SOCIOLOGIA
Gabriel Gatti es sociólogo y familiar de desaparecidos. Así se define apenas comienza su libro Identidades desaparecidas. Peleas por el sentido en los mundos de la desaparición forzada, editado por la Untref y Prometeo Libros. Su trabajo, dice, se enuncia desde un lugar singular: sus tripas. Y desde allí habla, piensa, conmueve. Es un texto marcado por la sensibilidad concreta y la potencia abrumadora de la figura del detenido-desaparecido.
› Por Laura Rosso
Gabriel es hijo de Gerardo y hermano de Adriana, cuñado de Ricardo y primo de Simón. Todos ellos son o han sido, bajo distintas formas, detenidos-desaparecidos: “Mi hermana Adriana cayó asesinada en un enfrentamiento en abril de 1977. Tenía 17 años; hasta 1983 su cadáver estuvo en el cementerio de la Chacarita, en el lugar de los NN. Ricardo, su novio de 18 años, fue chupado en la ESMA y nada se sabe de su destino final. Simón fue apropiado con pocas semanas de vida y vivió con los apropiadores, hasta que fue recuperado en 2002. Mi padre desapareció en junio de 1976. Bastante se sabe de lo que ocurrió en Automotores Orletti, donde estuvo desaparecido; nada de su destino final. Están muertos, pero sin embargo siguen en el limbo de los no muertos-no vivos, los desaparecidos”.
Gabriel vive en Bilbao, España, y su trabajo como sociólogo se da “fuera de nuestro contexto”. Ejerce como profesor en la Universidad del País Vasco y coordina el Centro de Estudios sobre Identidad Colectiva. Su interés radica en pensar y enseñar los cruces entre identidad colectiva y teoría sociológica, pero también pensar las distancias y las formas límite de la identidad. La hipótesis de la que parte en su libro sostiene que “la desaparición forzada de personas es una catástrofe para la identidad y para el lenguaje”, pero ¿qué afecta y qué imposibilita esa realidad? “La desaparición forzada, tal y como aquí se desplegó, afecta, no necesariamente imposibilita, pero sí afecta a nuestra manera de entender la identidad y nuestra manera de hablar de ella, del quién soy, del dónde vengo, del qué me hace. Afecta, en fin, a los soportes de lo que aquí se entiende por sentido, respecto de lo que constituye una verdadera catástrofe. Los “nuestra” y los “aquí” de la frase anterior son importantes para entender cómo he querido acercarme a este tema: hoy se ha extendido –en la academia, en la militancia– la idea de que la desaparición forzada es casi un universal y que es también universal la manera de responder a eso. No es cierto: ese viejo dicho jurídico de “Donde existe la misma razón debe existir la misma disposición”, sociológicamente no se aplica, pues no en todos los lugares donde existe algo que el derecho internacional llama “desaparición forzada de personas” se reacciona igual. A veces se digiere como un desastre repetido, reconocible, viejo, eterno, otras como una enorme novedad. A veces se entiende que afecta a maneras colectivas de pensar o de creer. Otras, a la identidad de un individuo. En el caso de “nuestra” desaparición forzada, la catástrofe fue devastadora por inaudita, y afectó a las bases en algún punto locales de construir sentido. Y frente a una quiebra que se representó de ese modo se reaccionó de muchas maneras, pero todas batallando en el territorio del sentido. De esas batallas habla el libro.
En el libro también decís que tus familiares siempre “están siendo” desaparecidos, que la desaparición y lo que conlleva dibuja mucho de lo que constituye tu lugar de enunciación. Allí hablás precisamente de ese entorno que da forma a tu identidad. ¿De qué modos se configuran –o de qué modos pudiste configurar vos– esos mundos para poder hacer algo y sostener(te) cuando sobrevino la catástrofe y apareció el vacío como lugar desde donde hay que pensar(se)?
