VISTO Y LEIDO
La sangre que corre aborda la red de proxenetas Zwi Migdal a través de una protagonista femenina, que nos remonta al presente para encontrar respuestas donde aún parece haber preguntas.
La multifacética Mirtha Schalom (es dramaturga, actriz, directora teatral, guionista y contadora pública, además de una luchadora contra la trata y tráfico de personas a través de su apoyo a distintas organizaciones públicas y privadas) retoma una página más que oscura de comienzos de siglo en la Argentina. No es la primera vez que lo hace. Con su novela La polaca (Norma, 1993) había colocado bajo la lupa a la red de proxenetas judíos que traían jóvenes humildes de Europa (principalmente de Rusia y Polonia) ilusionadas con un porvenir, un trabajo, una familia, pero que lejos estaban de cumplir sus sueños. Al llegar eran llevadas a distintos prostíbulos de la organización donde las obligaban a “trabajar” desde las cuatro de la tarde hasta las cuatro de la madrugada, atendiendo hasta cincuenta hombres cada noche. Raquel Liberman, una de las jóvenes, se animó a denunciar la situación el 27 de septiembre de 1930 y gracias a ello se dictó la prisión preventiva de 108 miembros de la Zwi Migdal, pero al año siguiente la Justicia los liberaría por falta de pruebas. Sin embargo, la lucha dentro de la comunidad contra este tipo de organizaciones brindó su contraparte. Schalom rescató su testimonio del olvido de los medios de comunicación de la época e incluso, pese a la ficción con que enmarcó el relato, con sus investigaciones logró develar secretos y derribar varios mitos. Así lo que comenzó como investigación, derivó en un guión televisivo premiado, que hoy sigue vigente a través de su versión teatral, Te llamarás Raquel, y este año ha sido reeditada por la editorial Galerna.
Con La sangre que corre (Galerna, 2012), la autora cuenta la historia de Berta Goldleibn, proveniente de la colonia judía de Moisesville, que se radica en 1926, junto a su marido Samuel, en el barrio de Mataderos, en busca de un mejor porvenir. Varios son los ejes que recorre esta novela: las contradicciones entre las costumbres más ortodoxas del judaísmo y un entorno que es ajeno a ellas, la denuncia en tono confesional y la sangre, que en este caso se vuelve espesa con el paso del tiempo. No parece casual la elección del lugar elegido para que transcurra la mayor parte de la historia: Mataderos. Allí, Berta no sólo se debatirá entre defender sus pasiones o acallarlas (el teatro, su atracción hacia el mítico boxeador Justo Suárez, El Torito, su protección incondicional a Broje, su amiga de la infancia víctima de la Zwi Migdal) sino que también será llevada al límite, al que le intentarán imponer continuamente y al de los escondites de la memoria, refugios de los que no siempre se quiere salir.
Así, su vocación de actriz se cubrirá momentáneamente con la harina que utiliza cada mañana para hacer los panes en la tienda donde consigue el dinero para el día a día, y el olor a menta del apresto que le coloca a las camisas de El Torito, changa que le da un extra para poder enviar dinero a su familia o pensar en un ahorro. Mientras, su esposo trabaja en un matadero “kasher” y busca integrarse, a pesar de las dificultades que implica, a la sociedad criolla que lo mira de reojo. La desaparición de su amiga, con quien Berta mantenía el diálogo a través de cartas, la conduce hasta Rosario, una de las cunas de la Zwi Migdal. Ese viaje es clave. Es la primera vez que duerme sola desde que se casó. El relato en tercera persona prima en la novela, junto a los diálogos, y su voz, la más genuina, reside en el papel. Consigo lleva su diario, aquello que no se atreve a decir, sus miedos, sus dudas, sus fantasías, el erotismo reprimido y también sus recuerdos. Luego de ese viaje, ya no será la misma.
Los lazos de sangre y los de la vida (“Le jáim”) se mezclan, así como también las voces, aunque prime una que intenta mantener la lucha, defender la integridad de las mujeres, en un relato que continúa vigente más allá de la ficción.
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