PERFILES > FLORENCIA TRíAS
› Por Roxana Sandá
Florencia Trías, la adolescente de 19 años imputada por el homicidio simple de su novio y padre de su beba, Matías Cuello, un chico de 24 años que solía llevar en su cuerpo las marcas de la violencia tantas veces desatada en peleas por los celos de ella, en corridas por desencuentros tabicados entre cuatro paredes a las que nadie tuvo acceso nunca, se entregó esta semana en una fiscalía de Pilar acompañada por sus padres en un silencio escogido para no declarar, porque no es posible desandar lo irreversible. Matías fue quemado en la mitad de su cuerpo, según pericias, con agua hirviendo; sus padres contradicen el informe porque parecía chamuscado, con rastros de hollín en las cejas y la barba incipiente. Parte de los veintidós días que permaneció internado hasta su muerte coincidieron con la fuga de Florencia hacia ningún lugar: jóvenes, pobres, compartiendo una pieza en la localidad de Manuel Alberti como único lugar común. El padre y la hermana de Matías dijeron que de ella se esperaba “cualquier cosa”, menos la muerte. Y la cuestión comienza a enrarecerse. Algo similar sobrevoló el caso de Adriana Cruz, la mujer que el 19 de marzo asesinó a su hijo de seis años para vengarse del padre, Carlos Vázquez, y luego falleció ella, agónica tras intentar suicidarse en el penal de Melchor Romero, donde estaba detenida. Tiempo atrás, Vázquez había denunciado a su ex mujer por maltratos y amenazas en la UFI 5 de La Plata y hecha la presentación se llevó a los hijos, pero diez días después, cuando Adriana pidió disculpas y prometió no violentarse más, los chicos volvieron con ella. Nadie quiso imaginarla capaz de matar y morir. Las dos hijas adolescentes estaban asustadas, pero supusieron que la reconciliación de los padres borraría el miedo de un plumazo. “Amense”, le escribían a su padre, en ruego de que la unión exorcizara una violencia anterior, casi antigua, entre los dos. En su investigación No matarás: el delito en la diversidad cultural, la antropóloga Beatriz Kalinsky sostiene que el delito caratulado como homicidio puede ocurrir en el envoltorio de la cotidianidad, “cosas de todos los días que toman una dimensión extraordinaria (...) No importa ya demasiado quién mata y quién es muerto: uno podría haber sido el otro y al revés”.
Al decir de Kalinsky, ese crimen se convierte en “un borrón en la propia existencia que no cuaja en los proyectos ni en el pasado vivido en los entornos familiares y comunitarios. No es que la violencia sea ajena, es simplemente que al reconocerse uno mismo como ejecutor de una acción violatoria de la ley, y no pocas veces de los principios morales sostenidos durante toda una vida (el “No matarás”), es imperativo iniciar un trabajo intelectual y emocional para dar una ubicación posible al ‘hecho’, y así seguir viviendo”. A Cintia Matorras la detuvieron a fines de marzo, acusada de apuñalar en el corazón a su pareja, Maximiliano Contreras. Algunos vecinos testificaron que en la vivienda del barrio cordobés de Villa del Libertador se escucharon gritos, peleas, pero nada que hiciera pensar en un hecho de sangre. Menos aún cometido por una mujer. Las tres, Florencia, Adriana y Cintia, ponen en jaque el sistema de creencias de una sociedad que prefiere interpretar lo inesperado en la conducta de estas mujeres, antes que anclarse en lo inevitable. Llámese excusa, complicidad o ignorancia, “la gente de a pie” cristalizada en “la opinión pública” suele elegir esa forma de justificación frente a los actos cometidos. “Ello da flexibilidad a la adjudicación de causas, que podrán justificar sólo en la medida que brinden verosimilitud a acciones que han ocurrido sin aviso previo (...)” El carácter imprevisto de la agresividad contenida en estas mujeres desenmascara sin escrúpulos todo cuanto la sociedad hace, omite o silencia, según convenga a la ocasión. “El homicidio es el mismo en cualquier lado”, advierte Kalinsky. “Alguien mata y otro es muerto. El ambiente será distinto, también las palabras dichas, la entonación de las voces o los motivos del conflicto, pero los sentimientos que quedan prisioneros de la escena de un crimen son casi siempre muy parecidos.” Es en esa atmósfera donde la sociedad ensaya entre prejuicios y condicionantes un relato que ayude a deglutirse todo lo que encierran las connotaciones de la muerte en manos de una mujer, cada vez que ponen en el banquillo las miserias que se esconden bajo la alfombra de la moral y las buenas costumbres.
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