–Aunque no puedo, sí debo distinguir dos dimensiones en mi respuesta, en el lugar desde el que elaboro mi respuesta a tu pregunta: uno es el lugar del investigador, otro el del afectado. Como afectado, la casuística es infinita, o si no infinita sí casi tan variada como afectados hay por este o por otros horrores. En mi caso, y esto me aproxima o se cruza con lo que te diría como investigador, diría que mi mirada está muy marcada por tres circunstancias, mi mirada profesional (la de sociólogo), mi mirada generacional (sin ser joven del todo –nací en el ’67– sí soy parte de la generación de los hijos) y la distancia desde la que miro (vivo en Europa, hace muchos años, lejos de allí, aunque el libro se basa en trabajo de campo desarrollado allí). Esas circunstancias, sin ser únicas, no son ni mucho menos universales: ni todos los familiares o hijos de desaparecidos han estudiado sociología, ni todos viven fuera, ni todos han absorbido los mismos inputs culturales, políticos, familiares, etc. que yo. En torno de lo que me preguntás, entonces, te diría que es el cruce de todo eso que configuró mi forma de estar en esos mundos: estando dentro pero mirándolo a distancia. Pero como te digo, no soy dueño en exclusiva de eso, hay algo compartido con otros de mi generación y perfil, algo cada vez más visible (al menos en Argentina) en una generación de hijos de desaparecidos, que hablan de eso que los constituye –la desaparición forzada y los mundos que genera, en los que habitan– pero lo hacen desde el lugar de quienes asumen que eso es parte importante de lo que son y que cabe afrontarlo de un modo diferente a sus mayores, con cierta distancia, la propia de las cosas que son normales, ordinarias. Esto es muy potente: asumir que lo catastrófico, lo excepcional, por tanto, es normal, que lo extraordinario es ordinario te sitúa en un lugar tan paradójico como poderoso. Y creo que de eso hay mucho en algunos ejercicios autoetnográficos de algunos “hijos de”: desde la pionera Los rubios, de Albertina Carri, a ya más cerca M, de Nicolás Prividera, Los Topos, de Félix Bruzzone y hace poquito el magnífico, por rompedor, por inteligente, por reflexivo, Diario de una princesa montonera, de Mariana Eva Pérez.
–Sí. Conviene explicarlo un poco, y la mejor explicación es en términos de lo que diferencia esas narrativas de otras más dominantes, las del sentido. La catástrofe produjo una devastación enorme, y la reacción primera fue “en clave de re...”: recuperar cuerpos, recuperar identidad, recuperar historias, recuperar memoria. Es decir, si aquello dio forma a un agujero, reaccionamos llenándolo de sentido, de familia, de identidad, de parentesco, de lucha política, de militancia... Es esta clave de re- la que acompasa el trabajo de Madres, de Ex detenidos-desaparecidos, de Abuelas, de Hijos también, de muchos organismos, del EAAF incluso.
Pero esa forma de organizar el mundo, comprensible, tierna, poderosa, creativa en origen –no tanto ahora, que está ya muy instalada, muy institucionalizada, que conforma incluso política pública– pero sí en origen, no es la única posible. El mundo de la desaparición forzada de personas creció, se hizo complejo, e incorporó con el tiempo nuevos acercamientos, en ocasiones hasta opuestos a los fundacionales. Ahí se emplazan las narrativas de la ausencia de sentido. Ahí se encuentran los trabajos de muchos hijos que comentaba antes, pero también algún colectivo con una particular componente reflexiva sobre las singularidades de su identidad (pienso en el CdeH, Colectivo de Hijos) y con una importante capacidad de instalarse en un lugar incómodo, marcado y asumido como “vacío de sentido”, y hablar y vivir el mundo (darle sentido) desde ahí. Es importante añadir una cosa: esa estrategia, compleja, paradójica, no es patrimonio de la “comunidad de sangre” que a veces se arma en torno de los detenidos-desaparecidos, quiero decir, de sus hijos, de sus hermanos, de sus nietos. Ese es un lazo posible con este “temita”, pero a estas alturas es sólo uno más: hoy los mundos de la desaparición forzada son ya muchos y complejos, y estas narrativas, las del sentido y las de su ausencia, han sido apropiadas por mucha gente sin lazo directo con el asunto. Y el despliegue de imaginación social alrededor de eso es descomunal.
