Vie 12.09.2003
las12

SOCIEDAD

Santiagueñas

La Señora, las Madres del Dolor, las prostitutas, las rameras: bajo el control férreo del poder ejercido por Nina Aragonés (La Señora), en Santiago del Estero persisten arquetipos de mujeres en pugna. Unas apoyando a Nina en ramas femeninas, otras reclamando justicia o padeciendo vendettas parapoliciales. Una radiografía de un escenario feudal.

Por Alejandra Dandan

Mariana responde el teléfono casi ahogada. “Tengo la cara desfigurada, la mitad de la cara morada”, explica. “¿Sabes lo que me pasó?” Fue hace dos semanas. Una persona llamó a su celular, la citó en la calle Catamarca, al lado de una de las plazas del centro de la capital de Santiago del Estero. Mariana fue, suponía que se trataba de un cliente y no de dos encapuchados dispuestos a golpearla. “Cuando he ingresado al auto –dice–, los tipos estaban adentro, no me han dado tiempo a escapar. Me han llevado, me han dado vueltas al parque, me golpearon: querían que la corte con las denuncias de Saravah.” Saravah es uno de los lugares claves del doble crimen de Santiago, los crímenes de enero y febrero de este año en el que han muerto dos chicas en medio una trama que encierra fiestas, drogas y poder. Mariana Contreras fue la primera que habló de Saravah cuando le preguntaron por Leyla Bshier Nazar, la primera de las dos chicas muertas. Ubicó a Leyla allí, en uno de los bares donde confluyen los hombres del poder con las trabajadoras de la noche. Quienes golpearon a Mariana no destinaron los puñetazos a una testigo del crimen. Golpearon a la prostituta que se había corrido de lugar: “Haber hablado en la causa me perjudicó –dice–, me ha cagado la vida: los clientes no me buscan, ya ni siquiera trabajo”. Los encapuchados sí. Mariana sigue en la cama, habla. Tiene una fractura en la mejilla, un derrame en el ojo y la cara morada.
Santiago del Estero construyó un colectivo de mujeres sin nombre. Un universo de arquetipos con lugares que parecen pincelados o designados de antemano. Son mujeres prostitutas, son chinitas, son Madres del Dolor, la organización que reclama por los homicidios o abusos de la policía. O son militantes de la Rama Femenina del juarismo. Son todos lugares asignados donde la capacidad de pronunciarse a sí mismas puede castigarse como con los golpes a Mariana. Sucede ahora mientras continúa la investigación por los crímenes y sucede cuando caminan en medio de una marcha, para ellas, para las que se corren un poco, las sanciones toman la forma de exclusión: se les saca un Plan Trabajar o las suspenden de un empleo.
Esa plataforma está sostenida por un tipo de poder que da y que quita, un poder que construye un mundo de mujeres obligadas a abandonar sus formas más femeninas, a construirse en ejércitos, en masa homogénea y repetida, en imágenes clonadas de un universo pensado con la lógica del hombre. Mercedes Aragonés de Juárez aparece como la síntesis simbólica de ese tipo de poder masculino. Es la gobernadora, La Nina, La Señora y la heredera como esposa de esa trama de poder construido por Carlos Juárez. Ana Amado es santiagueña, profesora de cine, investigadora en Filosofía y Letras especializada en género. Durante un momento recuerda la imagen de La Nina, “ese arquetipo de la bruta”, dice. “Construye y mantiene un ejercicio de poder omnipotente a través de instrumentos brutales y donde no hay espacio para pensar rasgos tan femeninos como la buena frivolidad. En ella prevalece lo autoritario, lo grueso: la sucesión del caudillo.” La Nina
Mercedes Aragonés de Juárez tenía 23 años cuando conoció a Juárez, por entonces uno de los punteros justicialistas con cargo de ministerio de gobierno. Cincuenta años pasaron ahora desde aquel día. Juárez era un hombre casado, de la Acción Católica, con hijos. Mercedes Aragonés, todavía no era La Nina, no era la Señora que ahora aclaman los brutales bastiones de mujeres que avanzan en cada manifestación convocada por la gobernadora de la provincia. Ella era maestra, otro arquetipo anónimo pero dispuesta a convertirse en blanco de un escándalo social. Santiago comenzó a llamarla por su nombre: la señorita Nina rompió la paz doméstica de una familia. Se casó con Juárez vía México. Pero nunca les perdonó a los santiagueños la silenciosa condena con la que respondieron su atrevimiento.
Nina es la gobernadora pero no vota en Santiago, tiene su domicilio legal en el barrio de Belgrano. Nina sólo aparece en Santiago para los actos, donde las mujeres no gritan consignas políticas sino cantos fanatizados de devoción.
Eso sucedía durante la tarde del primer día de julio de este año. Frente a la Casa de Gobierno, los Juárez habían instalado el escenario donde celebrarían una misa por el aniversario de la muerte de Juan Perón. Eran días de pesadilla, el gobierno nacional había puesto la lupa sobre la provincia. Los familiares de las dos jóvenes muertas denunciaban por encubrimiento la estructura del poder político. El gobierno nacional parecía dispuesto a intervenir de alguna manera la provincia. Las comisiones de Derechos y Garantías de la Cámara de Diputados y del Senado de la Nación habían presentado proyectos para la intervención del Poder Judicial local. Los Juárez parecían cercados. Por eso, para el acto de homenaje desplegaron punteros, camiones, banderas, pancartas y parte del ejército de reserva de empleados públicos, militantes y subsidiarios de los planes de asistencia social. ¿20 mil? ¿30 mil? No importa. Las marchas de los familiares apenas reunían diez mil personas en los momentos más explosivos. Esa tarde los Juárez ganaron.
–Decime la verdad –pedía Fátima Rodríguez ese día, detrás de las vallas de seguridad que protegían el escenario de La Nina–, ¿no está hecha una reina?
Alrededor las mujeres se habían convertido en parte de una celebración en estado de trance. “Ninaaaaaaaaaaaaaa, Ninaaaaaaaaaa”, gritaban mojadas como los grupos de fans cuando la gobernadora avanzaba entre las vallas dispuestas de la Casa de Gobierno al escenario. El ritual se repite. En los actos las mujeres permanecen separadas de los hombres, encerradas dentro de un gran corral. Ellos están sueltos, por detrás, por los alrededores, por los costados, rodeándolas. Ellas levantan carteles con corazones dibujados. Deslumbradas. Les encanta el peinado de La Nina, el rodete estirado para atrás, envuelto con turbante. Les encantan los zapatos, los brillos del vestido largo. Les encanta la mujer. ¿La mujer del caudillo? ¿El caudillo convertido en mujer?

