutens como tomas de una fuente de sodas fechada a comienzos de los años ’20.
En 1872 Arinobu Fukuhara fundó una pequeña farmacia de medicina oriental. El fue además jefe de Farmacia en la Armada Imperial japonesa y el creador de la primera pasta de dientes japonesa. También ideó polvos de arroz con colores naturales similares a los usados en Occidente, y parece haber tenido la astucia de alimentarse de modismos de los occidentales (aunque las campañas gráficas de las firmas se jactan de difundir el estilo de las mujeres japonesas). El flirt con Occidente se enfatizó cuando, circa 1906, Shinzo Fukuhara, el científico y dictador de nuevos estilos en la historia de la firma, se marchó a estudiar medicina a la Universidad de Columbia.
Junto con las proyecciones de las campañas de Lutens –de imágenes de mujeres japonesas bronceadas a la figura de una mujer abrazando el sol naciente–, en los exhibidores de vidrio que desembarcaron en Puerto Madero, se pudieron apreciar el potiche de cerámica y contenedor de la pasta de dientes, otra en tonos marrón consagrada a una crema facial bautizada cold cream. Cautivó el primer prototipo de pintalabios en color carmín y con forma de munición, que en plena escasez recibían cual obsequio las mujeres que trabajaban en fábricas durante la guerra, junto al packaging de polvo de arroz. Ambos son considerados los fetiches en el imaginario de las geishas y las adoratrices del kabuki. Del lado de los clásicos, una botella roja original de 1897, provista de moño al tono y ornamentada con rosas rococó y cierto barroquismo: tal fue el primer frasco para Eudermine, una célebre loción para la piel que en 1997 el artista Serge Lutens volvió a diseñar con un packaging que emula alguna antigua pieza de un museo oriental y predica formas netas y sí “minimalistas” –una palabra que ya es anticuada–. Vale destacar que amparado por Shiseido, el multifacético Lutens experimentó con aromas y ahora tiene su propia línea de perfumes con frascos rara avis y en su interior, almizcles, flores exóticas y perfumes de algún harén.
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