Vie 25.05.2012
las12

Viajeras militantes

militancias Empezaron a peregrinar en los sesenta y en su camino trazaron un mapa de lucha, reflexiones e intercambio de ideas. Quiénes fueron las primeras viajeras que llevaron (y trajeron a nuestro país) las ideas feministas que marcaron el pulso de la militancia tal como la conocemos hoy en día.

› Por Mabel Bellucci*

El siglo XX dio de todo, insondables experiencias para bien y para mal. Una de ellas fue que las mujeres viajaban solas por el mundo. Con más frecuencia y en mayor número, por los años sesenta en adelante. Algunas se desplazaban de formas más originales; otras, de maneras más tradicionales. A esas mujeres peregrinas que se trasladaban de un lugar a otro con el propósito de explorar idearios, experiencias y materiales fuera de su suelo, para repatriarlos en beneficio de sus congéneres, las denominaré viajeras militantes.

Una muestra paradigmática de las viajeras militantes fue la de las feministas. Históricamente, el carácter internacionalista del feminismo no asombra a nadie. Desde la primera mitad del siglo XIX, las argentinas rastreaban la información y la formación por fuera de sus circuitos para forjar un aprendizaje en los centros operativos que derrochaban conocimientos, nuevas intervenciones y polémicas que no se realizaban en sus lugares vernáculos. Algo semejante sucedió, en los años setenta, con la presentación del debate del aborto entendido como un derecho de las mujeres sobre el control de su cuerpo y la reproducción acorde con los planteos de los feminismos centrales, a través de usinas como Nueva York, San Francisco, Londres, Roma, Milán y París. Si de Buenos Aires hablamos, puerto de acceso a lo extranjero y de salida al exterior, existieron figuras consagradas de viajeras militantes, de rápido reconocimiento. Victoria Ocampo, María Rosa Oliver, María Elena Oddone, Otilia Vainstok, María Luisa Bemberg, Gabriella Christeller, Mirta Henault, Martín Sagrera Capdevilla, Linda Jenness, entre tantas otras.

A partir de 1970, estas viajeras militantes no sólo trajeron escritos inéditos en torno del aborto, sino que también los publicaron mediante editoriales amigas o por cuenta propia. Todo se hacía a pulmón, en papeles mimeografiados, en páginas escritas a máquina y luego fotocopiadas. Había artículos, antologías, encuestas, boletines, libros y revistas. Editar significaba una tarea común siempre en beneficio de las pares. Además, traducían los debates circulantes de su idioma original al castellano de modo artesanal. Importaron la premisa del aborto libre y gratuito como una demanda a conquistar por parte de las mujeres organizadas, tanto para instalar el debate como para situarlo en el listado de reivindicaciones del feminismo local, de las principales agrupaciones de ese entonces: la Unión Feminista Argentina (UFA) y el Movimiento de Liberación Feminista (MLF).

Al instante de imponer la clandestinidad del aborto en la agenda del activismo local, el perfil profesional y universitario fue un indicador. Pero también la disponibilidad económica de viajar, tanto ir y volver como radicarse. Así, su condición de clase privilegiada colaboró con suma intensidad para que estas mujeres se desplazasen a los focos centrales, en los cuales tomaron contacto con las producciones de ideas y textos claves del feminismo blanco, etnocentrista y de académicas devenidas activistas. Y fue en ese peregrinaje de llevar y traer que la noción de las políticas del cuerpo, el derecho a decidir –mi vientre me pertenece, yo soy mi cuerpo y otros lemas más– se asentaron en tierras criollas. Además, nuestras viajeras militantes seleccionaban casi todas las autoras de cuño radicalizado, elegían aquellas por las que sentían admiración por su trayectoria, o bien, por sus presupuestos teóricos y estéticos.

Posiblemente, las malas lenguas caratulen a las viajeras militantes, desde el presente, como señoras aristócratas, símbolo de un feminismo de ricas que se arrojaban a probar aventuras en las grandes ciudades, con viajes de coleccionistas y objetos suntuarios al estilo de los rancios conquistadores. Para ellas no representaba un punto de inflexión el que sus aconteceres y pareceres se sostuviesen bajo relaciones asimétricas entre regiones, lenguas, culturas y clases; se sentían hermanadas en la lucha feminista desatada desde los distintos continentes.

