Viernes, 4 de enero de 2013 | Hoy
Siete de cada diez mujeres no encuentra ropa de su talle y sólo el 5 por ciento tiene el cuerpo ideal que propone la moda. No existe una ley de talles a nivel nacional y las locales no se cumplen. La exigencia del 90-60-90 provoca trastornos de alimentación, depresión y aislamiento, pero sobre todo un enorme dolor en las adolescentes que tratan de encajar como sea en las curvas deseadas. Una crónica íntima de cómo se vive en un cuerpo distinto y cómo intentar –entre todas– modificar los moldes en los que queremos entrar.
Por Luciana Peker
La ropa de los maniquíes podría multiplicarse en mi cuerpo. El vestido a rayas debería marcar la cintura. El short para ponerse cómoda en una tarde de playa. La musculosa para jugar con los brazos libres. Y la blusa a flores con escote que ahora llaman hippie chic. Pero no. La blusa a flores sostiene bien el escote pero después deja la panza tan marcada que nos darían el asiento en el colectivo –y los embarazos por devoción a los postres son más bien ofensivos– y la pollerita de jean estalla en el ombligo como una sartén de pochoclos. Todo lo contrario a la geografía lisa que nos habíamos imaginado. Con cierto dolor –y más esfuerzo por no hacer saltar ningún botón– también la arrastramos del cuerpo hacia la silla de vestuario fusilado. Intentamos mantener en nuestra cabeza la idea de que no sólo crecimos de tamaño corporal sino también de edad y, con la edad, de corporalidad. Pero la ropa caída en la batalla logra pegarnos en la autoestima. Las ganas de seguir probando –esas ganas que apenas unos años atrás sólo se veía interrumpida por el coto del monto de la tarjeta de crédito o del efectivo para llegar a fin de mes– ahora se dilapida en la poca fe de que alguna prenda se deje asentar con dignidad. ¿Pasará, pasará y el último quedará? La musculosa se prueba porque es el último large de los xxx large, casi una obscenidad de los tiempos modernos, un porno de carne que desconoce el mandato de piel y hueso. No es un orgullo. Tampoco debería serlo. Pero estaría bueno –lo escribo y me lo digo– no enojarme con la extensión de mi geografía muscular. No esconderme del mundo. No sentir vergüenza. No imponerme menos deseable. No desearme menos a mí misma.
La verdad es que sucede. Igual que aumentar unos kilos en el embarazo o mientras la lactancia nos deja dar la teta y mirar al techo (o a unas medialunas) o si en la corrida entre ser madre y laburante no tenemos tiempo para ser gimnastas o si entre una manzana y un alfajor volvemos a pecar, pero no como Eva, y rechazamos la manzana.
Por muchas razones el cuerpo se acomoda fuera de los estándares de las vidrieras. A veces las vidrieras son las que se tendrían que acomodar. A veces nosotras también. No es una apología del sobrepeso. Pero sí un intento de aminorar que al peso se le sume el dolor de apagarse sin ningún color, de vestirse sin ninguna flor, de caminar sólo con lo que hay y sin ninguna elección.
Al fin y al cabo, la musculosa violeta queda. Los brazos se ven potentes a la vista y la panza chata como un viejo idilio de juventud. Pero, al menos, se puede llevar sin renunciar al color. El color, ese aliado de la vida, para contrastar la palidez del rostro y de las penas. Ese escudo artificial pero tan simbólico para marcar de qué lado del arco iris queremos estar. El escudo lo necesitaríamos para el efecto prueba de shorcito. No hay más talles. Y los agujeros no pasan las rodillas. ¿Quiénes somos? ¿Quiénes fuimos? ¿Quiénes son las otras? ¿Quiénes deberíamos ser para que nos entre esa tela que, a duras penas, funcionaría como medias? No llegamos ni a lamentarnos por las estrías que tenemos desde los once años cuando nos desarrollamos precozmente y fuimos al doctor como si tuviéramos fiebre y nos explicó que esas rayitas no eran líneas de un termómetro corporal que se iban a ir, sino que se quedarían con nosotras –y en nuestros muslos– para siempre. Ni siquiera nos preocupa –eso es lo bueno de perder la delgadez, se acomoda el orden de prioridades– la celulitis. Tal vez porque no la llegamos a ver. Tal vez porque todo el esfuerzo que hacemos en cinta, caminatas, electrodos, vendas frías, todo eso que hacemos y que sólo nosotras sabemos (mientras los demás se imaginan que nos importan un rabanito los centímetros de más) no nos quitan centímetros, pero sí tiempo, esfuerzo, plata, convicción y, tal vez, sólo tal vez, al menos nos dejen –casi como una limosna por buenas intenciones– un poco de turgencia.
