DOCUMENTOS
Fue en 1983 cuando la fotógrafa Alicia Sanguinetti reveló por primera vez ese rollo que su hermano le dejó dentro de una cámara sin flash en la última visita que le hizo en la cárcel de Devoto el 24 de mayo de 1973. Al día siguiente, las puertas del penal se abrirían por presión de la militancia y 224 presos y presas políticos volvieron a pisar la calle. Sanguinetti volvió a su casa con 36 tomas directas del último día en cautiverio y unos cuantos compañeros de distintas provincias que necesitaban alojamiento. El rollo lo guardó su madre, Anne Marie Heinrich, y ese documento histórico que Alicia sólo pudo mirar cuando terminó la clandestinidad es un libro: El Devotazo (El Topo Blindado).
› Por Noemí Ciollaro
La dictadura del general Alejandro A. Lanusse agonizaba, Héctor J. Cámpora se había alzado con casi el cincuenta por ciento de los votos en las elecciones del 11 de marzo de 1973 y se aprestaba a asumir el gobierno constitucional el 25 de mayo. La Argentina estaba en ebullición y la juventud militante reclamaba que se cumpliera con la promesa electoral de liberar a los presos políticos de las organizaciones peronistas y de izquierda. En la cárcel de Villa Devoto 137 hombres y 87 mujeres, muchos de los cuales habían pasado por el penal de Rawson y sobrevivieron a la masacre de Trelew en 1972, trabajaban febrilmente preparándose para abandonar el encierro y pisar las calles porteñas en libertad.
Pasaron cosas extrañas el 24 de mayo en Devoto: la visita del escritor Julio Cortázar y el ingreso de familiares y organizaciones solidarias, sin prohibiciones ni requisas. De pronto, pacíficamente, los militantes presos tomaron los pabellones donde se alojaban y controlaron ese sector de la cárcel. Así fue el inicio de dos jornadas inolvidables y grabadas a fuego en la memoria de quienes estuvimos dentro o fuera de aquellos muros celebrando el fin de esa dictadura sangrienta, siniestramente superada luego por la del ’76-’83.
Alicia Sanguinetti (68), por entonces militante del PRT-ERP (Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo), fue una de esas presas políticas y la única que pudo fotografiar las escenas vividas en los pabellones de Devoto: “El 24 hubo una visita muy amplia y entró mi hermano que es fotógrafo, él estaba registrando lo que pasaba afuera del penal, donde ya había grupos de militantes reclamando nuestra libertad. Pensó que le iban a sacar la cámara pero no fue así, hasta los guardiacárceles estaban en una actitud muy distinta. Empezó a haber una apertura insólita, para la visita de abogado nos llevaban por primera vez sin esposas. Yo creo que empecé a ver bien el penal el día 24, porque antes había que andar con la cabeza gacha y la mirada fija en el piso. Y cuando se iba mi hermano me ofreció dejarme la cámara con un rollo empezado, no tenía flash. Entonces se me ocurrió fotografiar el lugar donde estuvimos tanto tiempo. Muchos compañeros no querían quedar retratados por problemas de seguridad, por eso hay muy pocas fotos con caras, pero lo pensé como para tener un recuerdo de lo que estaba pasando, que era extraordinario, fueron sólo 36 disparos...”. Esas fotos tomadas por Alicia en 1973 fueron publicadas en el libro El Devotazo, por el Colectivo El Topo Blindado, con textos del editor Gabriel Rot, y de Julio Menajovsky, fotógrafo, militante de derechos humanos e integrante del Archivo Nacional de la Memoria (ex ESMA), donde se realizó la presentación de la obra. “¡Abran carajo, o la tiramo’ abajo!” Las imágenes son casi surrealistas, las rejas de las celdas de par en par, con los candados abiertos colgando de las manijas, las chicas setentistas con su pelo largo y lacio, a la usanza de aquel tiempo, abrigadas, en pantalones o polleras casi minifalda, confeccionando banderas y carteles con sábanas. Largas mesas en las que militantes de las organizaciones apilaban los volantes que arrojaban por las ventanas del penal. En las calles exteriores de la cárcel se habían reunido grupos de jóvenes que se comunicaban con los detenidos con señas y gritos. Dos militantes, Susana Giache, luego asesinada en octubre del ’75 en Santa Fe, tras haber sido capturada, y Tati Villafañe, sonrientes tras las rejas. Las celdas con los nombres de los asesinados en Trelew pintadas en sus muros:
Capello, Astudillo, Lea Place...; las consignas de la época impresas en los pabellones. Los rostro jóvenes –casi nadie llegaba a los treinta años–, con la expectativa y la voluntad de lucha a flor de piel.