No cabe duda de que administraban una serie de recursos, entre ellos, económicos, sociales y culturales, que les permitían otras correrías más fijadas al modelo de su época. Ahora bien, esos contactos en las ciudades capitales no servían para un interés personal, mezquino y acumulativo. Todo lo contrario, las relaciones las llevaban directo a los escritos que luego ponían al servicio de quien lo quisiese, en especial, con sus aportes circulaban discursos gestados desde una particularidad histórica. Hacían lo que hacían sin titubeos ni escondrijos. Y como nadie es de bronce, seguramente entre bambalinas armarían juegos de poder, ejercerían arbitrariedades y exclusiones, levantarían posiciones eurocentristas y de un centralismo porteño. No obstante, ello no ensombrece la labor estratégica y la apuesta desafiante de la mensajería, el puente que llevaron a cabo nuestras viajeras militantes entre mundos feministas en contextos y condiciones tan desiguales.

En aquellos años, lejos estaba aún la etapa de los financiamientos por parte de los organismos internacionales, de las agrupaciones de mujeres que promovían viajes y contactos con otras experiencias, foros internacionales y, menos que menos, de las organizaciones no gubernamentales. Para los Encuentros Feministas Latinoamericanos y del Caribe hubo que esperar hasta 1981, año de inicio del primero que se realizó en Bogotá, Colombia. Por lo pronto, las visitas de extranjeras a la Argentina –fuesen profesoras, alumnas o militantes feministas– resultaban para aquellos trechos de una sofisticación oriental. Movilizarse de acá para allá era feudo de unas pocas. Faltaban más de tres décadas para acceder masivamente al mundo de las redes virtuales. Por estas y otras cuestiones, poco se sabía de lo que acontecía afuera. No obstante, las viajeras militantes igualmente apuntaron hacia una política global.

Libros van, libros vienen

Una vida de embarques en transatlánticos y aviones para Europa con el acarreo de equipajes fue la de Victoria Ocampo. Sur fue su norte. Tradujo e hizo traducir cuanto se le cruzó por sus manos. Los números 326, 327 y 328 de su revista Sur se fusionaron en un solo tomo y salieron como un especial denominado “La Mujer”. Allí se constató su compromiso con el ideario. Supo leer bajo la égida de su momento histórico y publicó allí una encuesta relacionada a un sinnúmero de temas femeninos, donde se incluía la anticoncepción y el aborto. Los hechos posteriores le dieron la razón. Tan desprejuiciada resultó que ella misma se propuso ser la primera en contestar las preguntas del sondeo de opinión y sus respuestas aparecieron en el prólogo de dicha publicación.

Mientras que a María Elena Oddone, la luchadora por el aborto legal con su agrupación el MLF, su particular interés por el tema le surgió cuando ella residía cómodamente en Canadá con su familia, en 1964. Día tras día, leía las noticias sobre las turbulentas manifestaciones de las feministas radicales y la larga y pesada condena a mujeres por haber abortado ilegalmente. Vuelta a la Argentina, con un afán por conquistar lo que se reclamaba con virulencia en otros lugares, se impuso por la causa que plasmó tanto en las calles como en su revista Persona. A diferencia de Victoria Ocampo, ella no tradujo ningún texto sagrado, fue una mujer de acción directa. A principios de los años setenta, Oddone se lanzó a colaborar con un grupo de militantes socialistas en la Sociedad de Fomento de La Boca, al abrir una cooperativa para que las vecinas de menores recursos adquirieran lo más indispensable. Entre tanto, bajo la supervisión de dos médicas, las capacitaban sobre el uso de los métodos anticonceptivos para evitar abortos.

Otra viajera militante fue Otilia Vainstok, prologuista y diseñadora de un texto –Para la liberación del Segundo Sexo, publicado por Ediciones de La Flor, en noviembre de 1972– que supo ser el libro corresponsal de las luchas del Movimiento de Liberación de la Mujer, en Estados Unidos, para otros hemisferios. Vainstok, socióloga y matemática, partió para estudiar en la Johns Hopkins University de Baltimore, hacia fines de los sesenta. Ella fue una entusiasta observadora del clima de resistencia de los movimientos sociales del Norte, en particular del feminismo y de los negros por la conquista de los derechos civiles. En efecto, su obra, entre otras tantas cosas, puso a disposición de nuestras ávidas lectoras los detalles en torno del agitado clima de batalla que franqueaban las estadounidenses por sancionar una ley sobre aborto.

