LA VENTA EN LOS OJOS
Una propaganda de cerveza apela a la infantilización de los hombres para justificar que lleven a una chica a la fuerza a un albergue transitorio.
› Por Luciana Peker
Perdón. Esa parece ser la palabra mágica para que todo eso que puede desde molestar hasta acosar a una mujer sea transformado en simpático. El pedido de perdón blanquea y excomulga de malas intenciones distintas acciones: desde tocarte la cara después de hacer pis sin lavarse las manos hasta llevar a una mujer a un albergue transitorio cuando ella dice no y él piensa que el no es sí.
Las campañas de cerveza se caracterizan por ser sexistas. Pero además graciosas. La campaña de Schneider –salvo robar chistes– cumple con las dos metas con un plus. Hasta ahora siempre se cree que tienen que estar dirigidas a los varones. Esta también. Pero habla de invitar a las chicas. Por lo menos, contemplan convidar un brindis.
En ese convite se habla de actitudes masculinas con un discurso autocrítico que parece excomulgarlos de la violencia simbólica. Y no se trata de no disculparlos por bobadas como que se desabrochen la camisa “como arma de seducción masiva” porque tres botones menos y una canchereada más son apenas gestos que –como mucho– pueden generar rechazo o risa, pero se quedan en el ridículo mismo.
De hecho, varias de las escenas de Schneider se parecen a las autoburlas de la masculinidad de Peter Capusotto cuando muestra en un personaje que da lecciones de seducción todo lo que le parece que va a conquistar a una señorita y otra realidad cuando –en un gran acierto– la mirada femenina se ve en la cámara que observa la realidad desde la perspectiva de la mujer y la lente sólo capta idioteces. Capusotto después se autoburla por la falta de sexo (o por las malas estrategias para tenerlo) pero siempre ronda en la ironía sobre el que simula ser un ganador (si es que las mujeres se ganan y no se conquistan, o ellas también son conquistadoras) y, en realidad, sólo hace muecas pero siempre pierde.
La camisa que se abre, la guitarra invisible que se toca con los dedos, los tropezones en la calle que muestran a un muchacho cayendo en un tacho de basura, la apertura de una cerveza manchando una mesa son meras torpezas. Sin embargo, lo peor de esta publicidad es meter en la misma bolsa esas nimiedades cotidianas con los actos que sí son violentos. Llevar a una chica a un telo cuando ella dice no con la cabeza y él le dice “dale” (sólo se leen los labios de los dos pero es suficiente diálogo) y forzarla a bajarse en medio de la nada (parece un hotel de ruta) es violencia. Esa chica que está en un auto y podría haber sido obligada a entrar sin que nadie la ayude (la publicidad es simpática, pero muchas veces la realidad no) o que se encuentra sola, en la puerta de un sugerente hotel, y tiene que caminar sola a la noche, encontrar una parada de colectivo o parar un taxi que la haga sentir segura no es una torpeza: es violencia.
Otra escena muestra un ridículo juego de palabras con un chico que le dice “Estas bárbara” a una Bárbara en un giro de tontera con otra toma en donde una parejita recién se está besando y él ya tira por los aires un par de zapatos. No se trata de un calentón precoz sino de la posibilidad de apurar una escena sexual a la que una joven no quiera llegar. Igual que cuando el locutor dice “perdón por los piropos cochinos” mientras que una chica pone cara de desagrado y se siente acosada en la calle. No invitada a ningún lado sino expulsada de la libertad de caminar.
La inmadurez, entonces, puede ser un signo de la época donde los muchachotes mezclan cerveza con jueguitos de play station o con un historial de computadora que no le guste a una novia y la típica falta de higiene adolescente. Pero la violencia es siempre violencia. No se trata de pedir perdón sino de no legitimarla ni mezclarla. Porque no es una pavada.
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