Viernes, 1 de noviembre de 2013 | Hoy
VISTO Y LEíDO
La muerte del corazón, de Elizabeth Bowen, es la historia cruel entre una adolescente y esa familia que nunca la esperó.
Por Marisa Avigliano
El mundo Bowen es un mundo adolescente, es el infinito suspendido que se entretiene sacando de una en una –después de apartar la lámina amarga que separa las celdas donde se esconde– la gotita dulce de la granada madura. Pero esa escena golosa desaparece pronto porque enseguida gana el desamparo. Tiempo de diarios íntimos y susurros de almohada. Una pizca de Rosamond Lehmann y de la primera Woolf para inaugurar un borrador de ausencias. En ese borrador está Portia Quayne, la niña desprolija que, huérfana a los dieciséis años, debe convivir con quienes no planearon una vida con ella.
Portia es la protagonista de La muerte del corazón, la novela que Elizabeth Bowen (Dublín, 1899-Hythe, 1973) escribió en 1938 y que ahora Eduardo Berti traduce para Impedimenta. Bienvenida, Bowen, bienvenida para quienes la leyeron hace mucho (porque era la favorita de las abuelas) y bienvenida también para quienes no la conocen siquiera como personaje de una novela de Ian McEwan. Sí, Elizabeth Bowen aparece (como también aparece Cyrril Connolly) en Expiación como la lectora que en Horizon rechaza un original de Briony Tallis: “Por decirlo simplemente, necesita la espina dorsal de una historia. Puede que le interese saber que una de sus ávidas lectoras ha sido Elizabeth Bowen. Recogió las resmas mecanografiadas en un momento de ocio en que pasaba por esta oficina cuando se dirigía a almorzar, pidió que le permitieran llevárselas a su casa y las acabó de leer la misma tarde. Al principio consideró que la prosa era sobreabundante, empalagosa, aunque compensada por ‘reminiscencias de Dusty Answer’ (cosa que a mí jamás se me hubiera ocurrido)”.
El homenaje, la mención y el arrebato literario de su aparición leyendo un manuscrito en la novela de McEwan muestran el subrayado que dejó la dublinesa –una heredera Bloomsbury– en la pista donde aterrizan las novelas familiares. Crueldad para mostrar un destino inevitable, densidad para no huir de él y la promesa de que se cumplirá –como si la decisión final dependiera de un verdugo medieval– componen la trama de la novela ambientada en la Londres de entreguerras con el Regent Park como ventana y una casa (donde viven Thomas, el “medio hermano” de Portia, y su mujer desde hace ocho años, Anna) como cuarto ajeno. Ningún secreter conseguirá convertir ese cuarto en un cuarto propio. Allí Portia aprenderá a estar sola. ¿Aprender ella, justo ella?, “que no está habituada a aprender: no había aprendido que uno tiene que aprender. Ni siquiera parecía tener dentro de ella un rincón donde almacenar datos interesantes” y descubrirá que el corazón roto puede romperse aún más. Enamorarse de Eddie, el chico que estudió en Oxford de “gracia plebeya, casi animal”, ayudará con los destrozos. La complejidad y la astucia con la que Bowen enlaza razones, sentimientos y traiciones (no es difícil imaginar que Eddie y Anna guardan secretos) logran que el atajo de lo escrito (como si escribir un diario o leerlo en las sombras del robo arrinconara para siempre las dificultades) termine incrustándose en un muro infranqueable. No hay que confundirse, La muerte del corazón no es una novela sencilla, aunque la supuesta simplicidad de una trama de amor, el esnobismo de lo decorativo, cierto candor para describir a la clase trabajadora (aunque no parece un desliz ingenuo haber elegido a Matchett, ama de llaves de la madre de Thomas, como interlocutora de Portia: “Los muebles que tenemos aquí son un lujo para gente que no desea tener pasado. Si tuviera que mirarlos mientras ellos me miran a mí me pondría nerviosa, supongo. Pero, cuando ése es precisamente tu trabajo, no te queda otro remedio. Me he pasado años y años limpiando estos muebles: los conozco como la palma de mi mano”) y el aburrimiento burgués, distraigan intenciones. Bowen encuentra letra en las regiones complejas de la intimidad y es un encuentro impiadoso, una copa de oscuro veneno cerca de los labios. Abramos la boca.
La muerte del corazón
Impedimenta
Elizabeth Bowen
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