CINE
El estreno de La flor del mal permite volver a saborear esa mirada que el director francés tiene sobre las mujeres, si son burguesas, mejor. Las conoce bien, las describe mejor, las sabe mostrar en sus facetas más amables y también en sus costados más sutilmente perversos.
› Por Moira Soto
Me gusta escribir para las
mujeres. Considero que desde un tiempo inmemorial vivimos en un universo extremadamente
machista, del cual ellas son víctimas”, aseguraba Claude Chabrol
al diario Le Figaro, allá por agosto de 1995, año en que se estrenó
una de sus obras maestras sobre la burguesía provinciana, La ceremonia,
con un reparto femenino de primera: Isabelle Huppert, Sandrine Bonnaire, Jacqueline
Bisset, Virginíe Ledoyen. “Por otra parte, esta supuesta superioridad
no está justificada por nada, salvo que se considere su mayor fuerza
física. En el cine, el simple hecho de ser mujer puede ser tema de un
film, en tanto que un hombre debe realizar ciertas proezas para interesar, o
por el contrario, caer en desgracia”, sonreía el realizador francés,
la pipa de costado, los ojitos de lince maliciosos, el tono suave, persuasivo.
El mismo que emplea en los rodajes y que hace que las actrices lo adoren, porque
además –una vez que las atrapa en su red, como gusta decir Huppert–
jamás les da lecciones de interpretación: “¿Explicarles
qué? No se puede explica un personaje. En todo caso, dar algún
consejo. A medida que las actrices y los actores empiezan a hacer su trabajo,
entran en los límites de sus personajes”.
Chabrol, que a lo largo de sus cincuenta y una películas ha dado lugar
a numerosos y recordables protagónicos femeninos –sin descuidar
los decisivos secundarios– en la última década, a partir
de Madame Bovary (1991), parece haber desarrollado casi exclusivamente esa preferencia.
Y después de Betty (1992), de La ceremonia (1995), de No va más
(1997) y Gracias por el chocolate (2000), llega ahora otra de burguesas (y burgueses)
provincianos, en la que no faltan representantes del medio pelo y un incisivo
paseo por la clase baja. La flor del mal se llama este estreno que presenta
a tres generaciones de mujeres bajo el mismo techo, en la antigua mansión
familiar que apenas ha sido reciclada a lo largo de las décadas. Tres
mujeres que de una manera u otra son el eje de los acontecimientos, tienen autonomía,
toman decisiones, actúan para mantener la coherencia de un estilo de
vida, para transferir infracciones del pasado y así neutralizarlas. Hay
en ellas una voluntad intransigente de cumplir lo que consideran su destino.
No es de sorprender, entonces, que sean los personajes de un policial con el
sello personalísimo de Chabrol, un género que para el director
deriva, por definición, de la tragedia griega.
Hay hombres satélite alrededor de estas mujeres –maridos, secretarios,
amantes que quizás sean, además, hermanos–, pero las riendas
las llevan ellas: la tía Line, guardiana de la cocina y el jardín,
de los secretos inconfesables y de costumbres familiares, a cargo de la portentosa
Suzanne Flon; en manos de Nathalie Baye está Anne, sobrina de Line y
casada con el farmacéutico Gérard, puesta a hacer política
quizá para distraerse de las infidelidades de su marido; Micheline, la
joven estudiante de Psicología que se reencuentra con el hijo del marido
de su madre (Anne), al que ama desde siempre, es interpretada por la bonita
Melanie Doutey, reciente revelación del cine francés.
Vino, mujeres y cine
Como de costumbre
en Chabrol, hay en este estreno comidas familiares, amistosas, políticas,
referencias al vino, a ciertas costumbres culinarias. Si hasta se ha dicho que
Chabrol, amigo de filmar en el interior del país, elige locaciones por
la gastronomía de la zona... “Cuando elijo una ciudad, me fijo en
la guía Michelin para comprobar cuántas estrellas tienen sus restaurantes.
