Vie 07.09.2012
las12

RESCATES

La encantadora

Susana Brunetti

1941-1974

› Por Marisa Avigliano

“En mi casa somos todos comunistas menos la mucama, que es de la Nueva Fuerza”, decía más arrebatadora que nunca usando una cartera blanca y abriendo la puerta –¿o era un perro lo que llevaba en brazos?–. ¿Perro o cartera? Perro, Boneco, el símbolo triunfal de los hinchas de Independiente cuando ganaban copas convertido en actor de comedia y al que Gina Gorosito, su dueña en la ficción, llamaba Bonecú.

Nadie más simpático en el recuerdo, ninguna como Susana Brunetti repitiendo la letra de Juan Carlos Mesa cuando le hablaba a Tito Gorosito (Santiago Bal) y era la vecina de un matrimonio gritón y demasiado indiscreto (Mabel Manzotti y Eduardo Muñoz). La evocación del programa setentista se completa casi siempre con un “era graciosísima pero el segundo año lo tuvieron que levantar porque pobrecita murió de cáncer a los 33 años, fue de golpe, era muy joven”. Simpática y joven suelen ser las dos palabras que más se escuchan cuando se la nombra, encantadora debería ser la primera.

Su debut cinematográfico fue en una película de René Mujica donde interpretó a una mujer de pulpería (Hombre de la esquina rosada, 1962). Le siguieron otras nueve –Villa Cariño (1967), El Caradura y la Millonaria (1971), casi todas comedias, salvo la que hizo con Torre Nilsson, La terraza (1963)– donde a pesar de “lucir pródiga en toda su exuberancia” es la comarca donde menos se la recuerda. Falta de guiones, cuestión de tiempo. Sin pantalla grande, la figura de Susana Brunetti está destinada a ser afiche de dos emblemas argentinos, la Revista porteña y Gorosito y señora (para muchos la primera sitcom nacional).

Un empresario teatral alfombró de rojo Corrientes para que ella finalmente diera el sí y firmara un contrato. No es nada difícil imaginarla con sus zapatos amuleto, unos dorados –o plateados según los tiñera– de purpurina y strass que usó el día en que conoció a su marido, el pelo suelto, hablando o sonriendo (casi la misma mueca para su cara), cruzando la avenida mientras cuatro muchachos –dos de cada lado– enrollaban y desenrollaban a buen ritmo el paño bermellón. Alberto Olmedo, que había compartido escenario con ella en Promesas en 1972 en el teatro Odeón, cumplió con la suya (un azar predestinado de las palabras, no una redundancia) y trabajó finalmente en el Maipo (donde nunca había hecho temporada) sólo porque ella se lo había pedido pocos días antes de morir. “Vine a cumplir lo que le prometí a Susana. Vengo a firmar un contrato con el Maipo”, dijo una semana después del entierro. Parece que nadie quería decirle que no a la vedette de los ojos enormes y delineados que desterraban cualquier desliz de sombra, a la cuñada de Zully Moreno (Brunetti estaba casada con Alberto González, el hermano de Zully), a la comediante que arrasaba en los teatros de Buenos Aires y de Mar de Plata en Scubba Dubba y en Las píldoras, a la misma que se arreglaba las plumas, dibujaba el contorno de sus labios frente al espejo y organizaba el lugar donde iban a ir a comer después de la función mientras firmaba un cheque para que la mujer que la asistía en el camarín pagara de una sola vez y para siempre las cuotas que Kanmar le reclamaba por un terrenito en la zona oeste del Gran Buenos Aires.

Si las recopilaciones de nombres propios del mundo del espectáculo desmantelan brújulas del olvido será sencillo descubrirla detrás de su flequillo haciendo reír a los actores de reparto antes de volver a escena.

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