Viernes, 31 de agosto de 2012 | Hoy
RESCATES
A diez años de la muerte de Maite Alvarado, un homenaje a la trayectoria de una referente irremplazable en el campo de la enseñanza de la escritura en la Argentina. Una mujer que “habitaba la niñez” y que confiaba en el poder de la invención y del juego a la hora de alimentar las propias experiencias de lectura.
La de Maite Alvarado fue una muerte sorpresiva, temprana, inexplicable, como suelen ser las que, por obra y gracia del cáncer, nos privan de personas irremplazables. Alguna vez, en la solapa de un libro de cuentos, se definió como docente y escritora, alguien que “les muestra a otras personas que ellas también pueden escribir”. Una mujer que “leía exquisitamente. Le parecía que la lectura era una de las mejores cosas de este mundo y, generosamente, quería que todos compartieran ese placer”, tal como la describió su amigo Daniel Link en una hermosa semblanza publicada en este mismo diario hace diez años. Y ahí está la clave de su vida y de su obra: la escritura y la lectura como puntas de lanza, como universos posibles, vastos, para ser abordados por medio del juego, que también se prestan a ser investigados, razonados, y que a la vez generan situaciones de producción y prácticas para transmitir entre pares.
Pasó el tiempo y Maite Alvarado sigue estando presente: están sus libros, sí, que por supuesto la sobreviven. Están sus amigos también, quienes al ser consultados para esta nota respondieron sorprendentemente rápido al llamado. Su hermana Ana Alvarado, actriz, titiritera y docente que cuida su legado. Pero sobre todo está el camino que Maite abrió y que se sigue desplegando: gracias a su trabajo e investigación, muchísimos docentes argentinos y de Latinoamérica ahora incluyen prácticas de escritura en la escuela y permiten que sus alumnos accedan a una experiencia propia con la escritura para transformarse en lectores y productores de textos.
Se llamaba María Teresa, como su mamá, pero todos le decían Maite, y así firmaba ella sus libros y artículos. Había nacido en Banfield en 1952, en una familia de clase media que pasó un tiempo allí y luego se trasladó a Zárate, donde Maite y su hermana cursaron los estudios. Cuando se establecieron en la capital, comenzó a estudiar Letras en la UBA, durante los años de dictadura. Pero no era una de esas estudiantes que iba de la facultad a la casa; al tiempo que asistía a clases, participaba en algunos grupos de militancia, en un apéndice de las juventudes peronistas, dando apoyo escolar y compartiendo reuniones con sus compañeros.
Desde sus inicios en 1975 hasta su disolución cinco años después, formó parte del grupo Grafein, un taller de escritura coordinado por Mario Tobelem que nació como iniciativa de los alumnos de la cátedra de Noé Jitrik. La necesidad de ese momento pasaba por desmontar los mecanismos de construcción de los textos y provocar la escritura por medio de consignas disparadoras. Así nace Grafein. Teoría y práctica de un taller de escritura, un libro pionero de consulta obligada para docentes que se animaban a probar fórmulas lúdicas. Era la época en que la teoría postestructuralista francesa llegaba a la Argentina, y las nociones de “obra” y “creación” eran reemplazadas por las de “texto” y “producción”; el término “escritura” era novedoso para el ámbito universitario.
En Grafein, Maite conoció a Gloria Pampillo, con quien compartió la tarea de renovar el campo de la enseñanza de la escritura en la Argentina. Ya egresadas de la carrera, hacia 1984, comenzaron a dictar juntas un taller de escritura en la Facultad de Filosofía y Letras. Y acá toma cuerpo una práctica que Maite ya no abandonaría: la docencia. Con Pampillo publicaron Talleres de escritura. Con las manos en la masa, un pequeño libro en el que se criticaba el déficit de la carrera de Letras de hacer retroceder la escritura y no formar escritores sino tomadores de apuntes, acentuando la paradoja de que sus mismos egresados se conviertan luego en docentes reproductores de esos modelos ágrafos en las escuelas. Allí Maite establece una distinción fundamental: la que separa al “taller literario”, centrado en la figura de un escritor consagrado que legitima con su obra el trabajo de sus alumnos, de los “talleres de escritura”, que propician situaciones de producción a través de consignas entendidas como pre-textos, disparadores de problemas y procedimientos, y estrategias para conjurar el temor a la página en blanco. Por esos mismos años, Pampillo y Alvarado integraron la por entonces nueva cátedra Taller de Expresión 1 en la Facultad de Sociales de la UBA, uno de los poquísimos espacios curriculares en donde se trabajan y alientan las prácticas de escritura en la universidad hasta el día de hoy.
