MÚSICA
La luna, tercer disco de la tucumana Luciana Tagliapietra, grabado en Melopea y con participación de Litto Nebbia en dos de las doce canciones que lo componen, propone un combo de melodías entrañables, paridas en una familia de músicos.
› Por Rosario Bléfari
Muchas veces la mejor manera de decirle algo a alguien es con una canción. Todas las canciones de este disco están dirigidas como cartas. Cartas que parecen los intentos de hacer una única carta definitiva, todas están buscando la manera de decir lo mismo, algo imposible de decir porque apenas dicho ya no es tan así. Por eso muchas veces la mejor manera es cantando. La canción es un envío donde lo enviado y el vehículo que lo lleva, el mensajero, son la misma cosa. La caja de encomiendas o el sobre y hasta los sellos de lacre son la música. Además, dicho algo de este modo, a los cuatro vientos, al hablarnos a todos, la canción se desparrama y olvida, dice y lo suelta a arder en una especie de hoguera que purifica pensamientos y emociones pendientes, ahora compartidas. “Quiero vivir para escribir”, nos confiesa Luciana en “Así”, una de las canciones de su disco La luna, donde las lunas pasan y vuelven mientras siguen dictándose clases de amor para repetidores irrecuperables y para nivel inicial.
¿Será la luna “buena”, como dice Yupanqui, o será solamente “un cascote abandonado en el cielo”, como dice el Cuchi Leguizamón? En una entrevista que le hace José Tcherkaski, Leguizamón cuenta que una vez siendo chango le cuestionó a Yupanqui lo de “yo he visto a la luna buena besando el cañaveral”, y que sin importarle lo impertinente le dijo que cambiara buena por llena, cosa que Yupanqui no hizo, claro. Tendría sus razones. Al Cuchi le daba terror ser cursi (lo dice en la misma entrevista, refiriéndose a lo de personificar las cosas). La luna sabe de su trajinar para Yupanqui, y a partir de ahí deposita en ella todo su ser, la luna se vuelve su memoria, la luna es testigo, sabe de él, la luna es él mismo, porque así es el amor de la madre, un amor en el que nos fundimos. “Buena” adquiere entonces una dimensión muy lejana a la de aquel sentido cursi que el joven Leguizamón creyó ver. La luna es buena incluso siendo un cascote, no se niega su realidad. Más cursi puede verse la suposición de que el cascote está “abandonado”. Buena, primero que nada, no es mansa ni tonta. Buena es proveedora, buena es abundante, buena es generosa, entregada, amable, deseable, por algo se dice “está buena” o “la miel es buena” para referirse a su calidad y a los beneficios que aporta.
Luciana Tagliapietra es tucumana. Así se lo recordó su madre desde el escenario, el jueves pasado, cuando la cantante y autora –esto también lo resaltó Adriana Tula, mamá de cabello colorado y flequillo– presentaba La luna en Buenos Aires. ¿Por qué una madre estaría en el escenario de su hija diciendo “y te olvidaste de decir que somos tucumanas”? Es que la Luchi, como la conocen muchos, es hija de músicos. Invitados a tocar, el padre, Miky Tagliapietra, en el contrabajo, la madre y la sobrina Sofía cantando y la hermana Agustina a su lado como guitarrista de la banda estable, una escena familiar de pronto irrumpió en medio de las canciones para deleite de los presentes. Como si espiáramos por un ventanal con forma de escenario podíamos ver a todos con la Luchi: su banda, su familia, sus amigos músicos de acá y de allá como Violeta Castillo y Eduardo “Chueco” Ferrer, y los músicos que trabajaron en el disco, que son muchos: Patricio Villarejo, cellista que le armó la orquesta a Charly para lo del Colón; Pablo Agri, hijo de Antonio Agri; el Coya Ruiz en el charango. Hubo trompeta, trombón, vibráfono, piano, flauta, etcétera, todo un gentío en escena que ampliaba la familia musical de Luciana con miembros de la familia Melopea. Mientras hacía las canciones y cuando recién empezaban a tocarlas en Tucumán con sus músicos, Luciana se imaginó en un momento que Litto Nebbia cantaba una de las canciones, y el disco terminó siendo grabado en Melopea bajo la supervisión de Nebbia, quien produce y participa en dos de las doce canciones.