Y si dudo entre dos sitios posibles, elijo aquel que por lo menos tiene un gran
restaurante. Aunque no lo hago por mí sino por mi equipo. Imagínense:
si la película resulta un fracaso, al menos podremos decir: sí,
pero, ¡qué bien comimos!”
Cuando el joven François (Benôit Magimel) –uno de los personajes
masculinos de La flor del mal– regresa a casa, luego de vivir tres años
en los Estados Unidos (huyendo de la atracción de su hermana virtual
Michèle, hija de la esposa de su padre), la adorable tía Line
lo recibe con un guisote de pescado del que Chabrol muestra un primer plano
en la fuente, y padre e hijo comentan las bondades del vino de la zona (Burdeos),
antes de deglutir una tarta de peras y almendras, hora de discutir la calidad
del café norteamericano (François acepta que es flojo, si bien
el de Chicago se salva). Por la noche, la pareja de hermanos formales –quizás
carnales, ya que aquí las certidumbres se van disolviendo– se va
a una casa en la playa y cena en un sabroso boliche un buen plato de ostras
(con el vino blanco apropiado), ocasión que él aprovecha para
señalar que en los Estados Unidos lavan estos frutos del mar quitándoles
el sabor.
Este gourmet llamado Claude Chabrol prefiere obviamente hacer sus citas de trabajo
en un restaurante antes que en su oficina. El lugar preferido para encontrarse
con su productor Marin Karmitz es uno llamado Les Rendez-vous des Quais, “no
tanto por la comida sino por los vinos, que son un gran placer de la vida. Yo
adoro los vinos viejos, los libros viejos, las mujeres viejas”, se regodea
el cineasta que eligió a la gran Suzanne Flon (1923), una dama de elegantes
tonos pasteles para sus cardigans y écharpes en La flor del mal, que
en sus años mozos supo ser secretaria de Edith Piaf, luego presentadora
de music-hall y, posteriormente, prestigiosa actriz teatral, sin dejar de participar
en numerosos films. Siguiendo con el tema del vino, dice Chabrol que si el actor
Jean Carmet no hubiese muerto, habría hecho una película sobre
las bodegas de las viudas que todavía hay en el interior, “porque
en las provincias, la gente pudiente se armaba en el sótano una buena
colección de botellitas”. Y como casi siempre los hombres mueren
antes que sus esposas, las viudas en dificultades financieras venden sus existencias,
y se pueden encontrar vinos exquisitos, sobre todo de la década 1945-1955.
Aunque ahora Chabrol opina que Emmanuelle Béart es una actriz más
apropiada para directores más dramáticos como Claude Saulet, la
verdad es que la bella actriz realizó una labor impecable en L’enfer,
magistral estudio sobre el avance incontrolable de los celos hasta la locura
y quizás –con Chabrol nunca se sabe– el crimen. El primer encuentro
entre Béart y Chabrol tuvo lugar en un finísimo restaurante parisino.
Emmanuelle confesó que estaba muy inquieta porque “quería
demostrarle que podía apreciar una buena comida, sabía que era
una materia importante para pasar ese examen”. En su afán de quedar
bien, la actriz comió por cuatro. Pero Chabrol, con esa dulzura que le
reconocen todos los que trabajan con él, a la hora de los postres la
tranquilizó: el papel de Nelly era suyo.
