CINE
Un escenario fantástico se despliega ante el espectador de Tabú para rememorar un amor perdido que sobrevuela el destino de tres mujeres.
› Por Marina Yuszczuk
¿Quién no ha vivido un gran amor? Uno de esos amores intempestivos que dejan marcas en el cuerpo y la memoria, muchas veces secretas. Y aunque la frase suene de bolero, especialmente hoy cuando las relaciones se cuentan en los términos más técnicos de “construir en pareja”, de “convivencia armónica” y de “negociaciones”, no hay por qué avergonzarse: las historias memorables necesitan, casi reclaman ese plus de sentimiento que sólo puede expresarse con el lenguaje de las canciones románticas, las novelas, el melodrama, algo que parecen saber muy bien las abuelas cuando, puestas a contar los relatos de amores pasados, apelan a todas las formas posibles de ese sentimentalismo que agrega brillos al recuerdo. Uno de esos amores está en el centro de Tabú, la tercera película del portugués Miguel Gomes que hoy despliega sus matices de un blanco y negro anacrónico y moderno a la vez en las pantallas porteñas.
Partida en dos mitades que dan vuelta la cronología para iluminar el pasado a partir de un presente que parece de desencanto, Tabú comienza por retratar de manera realista la vida cotidiana de dos vecinas en Lisboa: Aurora es una anciana altanera y paqueta con ciertos gestos aristocráticos que hablan probablemente de un pasado más lujoso –y una criada negra que se llama Santa, marca muy viva de la permanencia de un Portugal colonialista–, tiene una hija que nunca la llama y la manía de dilapidar lo poco que le queda en el casino, sobre todo cuando tiene sueños que parecen auspiciar una nueva fortuna. Pilar, unos años más joven, ocupa el departamento vecino y a diferencia de la enfática Aurora se mueve por el mundo con cierta apatía, dura de conmoverse –aunque se entregue a llorar en silencio en una sala de cine– incluso cuando un festejante y amigo le dedica el piropo más delicado. Pilar, Santa y Aurora tienen nombres de telenovela pero viven en un mundo de pasiones enfriadas y rutina doméstica que puede ser el de muchas mujeres llegadas a cierta edad, y sin embargo la maravilla las acecha, habilitada por la muerte de Aurora (y con estoy no estoy revelando el final, porque acá la muerte es el principio) y la llegada de un amante antiguo que las otras creían inventado por la mente senil de una vieja.
Es que Aurora “tiene pasado”, y en ese pasado devenido cine se adentra Tabú en su segunda mitad como en un territorio fantástico, que no por nada está situado en Africa y tiene un cocodrilo como mascota. Gomes elige al cine mudo y lo llena de canciones pop para contar –para contarle a esa Pilar un poco escéptica– esos recuerdos que se saben ficción y al mismo tiempo se viven con una intensidad que no cede ni por un segundo: de joven, Aurora fue la orgullosa heredera de una plantación colonial, supo atravesar la sabana con traje de cazadora para ejercitar una puntería certera y se casó con el hombre correcto. Pero el amor llegó después, encarnado en un chico melancólico de bigotito tan espigado como el de Errol Flynn, que tocaba la batería en una banda y la quiso lo suficiente como para querer robársela incluso embarazada de otro. Así como suena de excesiva, Gomes se las arregla para que esa pasión ubicada a los pies del monte Tabú sea absolutamente verosímil y se parezca a tantos de nuestros amores porque narra con los mismos recursos que traman las vivencias y la memoria de todos desde hace más de un siglo: el cine, las canciones románticas, la novela epistolar, el melodrama, y les devuelve una vitalidad y una sutileza que ya no parecían posibles. Por eso, no se trata de que la estructura doble de la película le oponga a la realidad presente un pasado ficticio, ese que muchas veces sospechamos cuando escuchamos a nuestras abuelas contar cómo tuvieron amores de película. Antes que eso, o además de eso, son las películas las que nos enseñaron a vivir los amores y Tabú es un homenaje a todas estas cosas, que toma al pie de la letra amorosamente el relato del viejo amante de Aurora para contar las cosas como realmente importan: no como fueron, sino como las vivieron los que amaban.
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