Vie 26.07.2013
las12

Reina de corazones

MUESTRA Gilda, la milagrosa es una especie de narración mística y espiritual 19 años después de la muerte de la cantante de cumbia más querida de los ’90. Pensado por el colectivo de fotógrafxs Subcoop, el universo Gilda puede ser visitado en diez fotografías de gran tamaño, un video de cinco minutos, una instalación y una poderosa imagen que da inicio al recorrido.

› Por Cristina Civale

Un clima de vitalidad lo invade todo. Se leen en una pared blanca las palabras Gilda, la milagrosa escritas en letra cursiva, como de maestra, diseñadas en un rosa intenso que contrasta con una gigantografía impresa en tela. Allí se ve a una mujer que da la espalda a la cámara y se aleja vestida con una túnica violeta, con su pelo largo y castaño rodeado por una corona de flores que se intuyen de plástico. La mujer camina por la vereda estrecha entre las construcciones bajas de mármol. Son bóvedas. Está en un cementerio. La visión, las letras y la mujer se tienen casi en simultáneo cuando se ingresa a la sala de la galería, el lugar de la cita. Y a las imágenes superpuestas se agrega el sonido, no uno cualquiera, uno que se intuye que fue elegido para esa visión y las que vendrán luego. Se escucha la voz dulce de una mujer que invade con suavidad el ambiente, aunque las palabras que acompañan esa música no tienen suavidad sino frontalidad y fuerza, la de unos versos creados por una mujer que afirma: “Y no me importa nada, porque no quiero nada / y aprenderé cómo duele el alma con un adiós (...) porque tengo el corazón valiente / prefiero amarte y después perderte”. En lo que dice que prefiere está la diferencia que hace que la vida palpite, aunque se vea un cementerio y la palabra “adiós” se escuche, entre otras, como un triunfo igual que esa nada que es lo único que dice tener, aunque se sepa que se asiste a una muestra que intenta narrar la mística y la espiritualidad de una mujer que murió hace casi 19 años. Gilda, la milagrosa es la muestra que intenta narrar lo que sucedió después de su muerte.

Gilda, seudónimo elegido por su admiración al personaje interpretado por Rita Hayworth en la película con ese nombre, no fue cualquier mujer: fue la cantante de cumbia más especial de los años ’90, cuando el ritmo del que se habían apropiado los hombres recién hacía furor con otras mujeres que se animaban a subirse al escenario y adueñarse de lo que no se les ofreció como derecho. Gilda llegó al mundo de la música popular al mismo tiempo que Lía Crucet y Gladys, la Bomba Tucumana, pero a diferencia de ellas, que enfatizaban sus atributos de mujeres con sus cuerpos generosos, anclaba su poder en sus letras notables, con su cuerpo delgado y aparentemente frágil, y el público la amó en su breve carrera que empezó en 1991 y terminó en un viaje entre show y show en una ruta entrerriana en 1996, cuando su combi fue arrollada por un camión y se llevó su vida, la de su hija, la de su madre –compañeras de giras– y la de tres músicos. Tres generaciones tragadas en el asfalto, en un pacto no elegido para no extrañarse. Ella, la más querida entre las otras mujeres de la bailanta, tenía 35 años y ya pintaba para santa. Sus fans le atribuían milagros que ella se ocupaba muy bien de decir que no hacía, sólo creía en la posibilidad del poder de su música. Esa que se escucha ahora y se distingue entre el murmullo de los invitados a la inauguración de la muestra que es una investigación sobre su legado, sobre lo que sucedió con esa mujer que está ahora aquí sin estarlo y sin ninguna imagen de ella en una muestra de fotografías. La paradoja de esa ausencia premeditada, pensada por el colectivo de fotógrafxs Subcoop (Gisela Volá, Nicolás Pousthomis, Gabriela Mitidieri, Gerónimo Molina, Martín Barzilai y desde Madrid, Olmo Calvo Rodríguez, creadores de la muestra), logra la potencia que se siente al entrar a ese mundo. Un universo que crearon con 10 fotografías de gran tamaño, un video de cinco minutos, una instalación y el poderoso cruce del inicio del recorrido.