Las rameras
Nina no es la gobernadora sino “La señora”. Su base política no son las huestes peronistas tradicionales sino la rama femenina, otra de las instituciones crecidas bajo la lógica del poder caudillo. Las rameras. Replican el poder en los sectores populares, en la administración pública, en el Poder Judicial y en el Congreso: una organización semejante a la de las manzaneras en la provincia de Buenos Aires. Cada grupo está encabezado por una puntera en una estructura piramidal controlada por los códigos del clientelismo político: entregas de planes Jefas y jefes, distribución arbitraria de cargos en los niveles jerárquicos de la administración pública. En la provincia no existe la industria, la oposición no accede alpoder y un 30 por ciento de la población activa cobra sueldos del Estado. Esta trama abastece los abultados escuadrones de la rama femenina. Hacia el 2000, 110 “rameras” ocupaban cargos de juezas y fiscales dentro del Poder Judicial.
Las rameras no son prostitutas pero en territorio juarista son la imagen de un tolerado pecado mortal. Y la asociación con Cristina Juárez, una de las amigas de la noche de Leyla Bshier Nazar, no parece difícil de hacer. Cuando la Justicia decidió liberar a Cristina por falta de mérito, los diarios no la llamaban por su nombre. Para Infobae de Buenos Aires Cristina era “La prostituta”. Esa prostituta, durante los meses de investigación perdió toda garantía jurídica. En junio la policía la trasladó a la comisaría donde la requisaron y la encerraron sin orden judicial. Ahora está otra vez en su casa.
–Me siento con la frente alta –dice–: yo lo dije. No soy la única que ha sido prostituta, hay muchas que lo son, muchas mujeres tapadas que se andan escondiendo. Pero gracias a Jesucristo he cambiando.
Cristina dejó la calle y los hoteles para instalarse en la Iglesia, otra de las instituciones que fuerza el cambio de nombres. Ahora es la hija de Dios.
–¿Qué puedes entregarle a Dios como prueba de arrepentimiento? –le preguntó Pedro, el pastor el día de su confesión. Cristina lo pensó un segundo. En las manos del pastor dejó su celular de trabajo y los lentes de contacto celestes.
La conversión de Cristina es parte de la lógica con la que los Juárez intentan borrar las huellas del crimen: las prostitutas no son trabajadoras sexuales sino el emergente de la trama feudal. Durante el mes de junio, cuando las cámaras de los medios nacionales barrían las calles de Santiago la gobernadora le pidió a la policía que sacara a las prostitutas de la calle. “No quería que se sepa que acá había prostitución”, dice ahora Mariana Contreras. Todavía no estaba golpeada. Ya había declarado en la causa y la habían amenazado dos veces. Los dueños de Saravah le prohibieron la entrada. Ahora no trabaja en la calle, sus compañeras tampoco. Los conserjes de los hoteles del centro dejaron de llamarlas. El Savoy, el Palace y el Carlos V decidieron prescindir del dinero que conseguían a través de las chicas. “Ahora si un cliente te quiere –dice Mariana– te obligan a registrarte en la habitación.”
El silencio, el secreto, la noche, las trampas, las relaciones dobles, las fiestas, los excesos de los hijos del poder, los abusos de “chinitas” de los barrios marginales: ésa es la historia de Cristina, de Mariana y de la propia Leyla. Y ése el montaje que Santiago del Estero intenta borrar con toda la fuerza de los caudillos.