El 28 de mayo de ese año, nos visitó la feminista Linda Jenness, candidata a presidenta de Estados Unidos por el Socialist Workers Party (SWP). Lo cierto fue que se constituyó un comité de recepción para recibirla con varios partidos socialistas, junto con el MLF y el grupo Muchachas. Faltaría menos de un año para que se conformara el Partido Socialista de los Trabajadores (PST). De inmediato, entre las mujeres trotskistas y el feminismo organizaron un acto de presentación de esta luchadora en el Teatro del Centro. Fue tal la expectativa generada por su presencia que buena parte de las asistentes debió resignarse a permanecer afuera y escuchar a través de los altoparlantes su disertación pública. Su planteo se centró en las luchas que se llevaban a cabo en su país por las políticas del cuerpo y el derecho al aborto.

Unicamente en ese lugar de adelantadas a su tiempo se entienden las causas que las llevaron a sentirse tan atravesadas por las experiencias de sus pares en otras latitudes. Sus incunables no partían de escrituras con pluma propia, con excepción del primer capítulo, “La mujer y los cambios sociales. La Mujer como producto de la historia”, escrito por Mirta Henault, en el libro Las mujeres dicen basta, de 1972, Editorial Nueva Mujer. Si bien Mirta aún no había cruzado continentes, se topó con Women: The Longest Revolution (Las mujeres: la revolución más larga) de Juliet Mitchell, de 1963. Este texto le otorgó la posibilidad de pensar la lucha de las mujeres por fuera del marxismo. Para Henault, ella tenía muchas cuentas pendientes con las ideas revolucionarias y esta psicoanalista británica ponía el dedo en la llaga con sus duras críticas a la misoginia de las izquierdas. En la Argentina se recibían cosas pero no muchas; igualmente, los y las militantes trotskistas se vinculaban con la producción de los teóricos marxistas críticos del exterior. Lo cierto es que se volcó de lleno al nuevo activismo con su entrada a la UFA.

Pese a los periplos incansables y acarreando los materiales publicados en las principales urbes, asombra que la Bemberg no se haya expedido a favor del derecho al aborto, siendo una de las referentes más visible de la UFA. Al revisar un sinnúmero de entrevistas realizadas a la cineasta declaraba sin escondite su pasión feminista. A la vez, describía las demandas globales más sentidas por las mujeres con las que ella se comprometía, aunque no entraba en el terreno de la sexualidad. En cambio, hubo otras activistas de la UFA –cabe nombrar a Marta Miguelez, Sara Torres, Hilda Rais, Marta Muñoz– que plantearon el debate en el interior de la agrupación, así como también realizaron acciones de cara a la sociedad porteña, tal como pergeñar una campaña alrededor del lema “Basta de abortos clandestinos”. Asimismo, el grupo Muchacha, integrante de la organización, desataba pasiones en su revista al transcribir las epopeyas de sus pares internacionales en cuanto a las luchas por la libre decisión de la maternidad.

Mientras que los grupos juveniles gritaban “Cámpora al gobierno, Perón al poder”, Ediciones de la Flor de nuevo volvió a tirar piedras para intentar derribar a Goliat: sin que nadie lo pidiera tradujo Abortion Rap, de dos juristas de Nueva York, Diane Schulder y Florynce Kennedy. Lo editó bajo el nombre Aborto: ¿derecho de las mujeres? Testimonios de mujeres que han sufrido las consecuencias de leyes restrictivas sobre aborto, con un copioso prólogo llamado “La sociedad y el Estado ante el aborto”, escrito por el demógrafo y sociólogo Martín Sagrera Capdevilla. En 1975, este investigador español publicó ¿Crimen o derecho? Sociología del aborto, editado por Librería El Lorraine. Su discurso estaba teñido por los emblemas típicos del feminismo de la década y, a la vez, compartía las campañas tanto en París como en Nueva York por la legalización de tal práctica.

Al fin y al cabo, de alguna manera, nuestras y nuestros referentes vislumbraron una lucecita entre tanta tempestad y se embarcaron tanto en proyectos editoriales como en acciones políticas. Sin más, pusieron en marcha lo que Eve Kosofsky Segdwick denominaría “out of the closet and into the streets”. Seguramente, nadie de las y los nombrados tuvo el gusto de conocer a la estrella de la teoría queer. No importó, por más que no hayan sido presentados, tales figuras pusieron en marcha lo que esta filósofa aconsejó una década más tarde: “salir del armario y tomar las calles”.

* Activista feminista queer. Avance de su próximo libro en torno de la lucha por el derecho al aborto en la Argentina.

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