ENTREVISTA
pequeñas celebridades
Silvia Shujer acaba de publicar la novela “La cámara oculta”, recomendada para lectores mayores de doce años. En ella relata la sobresaltada vida de la niña Tamara Romina Luna, actriz de un teleteatro y aspirante a celebridad. Y tras Tamara emerge su madre, aspirante a madre de celebridad.
› Por María Moreno
Borges, salga. Le digo que se vaya afuera. Basta.
Pero Borges, con los ojos para arriba, insiste en quedarse. Borges no es ciego, ni escritor ni está muerto. Es marrón o más bien té con leche, un Frankenstein agradable de pomerania, pequinés, fox terrier y salchicha. Y cree que su dueña Silvia Schujer es de él. Así que lame como si fuera un hueso cualquier parte de su cuerpo que quede fuera del jean y la remera, y ladra si le dirigen la palabra como si las palabras fueran atacantes que hubieran entrado a la casa burlando su vigilancia de ladrador espamentoso. Y su nombre sería un poco snob si su aspecto no lo convirtiera en un chiste. Silvia Schujer acaba de publicar la novela La cámara oculta en la colección Ultima parada de la editorial Alfaguara. A tono con las salas de grabación que abundan en Palermo y donde suelen verse colas de madres en compañía de sus hijos programados para participar de los también abundantes programas de TV que incluyen niños actores, con la vigencia de los reality shows y la fama de quince minutos, La cámara oculta cuenta la historia de una niña actriz, Tamara Romina Luna, protagonista del exitoso teleteatro “Zapatos rotos” desde sus comienzos de partiquina, cuando era una de los once niños elegidos como modelos para promocionar ropa infantil hasta su supuesto ocaso de adolescente que pone en cuestión su carrera misma, producto de la obsesión de su madre María Inés Villa. La cámara oculta es una investigación novelada hecha a base de entrevistas a encargados de agencia de castings, madres de niños estrella, representantes, asesores legales y a la memoria autobiográfica de la autora.
–Mi padre, El Negro Schujer, fue representante de actores como Antonio Prieto, Nelly Beltrán y Verdaguer. Mi abuelo era socio fundador de Sadaic. Así que mi infancia transcurrió rodeada por hijos de actores.
–Y usted quería ser actriz.
–Era impensable. Una vez recuerdo que se iba a hacer en la Argentina una versión de La novicia rebelde donde el papel de Julie Andrews lo iba a hacer Violeta Rivas. Yo soñaba con hacer de una de las hijas del capitán Trapp. Pero no me dejaron.
–Y eso le quedó entre ceja y ceja. En La cámara oculta hay un casting para una coproducción de La novicia...
–Pero estudié Letras. Una vez, un especialista en casting dijo que nunca se le ocurriría que sus hijos fueran actores: “No quisiera que nadie losjuzgue como yo juzgo a los que vienen a presentarse”. Mi papá debía pensar algo así. Y lo único que llegué a hacer de comedia musical fue cantarle a mi hijo canciones escritas por mí.
–¿Se acuerda de alguna?
–Me da vergüenza. Cuando nació, yo tenía diecisiete años. No era ducha en nada y cantarle debe haber sido la manera de relacionarme con él. Era un plomo. Totalmente didáctica. Le hacía canciones para bañarse solo, para que abriera la boca y aprovechar para meterle la cuchara de comida (era un chico inapetente). Algo debe haberle quedado de esos almuerzos-concert porque ahora es músico.
–¿Y como se le ocurrió el tema de La cámara oculta?
–Con el auge de los programas tipo “Pelito”, “Chiquititas” o “Cebollitas”. El colmo fue “Agrandaditos”, donde los chicos hacen de chicos espontáneos que dicen las pavadas que se supone dicen los chicos. Hace poco vi un programa de Moria adonde hay un concurso infantil. Había zapateadores de malambo, cantantes de bolero, una nena muy chiquita vestida de odalisca. Al final, una especie de aplausómetro empezaba a funcionar para determinar el ganador. Hay que ver la cara de los chicos cuando comprobaban que habían perdido. Me acuerdo justamente de la que estaba vestida de odalisca, con el cartelito con su nombre. En pleno invierno con apenas un topless diminuto sobre un pechito todavía liso. Temblaba de frío. Me dio ganas de llamar por teléfono al canal. ¿En qué cabeza de madre cabe la idea de que es más importante ganar un concurso que hacer pasar frío al hijo? Yo hubiera corrido a ponerle un saquito. Entonces me pregunté cómo sería si un chico le decía que no a eso. Conocí uno que logró imponerse. No quiso seguir justamente cuando tenía posibilidades de convertirse en galán. Lo logró para pasársela en un baldío, jugando a la pelota.