Las dolorosas
Todos los martes a las diez de la mañana, un grupo de mujeres se reúne frente a los Tribunales de Santiago y camina en silencio hasta la Casa de Gobierno. Así desde hace cinco años. En las pancartas llevan escritos sus reclamos. Piden justicia por 162 casos de jóvenes asesinados o castigados por la policía. Con la ocupación de la calle esas mujeres funcionan como un grupo que opone cierto límite visual a la imagen plana que se extiende desde los balcones de la Casa de Gobierno hacia el centro de la ciudad. Pero estas mujeres de Santiago no llevan el nombre de la plaza como las Madres de Plaza de Mayo, no construyeron su identidad a partir de algún símbolo de la Justicia. Lo hicieron desde el nombre mismo del dolor: son las Madres del Dolor, reclaman desde el lamento y la sumisión.
Las Madres fueron organizadas por el Obispado de Santiago. No es una madre, ni siquiera una mujer quien está al frente de la agrupación. La encabeza Luis Vidal, un empresario vinculado con el poder que se acercó cuando parte de la casta juarista mató a su hijo. El rol de las madresterminó capturado por esas relaciones. Ellas ponen el cuerpo cada martes, encabezadas por Vidal y sostenidas por un cordón de seguridad integrado por asesores de la CTA y abogados del Obispado. Así capturadas, las mujeres no hablan. Siguen callando en nombre del dolor. Este dolor para Ana Amado remite a cuestiones primarias: “A un lugar donde no hay posibilidad de lenguaje”. La falta de lenguaje también impide la formación de un nuevo sujeto, capaz de enfrentar el poder de iglesia, de La Nina, del caudillo o de las niñas dispuestas para el crimen.
–¿Que cómo habrá sido la fiesta? –dice Mariana antes de colgar– En una finca, llena de comida, de bebidas, y se les habrá ido de merca.

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