RESCATES
› Por Malena Rey
¿Sabremos alguna vez quién fue Nora Barnacle? ¿Podremos, a partir de la reconstrucción de su vida, llegar a una versión más o menos acabada de su figura, de su pensamiento? La respuesta es no. Como sucede en tantos casos, ella quedará en la historia por ser “la mujer de”: no hay escritos ni documentos suyos de primera mano, no hay grabaciones, sino sólo fotografías y testimonios de otros, en especial de su compañero y marido: James Joyce. Nora es la versión que Joyce construye de ella. Ni siquiera el film Nora, de 2000, con Susan Lynch y Ewan McGregor encarnando al matrimonio, logra hacerle justicia: según esta historia novelada y pintoresca, Nora era una muchacha pasional y rebelde que amaba en exceso y sufría por culpa de Joyce. Tampoco los libros sobre la pareja la pintan de carne y hueso: para algunos biógrafos, ella es el correlato real de Molly Bloom, el personaje femenino más importante del Ulises de su marido.
Nora nació en Galway, Irlanda, en 1884, hija de un panadero analfabeto y de una madre costurera, y recibió educación en un convento. Después de un romance tórrido con un hombre mayor, su tío la envió a Dublín y allí conoció al escritor. La primera cita de la pareja tuvo lugar el 16 de junio de 1904 (tal sensación debe haber causado en Joyce ese día que todo el Ulises transcurre la misma jornada) y no se casaron hasta 1931, cosa rara para la época. La pareja, que durante largos años vivió en la pobreza, se estableció por períodos en París, Zurich, Roma y Trieste. Joyce murió en 1941, y Nora lo sobrevivió diez años.
Pero revisemos los documentos, considerando que todo libro que se encarga de compilar la correspondencia de alguna celebridad nos da la mitad de la información y nos oculta la otra. Esta injusticia es moneda corriente en los epistolarios: se publica la carta, pero no la contrapartida ni la que motivó esa respuesta, como si en vez de una relación dialógica se tratara de un texto independiente escrito pensando en un destinatario mudo. Uno de los ejemplos más evidentes es el de las cartas de Kafka a Milena y a Felice: sólo adivinamos las palabras de ellas cuando él las glosa o las comenta, pero nunca accedemos a su propia voz. Lo mismo sucede en la correspondencia de James Joyce con su mujer, las ya célebres Cartas de amor a Nora Barnacle, el testimonio escrito de la relación que los unió por años, y de cuyo seno nacieron dos hijos (Giorgio, el preferido de la madre, y Lucia, la preferida del padre, la joven difícil, con diagnóstico de esquizofrenia, que pasaría largos años recluida en un asilo).
Las cartas “de amor” que se conservan son del período anterior a la partida de Dublín, o sea que marcan los comienzos de la relación (1904-1912). Joyce salía frecuentemente de viaje, y pretendía dejar encendida la llama de una pasión perversa en Nora: en ellas no se refiere de forma romántica a sus atributos generales sino en particular a su cuerpo, ese objeto de deseo, ese lugar físico al que quería poseer y que lo encendía: “Estoy todo el día excitado. El amor es un maldito fastidio, especialmente cuando está unido a la lujuria (...). Quizá pienses que mi amor es una cosa sucia. Lo es, querida, en algunos momentos”. Joyce la llama de muchas maneras que van de “queridísima” a “putita”, “Nora pedorra”, o “mi sucia pajarita cogedora”, y narra con detalles escabrosos fantasías fetichistas y escatológicas: “He pensado en ti haciéndome gestos sucios con los labios y la lengua, provocándome con ruidos y palabras obscenas y haciendo ante mí el más sucio y vergonzoso acto del cuerpo”. Contamos entonces con las cartas de la intimidad de la pareja y, como contrapartida, con la célebre obra de Joyce.
¿Qué fue de Nora? ¿Cómo escribía ella? Nunca lo sabremos.
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