En la década del ’80 y hasta entrados los ‘90 existió una editorial de gran calidad, encargada de difundir literatura infantil argentina, pero también textos clave sobre la enseñanza de la escritura y la didáctica: Los Libros del Quirquincho. Con la dirección de Graciela Montes, muchos escritores que hoy son referentes empezaron a publicar allí. En del Quirquincho, Maite publicó las primeras versiones de los geniales e inspiradores lecturones, una serie de tres libros, seguidos por El nuevo escriturón (en colaboración con Gustavo Bombini y quien fuera su pareja durante años, Daniel Feldman).
El lecturón. Gimnasia para despabilar lectores, el primero de la serie, surge de la recopilación de ejercicios para agilizar y profundizar la lectura que Maite practicó con entusiasmo, y que le recordaban a los que hacía de chica en las revistas Codelín o Pepín Cascarón. Competencias de lectores, búsqueda de diferencias, juegos con metáforas, y hasta un mazo de cartas con las funciones de los cuentos populares de Propp, entre otras “vitaminas para lectores”, animaron la soledad de muchos chicos que se entretenían haciendo estos juegos, e inspiraron a muchos docentes a probar cosas nuevas, acostumbrados como estaban a trabajar con la “composición tema: la vaca”. Revisando hoy los lecturones, llama la atención cómo Maite transmite su propia curiosidad, como si se tratara de una niña entusiasmada que busca entusiasmar a los que tiene al lado. Pero al mismo tiempo el tono de estos libros, divertido e inteligente, es desafiante e incluso tiene un trasfondo teórico. Como apunta su amiga y también docente Betty Masine: “A Maite le interesó incidir en las formas de enseñanza. Su producción, para un profesor avezado, es fundamental. El Lecturón tiene distintos niveles. No es sólo un juego. Si vos mirás y sos un docente que sabe de teoría, detrás del Lecturón está la teoría. Y es responsabilidad de los docentes pensar cómo articular todo esto en la enseñanza”. En su momento, El Lecturón fue tildado de subversivo por el diario conservador La Nueva Provincia, de Bahía Blanca, pero por suerte con los años los tres libros se convirtieron en manuales, se difundieron y adaptaron en México y Brasil, y hace poco fueron revisados y relanzados por la editorial Quipú.
En del Quirquincho, Maite también despuntó su pasión por la escritura de ficción: publicó en 1987 su libro de cuentos Los dos dados dados vuelta, una serie de historias absurdas y extraordinarias como la de la nieve invertida, la dama del engrudo, la medusa resentida o la mandioca voraz, libro que no volvió a editarse y que puede consultarse en alguna biblioteca especializada.
“Para inventar una buena historia, como para escribir un buen texto informativo, hace falta un aprendizaje”, sostenía Alvarado, inspirada tal vez en la Gramática de la fantasía, de Gianni Rodari. Y defendía una idea de ficción que, al igual que el juego, estuviera sujeta a reglas: si el arte de inventar historias tienen su gramática, ésta puede ser objeto de enseñanza y aprendizaje escolar. “De lo que se trata es de generar interés y predisponer la invención de los nuevos lectores: motivarlos a que indaguen sobre las leyes que gobiernan el mundo real para crear un texto en donde sea hacedor de una realidad gobernada por él. A su vez, se trata de aprovechar todos los aprendizajes previos”, apuntaba.
