Vie 26.09.2003
las12

CINE

El Iris de la memoria

La película Iris, recuerdos imborrables reconstruye los últimos tiempos de la vida de la escritora Iris Murdoch, víctima del Mal de Alzheimer. El principal testigo de esos días fue su marido, John Bailey, en cuyas memorias (él sí tenía, y le sacó provecho) se basa el film.

Por María Moreno

Quien piense que el talento debe ser de algún modo castigado y que la detallada exposición de síntomas de una enfermedad incurable genera algún grado de conciencia puede verse recompensado viendo Iris, recuerdos imborrables, que relata los últimos años de la escritora Iris Murdoch, víctima del Mal de Alzheimer. La película está basada en los libros de su marido, el profesor John Bailey, Elegía por Iris y Biografía. El género de viudo ha sido ejercido con grandes variaciones de calidad, grandeza y rencor. En sus semblanzas conyugales, John Bailey aprovecha para superar su eterno segundo plano para dar de comer a los lectores de Iris Murdoch el final decadente de ésta. Más que una elegía o en sus entrelíneas de deliberada y demasiado subrayada devoción, el libro casi parece un ritual de degradación pública al cristalizar la imagen de una autora genial en la de una vieja desmemoriada, pueril y enferma, detallando paso a paso la pérdida de sus dones, mientras que la película de Eyre confronta monotemáticamente los instantes gozosos del pasado superponiéndolos a ese presente atroz. No hace falta ser psicoanalista para observar la evidente contigüidad entre idealización y degradación. También Simone de Beuvoir se vengó de la sombra genial de Sartre, en nombre de una verdad demasiado literal, describiendo en Las ceremonias del adiós como éste descargaba sus esfínteres en los pantalones, luchaba babeante con sus dientes postizos o la llamaba “esposa”, cuando jamás se habían casado (¿es que Sartre chocheaba o la chochez conservaba un resto de ironía?). Ted Hoghes en su ristra de poemas autobiográficos titulada Carta de cumpleaños traza un retrato genial de su esposa Sylvia Plath pero, entre las metáforas de poeta laureado, no deja de diseñarse como ángel guardián y loable samaritano de una personita insufrible. Maurice Goudeket, en cambio, el tercer marido y último de Colette, fue un ángel de la muerte burocrático y discreto. Cuando escribió Junto a Colette se jactó de no haber anotado ni una frase de su esposa, de no haberla interrogado mucho sobre su pasado. Pero anotó una última escena para el mito que podría titularse Muerte de una panteista: “Colette se inclinó un poco hacia mí, y puse mi cabeza en su regazo, me señaló, con el dedo, las cajas de mariposas, los libros, los pájaros del jardín. ¡Ah!, dijo. Tan cercana a la muerte y sabiéndolo, todo le parecía hermoso, más admirable que nunca. Sus manos se agitaban alrededor de ella como dos alas. Se inclinó un poco más hacia mí. Su brazo describió una parábola que abarcaba todo lo que había mostrado.–¡Mira! –me dijo–, ¡Mira Maurice!”. ¿Cómo se privaría Goudeket de dejar sentado que una grande de Francia murió con su nombre en la boca?
En Elegía para Iris John Bailey, quien cuidó de su esposa hasta tres semanas antes de su muerte, se construye como una Florence Nightingale incondicional y un lector exclusivo de Murdoch, además del devoto de primera fila de la mayoría de sus conferencias. Richard Eyre sigue este guión provocando en la audiencia de las matiné de fin de semana un murmullo masculino de “pobre tipo” para referirse a John, sin imaginarse que el final de Iris podría ser el propio, mientras las mujeres, algunas de las cuales quizás padezcan el Mal de Alzheimer en épocas más generosas desde el conocimiento científico, sienten compasión por el personaje interpretado por Judi Dench, aunque busquen inútilmente algún secreto de la cocina de una obra literaria que incluye 24 novelas consideradas tradicionales, si la tradición consiste en insertar en escenarios victorianos y salas de exposición enigmas atroces y truculentos aunque representados por gente que usa, como se debe, chaquetas de tweed gastadas en los codos.
Iris Murdoch era dublinesa como Joyce. Nació el 15 de julio de 1919 y murió el 8 de febrero de 1999 convirtiendo uno de los parlamentos de su novela El buen aprendiz en una profecía: “Estoy tan solo, pensó él, nadie me ayuda, nadie me puede ayudar, ni siquiera pido la ayuda de nadie. Pero que será de mí: ¿no estaré mejor muerto? Estoy simplemente incomodando y contaminando la tierra. Soy un muerto viviente, la gente debe ver eso ¿Por qué no corren alejándose de mí? Ellos sí se alejan, ellos me evitan. Ninguna voz puede alcanzarme, no seré capaz de pensar nuevamente, no seré capaz de trabajar nuevamente, estoy permanentemente herido. Mi mente ya no es libre, mi imaginación está completamente envenenada, atascada con un veneno negro. Soy una minúscula maquinaria, ya no soy un espíritu humano, mi espíritu ha muerto, mi pobre espíritu ha muerto.” Entre sus obras más conocidas están Sartre, el racionalista romántico (1953), La muchacha italiana (1964), La máquina del amor sagrada y profana (1974) y El buen aprendiz (1986). Si bien fue más conocida como novelista no dejó género tranquilo: escribió poesía, ensayo y teatro. Tenía una biblioteca privada de 1.000 libros, amén de pisapapeles y señaladores que el “inconsolable” John Bailey, casado un año después de la muerte de Iris (no es bueno que el hombre esté solo), remató en el pasado mes de junio.