Semanas después, durante la filmación, el cineasta declaró
que “quería una joven que, casi a su pesar, tuviese una belleza
provocativa. Exactamente como Emmanuelle, cuando uno la ve, no piensa precisamente
en tomar los hábitos. Ella tiene una cara en total contradicción
con su cuerpo”. A lo que acotó la interesada: “Para decirlo
más claramente, Claude piensa que tengo el cuerpo de una puta y el rostro
de un ángel”. De Isabelle Huppert, reservada hasta la exasperación,
poco se sabe de los gustos de su paladar. En cambio, comparte con Chabrol un
parecido sentido del humor. Ella fue la parricida Violette Noziere en 1978,
personaje de la vida real que descubre una mentira en los datos recibidos sobre
su filiación, situación que aflige a personajes de otras obras
de Chabrol (en la reciente Gracias por el chocolate queda pendiente la posibilidad
de un cambio de bebés en la clínica donde habían nacido,
lo que lleva a una adolescente a pesquisar por su cuenta) y que se potencia
en La flor del mal, porque los protagonistas no pueden escapar de un destino
que, paradójicamente, para guardar las formas exteriores de politesse
y corrección moral, les exige transgredir secretamente los mayores tabúes.
El perverso encanto de
la burguesía
Dice Claude
Chabrol que no es odio lo que siente por la burguesía, “puesto que
tiene una manera de vivir que es coherente. Entonces, no se puede odiar la coherencia,
pero sí luchar con lo que la sostiene”. Y es lo que él viene
haciendo casi sin pausa, desde hace mucho. Aunque con una evidente indulgencia
hacia las burguesas, por más sean asesinas compulsivas (Como Huppert
en Gracias por el chocolate). “Adoro un toque de perversidad en las mujeres,
me atrae mucho. De hecho no me imagino cómo, en este mundo todavía
tan masculino, podrían vivir sin ser algo perversas...” Bueno, si
es en defensa propia, habría atenuantes para las mujeres en general y
para las heroínas de este cineasta que, burguesas o marginales, pequeño-burguesas
o proletarias, tratan de sobrevivir, de resistir a pesar de todo. Y algunas,
como Betty –protagonista del film homónimo, no estrenado localmente–,
encarnan un poco la venganza de Madame Bovary (que tan estupendamente interpretó
Huppert en la versión de Chabrol).
De nuevo, pues, el hacedor de Los primos opera en aguas profundas del universo
burgués provinciano y devela lo que hay detrás de la máscara
de la cortesía y la pulcritud, de la comedia que juegan sus personajes,
sobre todo los femeninos. Entre los que se destaca –para no variar–
una chica muy joven que, en esta oportunidad, será la depositaria de
la tradición en más de un sentido, cuando la dama mayor decida
aliviarse del peso de un secreto, de dos secretos, largamente guardados. La
mujer de edad media, a su vez, quizás permanezca al margen de aquella
alianza, aunque nada es seguro con el maestro de la ambigüedad.
Dentro de un elenco sin una nota falsa, Natalie Baye pasea su silueta de andar
agitado, ataviada con trajecitos ñoños e impersonales, su pelo
recogido y con amplio jopo ondeado, casi siempre seguida de su fiel, casi obsecuente
compañero de fórmula para la intendencia, varios escalones más
abajo socialmente. Baye celebra jubilosa hacer trabajado por fin con Chabrol,
“tan atento al confort y al placer de todos los que colaboran con él.
Mi personaje, Anne Charpin-Vasseur, es un auténtico rol de composición
que me divirtió mucho. Ella tiene un costado un poco ridículo,
pero a la vez conmovedor. Tiene coraje, enfrenta la adversidad. Creo que es
sincera. La vestuarista me había seleccionado una ropa preciosa, pero
que rechacé porque no correspondía al papel de burguesa un poco
fruncida. Tampoco el peinado que me hice yo misma me favorece, pero pienso que
una actriz debe ir hacia el personaje, y no a la inversa”.
Para Natalie, otra gran alegría fue poder actuar junto a Suzanne Flon,
maravillosos 80 años que enfrentan y seducen la cámara: “Cuando
se tiene la suerte de encontrarse con esta mujer, ya no se la puede dejar. Ella
tiene un don extraordinario: se interesa por todo. Cuando rodamos en Burdeos,
los domingos recorríamos mercados y jardines. Cuando la miro, no me da
miedo avanzar en la vida”.
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