A Silvia le da pena el gordito que se tropieza en el tip tap por la irrupción en su memoria del gesto que se hace cuando se salta sobre la soga viborita, el galán de bigotes pintados que se finge una máquina hormonal y que ignora el sentido de la letra del bolero que canta, el que en el casting se queda mudo, aplastado por las habilidades declamatorias del de al lado.
El nene para la olla
Por supuesto que los niños actores no se parecen a los que a principios de siglo se enfermaban de los pulmones en los fosos de las cristalerías Rigoleau, doblemente castigados por el patrón y el capataz adultos, o los de las Fosforera Argentina, niños de ojeras como chupones y mendrugo bajo el tapadito como héroes de una novela del Grupo Boedo, o los que aparecían en Caras y Caretas con las caras desencajadas por el llanto tras la orden de quedarse quietos y mirar el pajarito –modesta oferta entonces para la promoción de la belleza infantil– en las fotos anuales de Carnaval, inefablemente disfrazados de diablos, o que eran atropellados por un tranvía en los tangos de Libertad Lamarque.
–Claro –dice Silvia–, tienen una remuneración más acorde con lo que hacen, no trabajan en una mina ni venden lapiceras a la madrugada. Pero no hay que olvidarse de que deben asistir obligatoriamente a la escuela, así que trabajan y estudian, lo que no siempre hace un adulto. Si bien cobran la quincena por el Sindicato de Actores, no hay ninguna protección a los chicos respecto de su dinero. Todo queda en la decisión de los padres. Por un papel secundario en una tira se cobra alrededor de 2 mil pesos más las remuneraciones extraordinarias que resultan de incluir al elenco en una obra teatral o giras. Y es fácil calcular que trabajan durante las vacaciones de invierno para que los vean otros chicos. Paco Fernández de Rosa, que fue niño actor y jefe de casting de “Chiquititas”, a quien entrevisté para La cámara oculta, me contó una anécdota. A un chico que trabajaba en la tira se le había caído un diente –así que, tendría unos seis años–; entonces, él le dijo: “Te felicito, Fulano, vamos a ver qué te dejan los ratones”. “¡Qué ratones, si todavía no cobramos la quincena!”
En las Radiolandia de los años ‘50, los padres de Adrianita Caputti y de Diana Miriam Jones se apresuraban a declarar que depositaban el dinero en una cuenta a nombre de sus hijas y que éstas podían retirarlo en la mayoría de edad. Hoy se puede deducir que chiquititas, cebollitas y pelitos sostienen el hogar de un desocupado o, por lo menos, aportan para el alquiler o bancan la cuota del equipo de audio.
–Bancan en algo más que en dinero –aclara Silvia–, por ejemplo dándole trabajo a esa madre que los lleva de aquí para allá, hasta que su vida tenga un sentido. Le pregunté a Paco cuáles eran las condiciones para ser un niño actor, además de la cara o la simpatía. Y él me contestó: “La capacidad de renunciar a todas sus características infantiles. Esperar horas en una cola, sin distraerse jugando, no molestar porque un estudio de grabación es un lugar donde se debe permanecer en silencio (molestar es el lujo de los chicos que no actúan). Y saber sobreponerse a que en un casting quede uno de cientos y a ser olvidado rápidamente una vez que pasa el cuarto de hora”.
María Inés Villa, la madre de Tamara Romina Luna, descuenta del dinero de su hija que ella administra gastos de vestuario para ambas, cursos, cafés con los productores y flores para sus secretarias, arma protestas gremiales cuando un casting se suspende porque un bebé casi se ahoga con un chizito y lleva a su hija al médico no preocupada porque tiene asma sino porque tiene mal aliento y el galancito, con el que ella y la otra madre planearon un romance para los medios, dijo que besarla para la foto le daba asco. Esta madre de ficción planea colocar de niño prodigio a su hijo menor, casi un bebé, y cabe suponer que del fruto de su trabajo saldrá el dinero para que Tamara Romina Luna, a su debido tiempo, se haga las lolas. Y cuando Tamara Romina Luna le pasa el dato de un casting a una compañera muy talentosa, esta madre le grita: “¿No te enteraste de que las horas de mi vida que yo invierto en la tuya son sólo para tu carrera y no para la de cualquier hijo del vecino? ¿No te alcanza con tener la respiración medio podrida para encima agregarte adversarios?”. (Tamara Romina Luna es asmática.)
–¿Cómo te animaste a hacer una madre tan yegua?
–Intenté humanizarla un poco y creo que lo hago cuando al final la muestro derrumbada. No es inverosímil porque conocí madres como ésa cuando tuve la oportunidad de dirigir un coro de chicos para un fondo musical de un programa de Luis Aguilé. Había una madre que no era mejor que María Inés Villa. Pero entiendo que no se puede generalizar. Claro que no logré que María Inés Villa inspirara piedad como el personaje que hace Ana Magnani en Bellísima.