Pero la firmeza está en un cuerpo demasiado extenso para disfrutar de un shorcito en vacaciones. Así que el shorcito y las ilusiones de las olas y el viento (al menos con un shorcito nuevo) sin el antiguo pareo tapa-todo y sin quedar al descubierto quedan en el banquito que acumula la ropa que no va y la bancarrota corpo-emocional.
–¿Cómo va? –pregunta la vendedora.
–Bien. ¿O querés que te cuente? –pienso en contestarle. Pero me da piedad que está hace horas entregando ropa en un shopping center y que entre ella y yo no hay nada personal. Por eso, sólo esbozo que no me van muy bien los talles y si quiere que le vaya pasando la ropa (toda la ropa) que no va. Que no me va. Le entrego las prendas por un resquicio de aire de la puerta y siento su mirada de queja.
–¿El vestido te lo vas a probar?
–Bueno, me lo pruebo –me animo con mi última apuesta al azar o a la valentía.
Pero la magia se termina cuando las rayas rompen con la regla física que decía que las paralelas no se tocan y empiezan a desmoldar la geometría con mis propias curvas. Me arrepiento de haber probado la última ficha y huyo. Antes los probadores eran un lugar de ilusiones. Ahora se convirtieron en una guerra conmigo misma.
Si la ropa es una misión difícil..., ¿qué decir de las mallas? Hay algo que, sin embargo, les reconozco. Todo queda expuesto. No hay dobles discursos. Somos así. Es lo que hay. Y al que no le gusta, se jode. Me envalentono como si fueran cantitos de cancha para salir a la pileta con un dos piezas y toda la dignidad a la vista.
–¿Vos sos del estilo de las brasileñas, no? –me dice con una sonrisa cómplice mi psicólogo.
Yo me río de la complicidad. Nunca, ni un paso atrás. No renunciaría a chapotear con mis hijos, a revolcarme en el mar, a sentir la textura dulce del río porque de los cuentos de sirena conservo las curvas pero le agregué varias más. Me río. Pero después le digo:
–Sí, pero sufro.
Es más sencillo tener ideas políticas y diferenciarse del oponente que tener ideas sobre el propio cuerpo y llevarlas sin dudas. Una misma es la ideología en juego. Tal vez por eso ya no sea el talón sino la cintura, la panza, la cadera de Aquiles de la independencia femenina. Y por algo se apunte tan fuertemente –y con una hegemonía cultural casi sin matices– hacia un modelo de mujer única. El cuerpo, en definitiva, es el eslabón vulnerable de las mujeres modernas. Modernas pero con el mandato de ser tan frágiles como su cintura.
El calor impone tener que mostrarse y el mercado esconde no tener con qué taparse. El verano llega, la malla, las remeras, los shorts, las musculosas y las polleras dejan mucho más en evidencia la falta de posibilidades para las mujeres reales (el 95 por ciento no entra en los moldes de la estética dominante según la ONG AnyBody Argentina) que no encajan en un maniquí o no son tapa de revistas sino mujeres reales que quieren ir a la playa o a la pileta y no zambullirse en un mar de vergüenzas.
“Hay un mundo de sensaciones que, como remolino, me conducen casi a la locura cuando llega el verano y tengo que mostrar mi cuerpo. Niego, me frustro, insisto en que no me importa. Pero, fundamentalmente, no me veo. No me veo tal cual soy para poder mejorarme con conciencia. No utilizo mis recursos y me veo reflejada en imposibles que me devuelven esclavitud a la fantasía de turno”, dice Gabriela Notti, fundadora de Belleza viva, un centro con el concepto de una sana belleza. Y acentúa: “La propuesta es ver quién soy, capitalizarme, aprender a querer lo que va a ser el puntapié para mi carrera por ser cada vez más linda, más segura y, sobre todo, única y para romper los moldes que no son míos y comenzar a crear mi escultura”.