–Apenas terminé el segundo disco, Diagrama de Ben, en 2011, iba soltando muy de a poquito una canción cada tanto, pero en 2012 compuse muchas más y en junio empezamos a preproducir con Federico Oreo (coproductor del disco junto a Leopoldo Deza y también baterista de la banda). Leopoldo Deza tocaba con mi mamá y él tocaba con Litto Nebbia. Así contactamos con Melopea y en septiembre entramos a grabar. Melopea era la casa de Litto. Cuando él se vino a Buenos Aires por la música, la mamá se vino también para ayudarlo y vivían en esa casa donde le armó la sala de ensayo. Ahora la parte donde era la casa es el depósito, el archivo donde están los discos, los más de 500 títulos del sello. Es un lugar con mucha calidad humana. Entrás a una sesión y todo es sagrado, se produce la mística de la grabación; hay mucho respeto, pero todo es relajado a la vez, es el respeto por lo musical. Mario Sobrino es una presencia importante, él es el que maneja la consola, que es una consola especial, la legendaria consola Neve, con la que grabaron los Beatles y los Kinks sus primeros álbumes y que antes estaba en RCA, donde Litto grabó sus primeros discos y que ya manejaba Sobrino. Fueron seis semanas de grabación donde nos sentimos muy bien.
–Las canciones salen de un solo tirón, sin tachar, producto de un momento inconsciente de decir algo, mientras voy caminando, por ejemplo, y llego y escribo. Después el momento de los arreglos es como una segunda creación, se desprenden de la misma canción, es el mismo motivo melódico que se amplifica con otros instrumentos que hacen ese cuerpo. No entrego nada en la canción a la hora de producirla, no la dejo sola, siempre estoy. Había en este caso que armar una coordinación con los invitados. Varios son de mi familia, la familia que es también la familia musical. Yo quería que esté la madre como la mujer, la voz de la experiencia con todo lo que significa y porque yo la admiro, y también que esté mi sobrina, Sofía Contreras, para que esté la niña, y a quien también admiro. El espíritu del disco tiene que ver con la música muy compartida.
–Mi madre es tucumana pero mi papá es santiagueño, bajista de Jacinto Piedras, un compositor santiagueño. En un momento ellos tuvieron un lugar de rock llamado Dick Tracy, donde tocaban bandas de rock a fines de los ’80 y un café concert donde mi mamá cantaba música brasileña, Liza Minnelli. Cuando vivieron en Santiago eran amigos y compañeros de Peteco Carabajal, de Juan Saavedra. Mi padre también tocaba jazz, he visto muchos ensayos de jazz. Yo tengo, sí, algunas composiciones secretas, casi siempre que me voy más al norte: me salen zambas, chacareras y cuecas. Mi madre en su disco Cristales grabó una cueca y también Paula Paz. Hay en esas canciones una estructura, la rima y hasta palabras que son más de ese género, o los paisajes, la relación con el sol, el viento, el cerro.
Cuando Yupanqui canta que la luna es buena, canta de sí mismo, pero él no puede más que indirectamente decir “soy bueno, aprovéchenme”, lo dice así, reflejado en la luna. Luciana canta directamente “Soy la luna” y puede hacer que también su madre diga lo mismo y represente esa luna en la escena familiar que, expuesta en tantas canciones, puede resultar una especie de escena universal de la familia musical, una familia donde por distintas filiaciones podemos ver representados todos los géneros musicales y sexuales y las distintas generaciones en las distintas edades. Esa es la música compartida, en este caso en particular, la canción que se comparte para acompañarse mutuamente como dice la letra de Cántalo: “Busca las más lindas canciones y sígueme”.
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