Gisela Volá es la que llevó adelante la investigación, es la voz autoral de esta muestra y le cuenta a Las 12 que eligió investigar la vida de Gilda porque “primero me gusta la cumbia y porque ella era diferente a todas las mujeres que se atrevieron al ritmo, territorio masculino”. Y la pregunta surge inevitable: “¿Es sólo la cumbia o es la muerte trágica de una mujer joven, milagrosa en vida, casi santa pagana hoy, la que te llevó a elegirla?”. Y responde rápido y firme que no, que es Gilda y su diferencia, que probablemente si estuviese viva la habría elegido y la muestra sería otra cosa, pero sería. Y en esa explicación se cuela la respuesta más inesperada, la que une a esta artista y esta obra con su propia vida. “Mi viejo tenía una banda y tocaba cumbia”, dice como una revelación, y lo es. Sentimos que estamos frente al relato de un secreto: “A él le encantaba el jazz, pero cuando hizo el servicio militar formó parte de la banda de su compañía y ahí conoció la cumbia. Cuando terminó la colimba, se siguió viendo con sus compañeros, y ellos venían a casa y tocaban. La cumbia estuvo en mi vida desde siempre. Ese espíritu de familia, de shows, de alegría. Los músicos estaban todo el día en mi casa, mi adolescencia estuvo marcada por esas presencias y cuando empecé a conocer el mundo de Gilda, de la mano de Silvia Coimbra, otra cantante de cumbia y que ahora es parte de los fans/seguidores fieles que van a sus santuarios, uno en la ruta donde murió y otro donde está enterrada, en un nicho en la Chacarita; cuando me subí el primer día a la combi para ir al de la ruta, enseguida me sentí bien recibida, todo era familiar, algo así como el regreso a la casa de mi infancia.”

Gisela y el colectivo de fotógrafxs al que pertenece, los Subcoop, especializados en la fotografía documental, en ensayos fotográficos temáticos, tienen un método de trabajo como el de los buenos cronistas. Se meten en la vida de aquellos que van a fotografiar, no son ajenos, se comprometen, a veces establecen lazos de amistad. Caminan y se sumergen en el mundo que van a fotografiar, lo hicieron ya con sus ensayos anteriores. Por nombrar sólo dos de los tantos que hicieron desde que decidieron ponerse un nombre en 2004, aunque ya eran una banda desde unos años antes, se nota en el resultado de Oxígeno Cero, historias al borde el Riachuelo y en San Darío del Andén, la conmovedora muestra en referencia a Darío Santillán, asesinado en los días trágicos de diciembre de 2001. Con Darío caminaban la plaza y su barrio en su inicial etapa de fotógrafxs activistas, sin ser aún los Sub, como se los conoce hoy, siempre con los pies en el barro, o mejor en la tierra que pisan “sus personajes”, que no son otros sino también ellos. Nunca roban una fotografía, siempre hay un pacto, la obra más bien es el resultado inevitable de una relación.

Gisela trabajó aquí del mismo modo, pero se sumó su historia familiar y eso le dio probablemente el coraje de decir, y por primera vez en la historia de los Sub y con el acuerdo de sus aliados, que ella es la autora, aunque lo firmen todos. Porque aquí está su mirada donde entiende lo que sucede con esas personas que visten como Gilda en su canción “Corazón valiente” (túnica violeta, corona de flores) para ir a agradecer algo que le han pedido porque ellos dicen que Gilda nunca les falla. Y así recorremos las fotografías donde no está la imagen de Gilda, porque en varios de los fotografiados su propio cuerpo es la estampita, es la mímesis: niñas, mujeres adultas, un adolescente trans, vestidos con ese atuendo que ya es uniforme. Y hay un brazo tatuado con el nombre de la santa pagana que cantaba cumbias y hay una cabeza rapada en cuya nuca se talla el nombre de la venerada. Los Sub trabajan in situ, nunca en estudio, captando la vida como se presenta; aquí por primera vez los espacios se convierten en estudios naturales y Volá se atreve a pedirles algún gesto a sus fotografiados, los dirige, pero no abusa, a lo sumo hace dos tomas. Una exageración para quien sabe que el valor de su arte está en captar el segundo de una vida mientras sucede.