Maite, para muchos de los que la conocieron y trataron, era efectivamente una niña. O “una mujer que habitaba la niñez”, como la describió Daniel Link, quien fue su compañero de cátedra de Semiología en el CBC. A partir de sus aportes, la enseñanza no volvió a ser la misma. Betty Masine recuerda que “Maite era una persona sólida, estricta, y combinaba una suerte de generosidad con una mirada obsesiva de lo que se hacía. Había que responder con suma exigencia a sus demandas, pero al mismo tiempo aprendías. Muchos fuimos formados por la misma formación de Maite. En ella se daba esa conjugación extraña de que, siendo un par, no podías no admirarla”.
Se ocupó de difundir su particular forma de entender la literatura y la promoción de la lectura en varios artículos especializados, aunque no llegó a terminar su tesis centrada en la enseñanza de la escritura en la Argentina, de la que sí se publicó un avance en el libro Entre líneas. “Sus investigaciones eran serias, pero nunca solemnes. Maite podía transformar la cosa más aburrida (una reunión de cátedra, por ejemplo) en una fiesta. Su pedagogía era una pedagogía de la dicha y de la libertad, no del buen sentido o de la compostura”, expresó Link.
Varios amigos suyos coinciden en rescatar su diversión a la hora de encarar distintos proyectos o trabajos, a la vez que remarcan la solidaridad de sus saberes: “La risa era un bellísimo don suyo, y sin duda una donación frontal, directa, pero que ante todo instalaba un clima de alegría, con el que se iniciaba, de un modo u otro, cualquier empresa que uno encarara con ella. Siempre dejaba la sensación de que uno sabía mucho más de lo que había pensado”, dice Hugo Correa Luna, amigo desde los tiempos de la facultad.
En el ámbito crítico, junto a Horacio Guido, Maite compiló un libro clave: Incluso los niños. Apuntes para una estética de la infancia, donde se aborda la niñez en toda su complejidad a partir de fragmentos de obras de Tournier, Barthes, Benjamin, Bettelheim, entre otros, como si se tratara de los subrayados de su biblioteca. Le importaba dejar en claro que la literatura infantil no era un género “menor” o apartado de la literatura “para adultos” en función de la especificidad de su destinatario, sino que la buena literatura es aquella que incluso los niños pueden leer, considerando lo “infantil” como destino y no como origen. Con otros colegas participó del grupo Anaconda, dedicado al estudio de la literatura infantil latinoamericana en la Facultad de Filosofía y Letras.
Después de dedicarse durante años a la docencia, tanto formal como informal, en secundarios, universidades y talleres, en 1999 le ofrecen coordinar el área de Lengua en el Ministerio de Educación, y se aboca a un proyecto que hasta el día de hoy no ha sido del todo explotado ni comprendido: Trengania (anagrama de Argentina), un recurso didáctico que incluye audios, mapas y cuadernillos para trabajar la escritura a partir de una tema central: la estación de trenes [se encuentra disponible en el sitio web del Ministerio de Educación].
En sus últimos años, inspirándose quizás en muchos relatos que le gustaban, estaba terminando una novela de aventuras que quedó incompleta, Mandrágora, y compartía el proceso de escritura con sus amigos Eduardo Hojman, Hugo Correa Luna y Fernanda Cano. Era ella, una vez más, la que ejercitaba, leía, escribía, probaba.
Hace diez años, partía una referente clave en el ámbito de la enseñanza. Una divulgadora de la escritura que surgió en los años posteriores de la dictadura, corriendo el velo de una tradición obsoleta y opresiva y desafiando a toda una nueva camada de docentes y lectores. Una mujer creativa y comprometida con su práctica. Como dijo Daniel Link al despedirla, a partir de su muerte “la literatura argentina es más pobre y más opaca”. Pero probablemente las zonas más luminosas, lúdicas y aventuradas le deban algo a Maite Alvarado.
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