Sharon Haywood es la fundadora y directora de la ONG AnyBody Argentina (que forma parte del movimiento global EndangeredBodies.org) y coeditora de AdiosBarbie.com. Ella cuenta sobre sus iniciativas tanto de felicitar a las marcas que tienen talles amplios con una etiqueta en sus locales como la de sacar a las mujeres de un modelo único justo cuando en las revistas y la televisión aparecen cuerpos clonados por la cirugía y las dietas. “Queremos mostrar, mediante la utilización de nuestra instalación, el Modelómetro, que el talle único no es el único talle: las mujeres argentinas vienen en moldes diversos. Con el Modelómetro comparamos las medidas de una modelo típica (que sólo el 5 por ciento de las mujeres tiene) con los cuerpos reales de las mujeres en Argentina. En muchos casos, el efecto es impactante. Rompemos el molde del estereotipo de 90-60-90 y así independizamos nuestros cuerpos.”
La propuesta existe. Pero no termina de aprobarse. La Ley de Talles rige en algunas localidades (donde tampoco se cumple) pero no está aprobada a nivel nacional. Y justo cuando el Congreso Nacional duerme la siesta y muchos diputados o senadores no tienen problema en mostrar sus panzas en la playa, las mujeres, en cambio, son observadas con lupa por tener demasiada cola, no tener pechos, tener celulitis o no tener cintura. En definitiva, si la intimidad es política, nada más íntimo que probarse una malla y sentir que es preferible cruzar un desierto sin agua que asomarse al mar en una bikini que deja afuera la cola, la panza y las lolas y nos hace añorar las fotos de la época de nuestras abuelas en que –ahora pensamos– esas mallas enteras y tan pudorosas nos quitarían tanta presión de la sobreexposición.
A nivel nacional no hay legislación vigente. En el 2009 una ley nacional logró media sanción en Diputados, aunque perdió estado parlamentario en el Senado. Actualmente, estamos en cero. “Pero, en la provincia de Buenos Aires, que tiene la ley más antigua, aprobada en 2001 y reglamentada en 2005, el 75 por ciento de las marcas no la respeta.
En general, las adolescentes son quienes más discriminadas se sienten en los shoppings. También se promulgó, en 2009, la Ley de Talles de la Ciudad de Buenos Aires, que es muy completa porque incluye todos los talles, del 36 al 50, tanto de mujeres como de varones, y para todas las edades. Desgraciadamente la reglamentación desvirtúa el espíritu de la ley, por lo cual se está pidiendo su inconstitucionalidad. ¿Cuál es la situación en el resto del país? “Santa Fe, Mendoza, Entre Ríos, Santa Cruz y la ciudad de Córdoba ya tienen su propia ley”, describe el monitoreo de Mujeres en Igualdad.
Ni en la Cámara de Senadores ni en la de Diputados es una prioridad la aprobación de la ley de talles. Pero sí es una prioridad para organizaciones como AnyBody y Mujeres en Igualdad. “Es una discriminación que produce trastornos alimentarios y puede llevar a la anorexia y la bulimia; que atenta contra un derecho básico: a vestirse. Existen marcas reconocidas en el país que incumplen con la ley, que han presentado recursos de amparo, pero que en Europa lanzan campañas contra la anorexia y la bulimia, organizan desfiles con modelos de dimensiones grandes y ponen a disposición de su clientela una amplia variedad de talles”, dispara contra la diferencia Monique Altschul, de Mujeres en Igualdad.
Mientras que Haywood remarca: “Desde julio de 2012, AnyBody Argentina está sumando firmas a una carta abierta para mandar al gobierno argentino pidiendo la creación e implementación de una ley de talles nacional, inclusiva y coherente. El objetivo es garantizar que todas las mujeres de cuerpos promedios (o sea entre los talles 38-52) puedan acceder a ropa de moda sin vergüenza, rechazo o discriminación. Un estudio hecho por nuestra ONG muestra que alrededor del 70 por ciento de las mujeres argentinas no puede conseguir la ropa que quiere comprar en su talle. Esta realidad es aún peor para las mujeres adolescentes y jóvenes, una situación que está contribuyendo a una crisis nacional en materia de salud. En la carta abierta pedimos la creación de una legislación que se centra en la implementación de un sistema de talles coherente para que comprar una prenda de ropa sea casi tan fácil como comprar un par de zapatos y para que los talles sean los mismos a lo largo y a lo ancho del país”.