“Y el 25 el penal era realmente una fiesta, me acuerdo de las banderas hechas con las sábanas que colgamos de las rejas. Nunca faltaba uno medio pesimista que te decía ‘sí, sí, hagan banderas que a la noche no vamos a tener sábanas para dormir...’. Era febril, era prepararse para la salida y a la vez pensar que por la burocracia la amnistía iba pasar por la Cámara de Diputados y eso demandaría varios días... O creíamos que iban a salir en libertad los compañeros de las organizaciones peronistas y los demás íbamos a quedar hasta más adelante, pero por las dudas nos preparábamos...”, explica Alicia, hija de la fotógrafa Anne Marie Heinrich. Entre tanto, las multitudes habían marchado desde el acto de asunción de Cámpora, en Plaza de Mayo, a la cárcel de Devoto, porque la idea era presionar para que ese mismo día saliera un indulto. Durante gran parte de la jornada las consignas fueron contra los militares: “¡Se van, se van y nunca volverán!”, y ya frente a los portones del penal se coreaba a todo pulmón: “¡Abran carajo, o lo tiramo’ abajo...!”. “Y así fue como después de muchas negociaciones entre el gobierno y los abogados, de golpe se abrieron las puertas y no lo podíamos creer... Recuerdo que bajábamos esas escaleras tipo avalancha, como en cancha de fútbol, como si de golpe fueran a cerrar una puerta y alguno quedara adentro. Y así salimos, a lo loco, y afuera estaban los colectivos y los camiones y la gente..., multitudes... Fue una noche larga y terminé en la casa de mis padres con compañeros del interior; le entregué el rollo de fotos a mi madre para que me lo guardara y ella lo metió en una caja, nadie lo reveló”, afirma. Alicia empezó a militar de nuevo; su compañero y padre de su hijo desapareció en 1974, en Puente 12, era Alberto José Munarriz. Los antropólogos forenses buscan sus restos en la zona. Ella estuvo muchos años clandestina en el interior del país.
“Y ya casi en 1983 mi madre me dio la caja con las cartas que habíamos intercambiado mi compañero y yo, recortes, tarjetas que nos hicimos entre las compañeras antes de salir de la cárcel y la cajita con el rollo de fotos que yo ni recordaba. Cuando las revelé no lo podía creer, habían pasado tanto tiempo y tantas cosas... Hice copias y quedaron un tiempo ahí, hasta que con Mariana Arruti empezamos a charlar con el tema de la película de Trelew y le entregué la caja y las fotos. Primero se expusieron en el Museo de la Memoria de La Plata, y un tiempo después, hablando con Julio Menajovsky, decidimos que el material tenía que estar en el Archivo Nacional de la Memoria. Hace unos meses, Gabriel Rot me dijo que tenía ganas de hacer un libro con las fotos y le dije que estaba de acuerdo”, resume Alicia.
Alicia había sido detenida en Capital, junto a cinco militantes, el 8 de julio de 1970, en plena dictadura, “en una acción en la que pensábamos quemar el palco preparado para el desfile militar del 9 de Julio que iba a estar encabezado por el general Lanusse. Estábamos en un bar esperando para concretar la acción, y apareció la policía de la Comisaría 22ª y ahí caímos. Después nos llevaron a lo que era Coordinación Federal, estuvimos detenidos-desaparecidos veinte días y, cuando mejoró nuestra apariencia física, los compañeros fueron a parar a Devoto y las mujeres a Humberto I, pero a la semana nos trasladaron a Devoto también hasta febrero del ’72, cuando fuimos condenados y nos mandaron a todos a Rawson. Nosotras inauguramos los pabellones femeninos en las dos cárceles”, cuenta.
En 1972 la cárcel de Rawson ya tenía dos pabellones de presas políticas, lo que da cuenta de la frecuencia con la que las militantes caían en diferentes acciones; la vida en ese penal era dura comparada con la “más liviana” que habían tenido en Devoto, donde habían llegado a ser cien en un solo pabellón.
“Y ahí también se organizó la fuga. Después de eso Rawson se convirtió en un campo de concentración. Hubo momentos muy duros, la tortura y otras cosas, pero hubo otros muy hermosos, una convivencia muy buena y allí se dio la posibilidad de discutir con todas las organizaciones. Antes las direcciones se juntaban, pero las bases no, entonces había eso de “vos sos monto, vos sos FAR, vos sos ERP”, y no nos reuníamos ni hablábamos. Pero en el penal hubo discusión entre todos, y fue muy bueno. Eso pasó poco en Devoto y mucho en Rawson; la fuga fue posible por eso y de no haber pasado la masacre se hubiera podido seguir afuera con la solidaridad política que había adentro, creo que hubieran sido otros los resultados. Pero bueno, eso es tema de una larga autocrítica que todavía no se ha hecho...”
