INTERNACIONALES
Chile es, por lo menos, un país extraño: venerado por sus envidiables indicadores macroeconómicos, tiene uno de los primeros puestos en el ranking de la desigualdad. Mientras se jactan de haber conseguido el ingreso masivo de las mujeres al mercado de trabajo, según el informe de igualdad de género del Fondo Económico Mundial, Chile cayó del puesto 46 en 2010 al 91 en 2013, entre 136 países. Mientras las mujeres ocupan sólo el 14 por ciento de las bancas del Congreso, hay tres candidatas para las elecciones presidenciales de este domingo. Entre ellas, Michelle Bachelet, la segura futura presidenta que llega con un fuerte programa por la igualdad de género a un país cada vez más politizado y harto de liderazgos paternalistas.
› Por Bet Gerber *
“Chile cambió”, la frase se reitera con aire de sentencia. Y es que, de un tiempo a esta parte, Chile se asombra de sí mismo, como si el terremoto del 27 de febrero de 2010 hubiese sacudido las conciencias de un país que aparecía desmovilizado y se caracterizaba, según tantos, por su conservadurismo. Desde principios del 2011 gran parte de la sociedad chilena optó por expresar demandas colectivas a través de manifestaciones masivas, fundamentalmente asociadas a demandas medioambientales y educativas. Las imágenes que dieron la vuelta al mundo de miles de estudiantes movilizados reclamando educación pública, gratuita y de calidad pusieron en jaque la legitimidad de aquellas del país prolijo y buen alumno que suelta amarras de los vecinos para jugar, por fin, en las grandes ligas de la OCDE.
Todo sugiere que una parte significativa de la ciudadanía del país supuestamente exitoso no está dispuesta a someterse sin más a las reglas del juego del capitalismo en versión salvaje y sin filtro. Tal vez porque ya resulta indisimulable que el chorreo del crecimiento nunca llega a algunos, pero siempre recae en los mismos: pese a sus envidiables indicadores macroeconómicos, Chile es uno de los países con mayores desigualdades en el contexto latinoamericano.
Así las cosas, el país que recibe a la candidata que, con certeza, será su presidenta a partir del 11 de marzo de 2014, parece estar a años luz de aquel que la eligió en el 2005. Las nuevas demandas de la agenda social y política son tan decidoras como la caducidad de cuestiones que, pocos años atrás, se planteaban como posibles flancos débiles de la candidata. Hoy por hoy no juega ningún papel que Bachelet sea agnóstica, con un pasado de izquierda radical y madre de tres hijos de dos parejas diferentes. En sentido similar, el cuestionamiento a su capacidad de liderazgo, que sobrevoló toda la campaña anterior y fue instalada con fuerza durante su gobierno –incluso por dirigentes políticos de su propia coalición– se esfumó.
Los apabullantes niveles de adhesión que concita la figura de Bachelet dan por tierra con la hipótesis de la supuesta preferencia de la sociedad chilena por liderazgos autoritarios, paternalistas. Si la transición hacia la democracia estuvo signada por un imperativo de consenso, este período parece estar marcado por cuestionamientos de fondo al modelo vigente, forzado, básicamente, por los movimientos sociales. En este sentido, poco futuro y ningún presente tienen aquellos referentes políticos que vean en las múltiples manifestaciones y protestas sociales meros síntomas del desorden o de involución en la sociedad.
Las brisas repolitizadoras se convirtieron en huracanes en el mes de septiembre con la conmemoración de los 40 años del golpe a Salvador Allende, que generó una oleada de programas de TV con alto rating, declaraciones y tomas de posición de la clase política, removiendo las entrañas de un país que se debía un encuentro frontal con su pasado reciente.
Paradójicamente, esta suerte de renacer del interés por la política contrasta con la actual campaña presidencial que, precisamente, destiñe de color político. Los contenidos poco importan y parecen irremediablemente reemplazados por las emociones; los debates entre candidatos y candidatas en medios masivos llegaron tarde y dejaron gusto a poco.