El video documental que forma parte de la muestra sí está grabado en estudio, los fans de Gilda cuentan sus experiencias de diálogo con ella, su generosidad. Un nene dice: “Me da tanto y yo no le doy nada”; un joven cuenta que su padre una vez le dijo que seguramente no visitaría su tumba si se muriese tanto como visita la de Gilda, y el joven dice que, ahora que su padre está muerto, es así.

Una amiga de Gilda, que no está en las fotografías, le dijo a Volá que ella habla con Gilda y que Gilda le aseguró que aprobaba la muestra porque no se lucraba con su imagen, porque se respetaba su nombre y el de los que creen en sus milagros e incluso los cuentan. La amiga que no aparece en las fotos ni en el video le cuenta a Volá que Gilda ahora entiende cuál fue su misión en su corta vida.

Todos los fotografiados asisten a la inauguración de la muestra, orgullosos del lugar generoso que se les otorga: son coautores de lo que allí se ve.

Y en una cava que no se usa al fondo de la sala, simularon el montaje de un altar, un altar que no es el nicho de Chacarita, ni el de la ruta trágica. Es una ficción donde hay flores de papel que armaron más de 20 amigos de los Sub que desde dos días antes de la inauguración llegaron a hacer la gamba. Y está la intención de su rostro en ese altar en unas telas pintadas, estampitas ajadas, más flores de papel y una chapa oxidada, la patente de un coche y la presencia de los visitantes con su respeto pagano, y la emoción de los fans que ahora son obra con su silencio devoto.

Las túnicas violetas y las flores se graban en la retina por muchos días y Gilda se queda con quien fue parte de la visión de esa muestra ceremonia, con las imágenes que se impregnan más allá del deseo, y uno conoció a esa mujer sin verla en el claro recorrido de diez imágenes elegidas de cientos de las registradas en tres años. Lo que no está, el peso inmenso de las fotos fuera de la galería y las horas grabadas para un video de algo más de 5 minutos y la presencia de Gilda en cada obra donde hay otro u otra. La muestra cuenta con una única fotografía que expone una reproducción donde se ve el rostro de Gilda: es una estampita que sostienen las manos trajinadas de una anciana. Fue la única obra que tuvo que desmontarse y volver a montarse, la única obra que salió “fallada” del laboratorio, como si Gilda hubiese dado lucha para no estar, ya pensando como si se escribiese este texto con la túnica violeta y la corona de flores en la cabeza.

Y Volá me cuenta una historia que antes de meterse en ese mundo no conocía: “Antes del choque –explica–, Gilda estaba cantando a capella una canción que estaba inventando y la iba registrando en un grabador, como solía hacer. El grabador se encontró y se pudo rescatar la cinta”. La canción dice: “Quisiera no decir adiós / pero debo marcharme. / No llores, por favor, no llores / porque vas a matarme. / No pienses que voy a dejarte / no es mi despedida. / Una pausa en nuestra vida / un silencio entre tú y yo”. Es el tema que se llama “No es mi despedida”, tal como dice en un verso, el que dejó ahí para no decir adiós y de tanto decirlo en los temas, de no temerle a la palabra, esa historia fantástica, inverosímil pero real, también está en Gilda, la milagrosa, la muestra curada por Victoria Verlichak y montada en Arte x Arte (Lavalleja 1062 hasta el 24 de agosto). Por un rato, aun sin conocer la historia de esta talentosa autora y joven cantante, la muestra narra parte de su cuento, cada obra sin ostentación es en sí una historia que incluye una pregunta y también en ella se sugiere una respuesta, con un legado que es misión y desafío: la valentía puesta en el corazón.

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