Tras el intento de fuga y el asesinato de dieciséis militantes en la Base Almirante Zar de Trelew, las presas fueron trasladadas a Devoto, a pabellones de máxima peligrosidad donde, “a pesar de estar en celdas individuales con pocos minutos de recreo al día, también nos organizamos, nos manejábamos hablando través de las cañerías de las letrinas y hacíamos reuniones de esa forma, así pudimos seguir adelante, no sentirnos solas y cumplir con la idea de toda presa: militar donde estuviéramos”.
En los ’70, entre la militancia se decía que en las cuestiones morales y de género (palabra que sólo se usaba en la sedería...), el PRT-ERP tenía 11 reglas más rígidas que las otras organizaciones. Consultada por Las/12, con una sonrisa casi irónica, Alicia comenta: “Sí, decían que éramos ultras, incluso teníamos un librito, Moral y proletarización y nos daban con todo a las mujeres. Hace poco Luis Mattini nos convocó a un grupo de compañeras para charlar sobre las mujeres del PRT y le dijimos: ‘Mirá que vamos a decir todo’... A nivel de equipos de base había una relación casi de igual a igual. Los compañeros cumplían en las casas operativas con las mismas obligaciones que en las acciones; había compañeras de muchísimo arrojo en lo militar, pero lo que siempre veíamos es que si había un problema de infidelidad el castigo moral a una compañera era distinto que para un compañero, con ellos la sanción era más leve. También había compañeras muy valiosas y cuestionábamos que no integraran la dirección del partido”.
Sobre los castigos que merecían las conductas morales consideradas inaceptables por la organización en el caso de las mujeres, Alicia explica que “se te separaba de una actividad y te quedabas trabajando metida en una casa, o te sacaban de los equipos, o se te pasaba de regional. Respecto de las parejas, si se decidía que un compañero fuera trasladado de lugar, por más que su compañera estuviera haciendo un trabajo muy importante, se la sacaba de ahí y se la mandaba con él, como si el trabajo de ella fuera secundario. Pero si la trasladada era la compañera no pasaba lo mismo... Sí, esa diferencia de clase existía, se criticaba a las parejas burguesas y pequeñoburguesas, pero en el fondo eso existió mucho. Se pataleaba, pero la disciplina era muy estricta... También hubo historias de compañeros responsables que estaban muy tabicados, y una no tenía contacto con otros equipos, y bueno..., algunos responsables tenían una compañera (pareja) en más de un equipo a la vez... Y una se enteraba cuando él caía preso y aparecían las dos mujeres para la visita de pareja en la cárcel... Y sí, también nosotras tuvimos compañeras sancionadas por problemas de moral, y las sanciones se cumplían”, recuerda. Alicia relata los cuestionamientos que la militancia actual hace a las militantes de los ’70 en relación, por ejemplo, a la maternidad, y se refiere a una reunión que mantuvieron en una villa con mujeres de todas las edades: “Fue riquísimo, cursan la primaria y la secundaria, nos dijeron: ‘Ustedes que militaban y sabían lo que podía pasar, ¿por qué tuvieron hijos?..’. Les contamos que pensábamos que la revolución podía triunfar y que la situación era distinta, y nos decían: ‘Sí, pero ustedes pusieron en riesgo la vida de sus hijos; pensaron antes en ustedes que en sus hijos’. Y una adolescente nos dice que ella milita en La Cámpora, pero que a su hijo no lo pondría en riesgo. Luego recordamos que decíamos ‘a los chicos hay que salvarlos y para eso se hace una escuela en Cuba y nosotras nos quedamos militando acá’, en ese momento nos parecía perfecto... Con los años nos preguntamos si estábamos en lo cierto, claro, pero nosotras veníamos con lo de la Revolución, Cuba, la lucha armada de Vietnam, ése era nuestro proyecto. ¿Se podría militar ahora como en nuestro tiempo? Y no, ni en ese tiempo como se hace ahora. Muchos de nuestros hijos fueron criados en la clandestinidad, con nombres falsos, algunos la han pasado un poco mejor y otros lo han pasado muy mal; creo que nos miran con respeto, pero un poco de culpa te echan... Y después de tantos años, cuando vos te quedaste acá y te encontrás con la gente que se exilió, ves que la realidad de ellos no tiene nada que ver con la tuya, son criterios y vidas totalmente distintos. Una cosa es el exilio de los que se fueron y otra el exilio interno. Yo seguí militando hasta el ’77, cuando vino la gran fuga de todo el mundo. La idea de la dirección era que me tenía que ir y dejar a mi hijo pero me negué, éramos todos clandestinos, y me mandé bajo tierra con mi identidad de Nélida González, y ahí estuve hasta el año ’81... No, no me volví a casar”.
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