Bellísima era una película de Luchino Visconti donde una madre soñaba con que su hija protagonizara una película en Cinecittà. Pero en el día de la prueba, la supuesta niña prodigio se echaba a llorar hasta desfigurarse y lograr que en la escena rodada en el casting fuera la de una niña bañada en mocos y lágrimas que pide auxilio. Pero, como en Bellísima, la película que se iba a rodar dentro de la película debía ser neorrealista porque, luego de dudar, los productores y el director contratan a la niña trágica, a su vez interpretada por la niña actriz –y seguramente resultado de un casting– Tina Apicella.
Como ningún niño salta por la ventana por ver volar a Superman, no es seguro que La cámara oculta sea leída como una novelita con mensaje. Entretenida y de suspenso, puede, sin embargo, ser vista como un adelanto de novela social.
El relato social
al alcance de los niños
En honor al espíritu escatológico de los niños, en La cámara oculta no dejan de describirse los pañales malolientes, el aliento fétido y el alivio para hacer pis. Pero el realismo no se detiene en detalles ligados a los humores corporales. En una escena donde Tamara visita un hospital para ser fotografiada –según plan de su madre– en el ejercicio de tareas filantrópicas, se describe a niños pelados por la acción de la quimioterapia, conectados a tubos de suero o de sangre, una madre desdentada que, abrazada a su hijo moribundo, pide que Tamara se dé un beso con el novio inventado por las estrategias de marketing materno. Si bien la editora María Fernanda Maquieira dudó, luego respetó la decisión de Silvia de dejar la escena. El realismo al alcance de los niños se sostiene en otros textos de Schujer. Por ejemplo en Las visitas, que ya lleva quince ediciones y que mereció el Tercer Premio Nacional de Literatura. Es el relato en primera persona de un chico cuyo padre está preso por extorsión. Requisas policiales, peleas de familia, la llegada de la menstruación de la hermana mayor, son escenas que testimonian la vida de lo que las encuestas denominan una familia de escasos recursos.
–Suelo organizar debates en los colegios. Y muy a menudo me he encontrado con que algunos chicos censuraban el hecho de que la madre del protagonista tuviera una relación amorosa mientras su marido estaba en la cárcel. Otros comentaban que siendo una mujer joven estaba en su derecho. Pero para muchos era menos censurable ser chorro que la infidelidad de la madre. En una de esas charlas escolares, un chico le preguntó a Silvia por qué el personaje de su libro Oliverio Juntapreguntas se llamaba Oliverio. Silvia aludió a Oliverio Girondo. “Ah, yo creía que era porque habías nacido en Olivos”, dijo cual analista lacaniano en la década del ‘80. Silvia revisó el libro y advirtió que todas las escenas parecían un testimonio sobre su barrio natal.
Obviamente sólo por seguir la convención de respetar un género, La cámara oculta forma parte de una colección para chicos a partir de los doce años. No sobresaltaría en una colección común de narrativa argentina, aunque la cronista se desilusione con ese final que rompe el relato realista e incluso llega a dar pataditas infanto-seniles bajo la mesa hasta sobresaltar a Borges y derramar el té que está tomando Silvia en el plato y repitiendo: “Pero yo esperaba que se encontrara con el padre, que todos fueran a Mar del Plata al hotel del Sindicato de Camioneros, o que Tamara consiguiera meter al chico paralítico de la biblioteca en la tira ‘Zapatillas rotas’, o que a ella también le viniera la menstruación y le crecieran las tetas y ya no fuera necesaria la cirugía, y que María Inés Villa fuera al psicólogo...”.
–No creo que la literatura infantil tenga que ser ejemplificadora. Además, respecto del final, donde no se diferencia ficción de realidad (dentro del libro, por supuesto), puede decirse que hoy esas fronteras son cada vez más difusas. Como en el reality, la ficción forma parte de la realidad.
Cuando Silvia Schujer escribe, Borges descansa a sus pies y, por un extraño mimetismo, cuando ella se levanta y se despereza luego de una tarde entera de trabajo, él parece agotado como si el autor fuera él. Entonces, tal vez influido por lo que “sabe” de la obra, posa para las fotografías por lo menos como un chico actor. Ya no confunde como cuando era cachorro la cámaras con un arma y elige apoyar la mandíbula en el pantalón de su dueña, mirar a cámara o girar la cabeza como si buscara el perfil más adecuado. Ya totalmente infantilizada, la cronista pide un ejemplar de La abuela electrónica –el libro preferido de Silvia Schujer, aunque hace mucho que lo escribió–, se lo mete en la cartera y se va saltando sobre Borges, fingiendo no recordar que no tiene hijos pequeños.