Altschul se pregunta: “¿Por qué los fabricantes de ropa se niegan a acatar la reglamentación, pese a que algunos inspectores labraron en la provincia de Buenos Aires actas de infracción? Las marcas diseñan para un solo target: la ‘mujer ideal’, prefieren fabricar pocos talles, entre el 38 y el 42, para que sus modelos ‘luzcan’. Tampoco se cumple con el etiquetado según la norma IRAM 75.310, que dispone como talles obligatorios desde el 38 al 48, suprimiéndose las definiciones S, M, L y XL, o su equivalente 1, 2 y 3. Muchas empresas alegan problemas económicos para cumplir con la ley. Sus argumentos plantean que les resulta más caro fabricar talles grandes, que se desvirtúan sus diseños, que no hay en el país una moldería para esas proporciones, que es muy difícil unificar los talles por no existir un análisis antropométrico de la mujer argentina. Sin embargo, las marcas que confeccionan talles grandes dicen que los problemas económicos no son reales, que unos pocos centímetros de tela no tienen incidencia significativa”.
La ley de talles propone que todas las mujeres puedan vestirse sin sentirse expulsadas de un modelo corporal que las rechaza. Pero no se trata de glorificar el sobrepeso, sino –todo lo contrario– de no fomentar las dietas extremas que terminan generando el efecto rebote después de las penurias por restricciones extremas. “El mes de enero es una de las peores épocas del año para problemas de autoimagen para toda la gente, pero especialmente para las jóvenes. No sólo existe la presión para lucir en una malla o con muy poca ropa cuando sube la temperatura, además está la tradición de tener que perder peso y/o ‘arreglar’ una parte del cuerpo para el nuevo año. Y si no querés ‘mejorar’ tu cuerpo sos rara. Los estudios muestran claramente que las dietas no funcionan y, en la mayoría de los casos, la gente termina pesando más que antes de intentar adelgazar. Las dietas no sólo traen obesidad, sino también trastornos alimentarios, depresión y ansiedad”, enumera Haywood.
Ella también desmiente que el pedido de una ley de talles vaya en contra de la industria de la moda. No se trata de arruinar el diseño de indumentaria, sino de ampliar sus horizontes: “Lo fashion es para divertirse, expresarse y también para sentir una pertenencia dentro de la sociedad.... no es para sufrir. Entiendo que las marcas no son entidades altruistas, pero sería un gran paso adelante que se dieran cuenta de que hay otras maneras ‘cool’ de vender su ropa que pueden significar muchas mas ganancias y una clientela fiel”.
Silvia Zubiri, directora de la Fundación Avon, también destaca: “Si bien hablamos de modas, el acceso para todas las personas de elegir la indumentaria que más le gusta usar es parte del concepto de inclusión, diversidad y pluralidad, afianzando los derechos humanos y dando valor a las personas como sujetos y no como objetos, teniendo como meta principal la salud física y mental que, muchas veces, se deteriora en busca de un supuesto cuerpo perfecto. La hostilidad de la moda no pasa únicamente por no encontrar la prenda que se busca en el talle de cada uno, sino que supone que las personas deban ir contra la naturaleza de su propio cuerpo, provocando, en muchas oportunidades, desórdenes alimentarios que pueden llevar a enfermedades físicas y mentales”.
Aunque una de las dificultades de hablar del cuerpo es hablar desde el propio cuerpo. Mirarse el ombligo, en este caso, no es un acto de egoísmo, sino un desafío. No se trata sólo de pedirles a los demás que ensanchen las telas, sino de una misma aceptar los cambios o las geografías que trae la vida, bancarse ese defecto (como dice Charly García) o, simplemente, aceptarse con hidalguía. AnyBody Argentina les propone a las mujeres que se independicen de: los kilitos de “más”, las etiquetas corporales, el número de la balanza, tratar de encajar en un ideal imposible, las dietas constantes y el odio corporal.
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