–De múltiples modos. Pero está presente sobre todo en eso que antes llamaba las narrativas del sentido y dentro de éstas en el trabajo de algunos organismos: Abuelas, el EAAF, Madres en menor medida. Parte importante del libro analiza cómo estos colectivos, para pelear contra consecuencias de la desaparición forzada, ponen en pie una política de “recuperación de lo que fue” (cuerpos, identidades, vínculos afectivos) que encuentra su condición de posibilidad en algunos lugares fuertes de la identidad occidental (la familia, el linaje) e incluso más que eso, en los soportes materiales de esos lugares fuertes: la sangre, el ADN. Desde la política de la identidad sostenida por esos (y otros) colectivos, se enfrentó la evidencia de la identidad quebrada del desaparecido y de sus familiares con las armas de la continuidad familiar. Al menos en origen, de eso hay una justificación práctica bastante evidente, para identificar restos y para localizar niños apropiados había que cotejarlos con el ADN de los sobrevivientes. Pero esa necesidad práctica con el tiempo se ha convertido en una consideración sobre la naturaleza humana que sitúa en el centro de los mundos sociales de la desaparición forzada a protagonistas interesantes: la familia, la continuidad biológica, la herencia y su poder de determinación a veces. Conviene manejar con cuidado este argumento, pues está lejos de ser irreprochable y puede tener –de hecho ya tiene– consecuencias discutibles en otros espacios sociales donde se trabaja el tema de la identidad: la cuestión del género, la de las adopciones...
–Muchas, cada vez más. No sólo con el desaparecido sino con muchos conceptos –el de paria, el de monstruo– que antes desesperaban, porque no se podían explicar y requerían de otros para entenderse; la rueda gira en otra dirección: ahora explican. La cosa es sencilla y tiene que ver con una paradoja que te señalaba antes. En el mundo contemporáneo lo extraordinario, lo excepcional, la catástrofe, son situaciones normales y ordinarias. Y para ese universo tan paradójico necesitamos explicaciones, imágenes, conceptos, estilos... que lo sean. Y en el desaparecido, mejor dicho, en muchas de las herramientas que se pensaron para poder explicarlo y gestionarlo, hay enormes dosis de todo eso.
–No sé si las dedicatorias se pueden explicar, y si se pueden, no sé si se deben. Pero dado que el libro quiere sostener una apuesta metodológica y teórica atrevida, hacer una “sociología desde el estómago”, la pregunta es legítima y merece una respuesta. Podría decir que tocaba hacerlo, pues Ainara acababa de nacer cuando cerré el primer borrador de esta edición de Prometeo. Pero no es sólo eso. El libro que salió en Prometeo, al igual que otro anterior (Trilce, Montevideo, 2008) del que éste es una reedición ampliada, juega con fechas y personas que trenzan el lazo familiar y la historia tanto del propio libro como de quien lo escribe. Son fechas y personas que balizan mi presencia en el campo del detenido-desaparecido: la del nacimiento de mi padre y de mi hermana, ambos desaparecidos, son las fechas en las que firmo la introducción de uno y otro libro; mi madre es quien recibe la dedicatoria principal del primer libro y mi hija de este último. El lazo familiar, el parentesco, la sangre en fin, es material importante para habitar no sé si el mundo, pero sí ese trozo de mundo que es el campo del detenido-desaparecido. Este libro es un trabajo sobre la identidad, sus posibilidades y sus límites cuando todo se desquebraja, algo, por cierto, cada vez más común. A eso hace referencia la dedicatoria a Ainara: en algún punto sangre, lazo familiar, parentesco, la ligan a un universo complicado. Pero no es para tanto; como decía el personaje de una vieja película, aunque uno nazca en ella, “la sangre se puede gobernar”.
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