Viernes, 19 de julio de 2013 | Hoy
PERFILES > MARILINA ROSS
Por Marta Dillon
Hubo un tiempo en que ciertas canciones funcionaron como contraseñas y sus letras más que escucharse se interpretaban. Hubo un tiempo en el que no había foros de Internet para que preguntas y respuestas se intercambien con la velocidad y la liviandad del anonimato y entonces eso que alucinaba al “gordito de gafas que fue corriendo a cambiarse los lentes” en la mítica “Puerto Pollensa” era un murmullo que circulaba guiños de por medio pero sin ninguna certeza, porque preguntarlo a la autora era meterse en su vida privada o recibir negativas de plano sobre cualquier posibilidad disruptiva de ese beso. Hubo un tiempo en que un beso podía ser disruptivo. Hubo un tiempo en el que las que alucinaron fueron miles de jovencitas que no osaban nombrar su deseo frente a un afiche en el que dos mujeres se retrataban, justamente, haciendo obvio el deseo entre sí. Y hubo un tiempo también en que ese deseo fue nombrado por una de ellas y por televisión para escándalo de las mayorías y jolgorio de las minorías que parecían no tener existencia. Y a ese tiempo le siguió el de la negación. Las mujeres del afiche –Sandra Mihanovich y Celeste Carballo– desmentían su exabrupto enamorado, la canción “Soy lo que soy” había sido sobreinterpretada por las minorías cuando estaba destinada a que cada individualidad se afirmara y de la conversión de “Puerto Pollensa” en himno lésbico, su autora, Marilina Ross, sólo decía “por algo será”, pero ese algo no era nada que ella hubiera hecho. Es más, la palabra “lesbiana” no formaba parte de su repertorio, era una palabra amarga, aburrida, en todo caso se podía decir “gay” pero nunca para nombrarse a sí misma. Porque ella, no. Ellas, no. Ellas eran “omnisexuales” –Celeste Carballo dixit–, “persona que canta” –Sandra Mihanovich textual–, “persona que ama” –Marilina Ross, hace sólo tres años. Hubo un tiempo (¿hubo un tiempo?) en el que la palabra lesbiana estaba proscripta al menos en el ágora de las artistas. ¿Y por qué había que pedirles a estas pocas y valientes que derramaran sobre ellas una palabra que sólo se quería para el título y el escándalo? ¿Tal vez porque debajo del escenario había miles que la hubieran bebido como agua después de un maratón, porque eso les hubiera abierto la boca para poder nombrarse? El arte no es un servicio social y alguna brecha abrieron de todos modos. Algo de lo impensado se instaló y se expandió en cada casa y la memoria obliga, agradecida. El lunes, a sus 70, Marilina Ross se casa con Patricia Rinci, su pareja desde hace ocho años. La fiesta será en un restorán propiedad de la pareja de Sandra Mihanovich y ella misma cantará, no “Soy lo que soy”, sino el “Ave María” y si quedan vírgenes alguna se sonrojará con la ceremonia ahora que ya no llama la atención, las medias voces fueron aplacadas y los guiños quedaron encandilados por los fuegos artificiales de una modesta pero inapelable revolución cultural. Una revolución con más prensa que otras como la ley de identidad de género –¡la libertad legislada y protegida de ser y parecer a contramano de la biología y los deseos paternos!– porque se instala como un perrito faldero sobre las rodillas de la burguesía y el orden heterosexual abriendo un abanico de posibilidades que no deja de desplegarse. Si en 2003 –cuando Celeste se lo dijo a este suplemento– decirse “omnisexual” parecía una gambeta, hoy bien podría escucharse como una fantasía tentadora. Y si ahora que se casa, María Celina Parrondo o Marilina Ross que es lo mismo, la mujer que viajó con Perón en su efímero regreso al país en 1972, la que fue amada en la ficción casi queer de Alberto Migré por Arnaldo André, la que fue proscripta como actriz por la dictadura y se reinventó como cantante en la democracia; si ahora ella se dice “persona que ama” estará hablando de sí sin medias lenguas mientras otras tantas y tantas lesbianas, jóvenes y viejas, dejarán caer unas lágrimas no sólo por poder decir cada una su propio nombre, también en memoria de ese sendero angosto por el que alguna vez se escaparon, ese escondite húmedo entre la maleza o en la playa que por oscuro era bocado para el deseo. Que por descubierto podía convertirse en canción.
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