La película como goma
Guardaba una gramática de esperanto en el cuarto de baño y uno temía que Iris Murdoch tuviera algo de Charles Kimbote, ese profesor oriundo de un improbable país, Zembla, creado por Nabocov en Pálido Fuego. Es decir, alguien capaz de incluir en un comentario crítico la afirmación de que recombinando las sílabas de “Wordsmith” –el nombre de una localidad– y de “Goldsworth” –el de un locador– se obtienen los de “Goldsmith” y “Wordsworth”, dos maestros del pareo heroico. Ese tipo de rebuscado hallazgo académico comparable al de contar los corchetes en la obra de Michel Foucault o los platos ingleses en la de Virginia Wolf. Aunque es probable que John Bailey, con su tartamudeo erudito y sus chistes tontos, su suerte de virginidad honoraria, se pareciera bastante a Kimbote. Pero cuando se lee a Murdoch se evoca el genio liviano de Nabokov, pero a través de otro de sus personajes: Pnin. Exilado ruso, profesor aburrido y amante despechado, Pnin organiza una velada de relaciones públicas con sus colegas, imaginando dar un vuelco crucial a su gestión en la universidad donde enseña. Esa noche se entera de que va a ser despedido. Antes de que su autito se aleje furtivamente por las carreteras bordeadas de césped peinado del campus, lavará la vajilla. En la pileta, sumergido entre platos y vasos sucios hay un objeto que le ha regalado la única persona que realmente lo quiere: un joven ahijado. En la prosa de Nabocov, en el gorgoteo de la pileta donde el agua cubre el enigma de su contenido, en la mente simpatizante del lector por un patético profesor ruso, se escucha un ¡crack! aterrador. Pero la prosa continúa y, al instante de congoja de Pnin y el lector, cede la certeza: lo que se ha roto es otro objeto, no el objeto, la base de una copa o un plato ordinarios. Es difícil probar que Murdoch se parece a Nabovov, pero sus libros tienen esa atmósfera creada por Pnin y la intriga en su vajilla. Murdoch suele romper también, no el objeto sino cualquier otra cosa. Y ese salvataje suele convivir con un mal mayor. Ella suele contar victorias a lo Pirro como la de esos personajes femeninos de Un hombre si acaso, una solterona y una semiprostituta abandonada que se van a vivir juntas a una casa de campo, quedándose a cargo de un perro, y son como esa gente casada “que se aman mutuamente, no se soportan y saben que ya no podrán tener nunca otro destino”. ¿Cómo se llama el perro?: Pirro.
La película de Eyre borra a la Iris escritora y filósofa con una goma casi tan radical como el Mal de Alzheimer. Reduce el existencialismo temprano de Murdoch al hecho de llevar amantes a los dormitorios de Oxford, bañarse desnuda y frecuentar lesbianas que la besan en la boca. Según la cámara de Eyre, los “recuerdos imborrables” son los que Iris comparte con su marido y que éste recuerda en lugar de ella. A pesar de esto, tanto la película como las biografías de Bayley, no dejan de mostrar con furia en Murdoch la presencia de un mundo autónomo, erótico, infranqueable y por eso incompartible al que la enfermedad le dará una dramática literalidad. Por eso quizás la única escena valiosa de la película, amén de la actuación de Judi Dench, es aquella en que el samaritano Bailey, protagonizado por Jim Broabent, sacude con violencia a Iris, reprochándole su ensimismamiento definitivo y el hecho de que él, Bayley, ahora la tenga definitivamente para él, en ese estado, sustraída a su corte de aduladores y amantes, en una real victoria a lo Pirro. Como Las ceremonias del adiós, Iris, recuerdos imborrables y Elegía por Iris muestran una verdad devastadora, física y mental en todos sus detalles ¿necesaria?. Si la intención es mostrar una paradoja: cómo seres virtuosos con las palabras y las ideas mueren habiendo olvidado quiénes eran y el sentido de las palabras más simples de la vida cotidiana como raqueta o cuchara, la paradoja es demasiado simple. No sólo eso. En una peligrosa semejanza con los razonamientos de los partidarios de la prohibición del aborto (¿Imagínese si se hubiera abortado a Mozart? ¿Si jamás hubiera nacido Leonardo?) parecería sugerirse que el Mal de Alzheimer es más dramático cuando lo que daña es un capital mayor y público. En ese sentido Iris, recuerdos imborrables contribuye a la mistificación de la escritura como poder y a la figura del escritor como ser excepcional. ¿Por qué sería peor suspender la obra, incluso ni recordarla siquiera, que haber olvidado donde se guardaron las fotos de un bautismo? Si la escena ha realmente ocurrido como muestra la película, es la misma Iris la que da su opinión al respecto: mientras su marido insiste en conservarle la capacidad de escribir y le muestra el último libro publicado por ella, Iris le hecha una ojeada indiferente y, durante una visita a la playa, perdiendo la mirada en el mar, arranca una a una las hojas de su block y las cubre de piedras (¿lápidas?). Oliver Sacks ha investigado exhaustivamente en pacientes neurológicos la subsistencia de la imaginación y la creación de otros modos de inteligencia y de sentido. La vocación es también una piedra en el cuello, que sea una enfermedad mortal e irreversible la que nos libere de ella, otra victoria a lo Pirro: Iris Murdoch encontró en el final dramático de su vida plena, un gran placer en ver los Teletubbies, imágenes rudimentarias y gorgoritos, de espaldas a las diabólicas y equívocas palabras. La Iris Murdoch anterior, a la que Eyre presta tan poca atención o a la que reduce a unos cuantos parlamentos escolares emitidos ante audiencias universitarias, era tan buena escritora como Graham Greene, sólo que mientras él era un espía británico ella fue asistente principal del Tesoro y luego funcionaria administrativa de la Administración de Ayuda y rehabilitación de las Naciones Unidas en Inglaterra, Bélgica y Austria, lo que resulta menos suculento para el mito.

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