Más allá de la pobreza ideológica de la campaña, reconforta la participación de tres candidatas, dos de ellas liderando la competencia. Claro está que ni Michelle Bachelet ni Evelyn Matthei llegan a la candidatura presidencial por la apertura de sus partidos políticos hacia procesos de democratización que incluya, por fin, a las mujeres. Bachelet era la única que aseguraba el regreso al poder a una alicaída coalición. Por su parte, Evelyn Matthei quedó por descarte como candidata de la Alianza por Chile cuando los candidatos de su conglomerado fueron cayendo uno a uno, heridos de guerra en un combate en donde la derecha no se lució por sus finos modales. Distinto es el caso de Roxana Miranda, candidata por el Partido Igualdad y dirigenta de la Asociación Nacional de Deudores Habitacionales, que aparece como la voz de un mundo que no suele tener voz en el exclusivo y excluyente escenario de las campañas presidenciales. Miranda tiene bajísimos niveles de intención de voto, sin embargo abre una grieta en el paisaje tradicional al recordar que, créase o no, existe un mundo más allá de la elite política chilena. La cuestión es que sobre un total de nueve candidatos y candidatas, una tenía la carrera ganada ya antes de regresar a Chile, en abril pasado. La duda que se despejará este domingo es si el triunfo por más de 20 puntos de diferencia bastará para concluir el proceso en primera vuelta o será necesaria una segunda.
En lo que respecta a las políticas de género, el solo nombre de Michelle Bachelet evoca la síntesis perfecta del empoderamiento femenino en la imagen de aquellas miles de mujeres autoinvestidas con la banda presidencial, celebrando el triunfo de su candidata en el 2006. En aquel entonces, ella corrió el riesgo de asumir un discurso con clara conciencia de género durante su campaña y su gobierno, aun cuando todo sugería que aquello no redituaba políticamente. Su presidencia marcó un antes y un después en cuanto al lugar de las mujeres en la sociedad y en la política chilena. Sin embargo, el tiempo demostró que excelentes iniciativas, como el armado de un gabinete ministerial paritario, pueden evaporarse fácilmente si sólo dependen de la voluntad presidencial. Faltaron medidas que abrochen cambios estructurales de modo estratégico y las consecuencias se vieron de inmediato.
Mientras la ciudadanía avanzaba en la toma de conciencia de sus derechos al ritmo de las marchas que atravesaban el país, el gobierno encabezado por Sebastián Piñera retrocedía en materia de igualdad de género. Así lo demuestra el informe de Igualdad de Género presentado por el Foro Económico Mundial, ya que, sobre un total de 136 países, Chile descendió desde el puesto 46 que ocupaba en el año 2010 hasta el 91 en 2013. La abrupta caída se debe a resultados alarmantes en las categorías correspondientes a participación política y participación y oportunidades en la economía.
Esto último parece contradictorio si se considera que una de las banderas más agitadas por el actual gobierno ha sido el aumento de la participación femenina en el mercado laboral. Sin embargo, al tratarse, en gran parte, de trabajo precario y con muy bajas remuneraciones, el crecimiento no se ha traducido en la superación de la pobreza entre las mujeres ni en mejoras en términos de autonomía. Si a las responsabilidades del ámbito privado –que siguen concentradas en manos y corazones femeninos– se les suma la exigencia de un trabajo precario y mal pago, el saldo es negativo, aun cuando el gobierno pueda ostentar cifras maquilladas de buenas noticias. Por su parte, las iniciativas dirigidas a incluir algún mecanismo destinado a aumentar la representación femenina en cargos de elección popular naufragaron. El porcentaje de mujeres en el Congreso roza apenas el 14 por ciento, sin pronóstico de mejora en estas elecciones.
En definitiva, la autonomía de las mujeres no es tema para el actual gobierno, y más aún: la autonomía del propio cuerpo, por ejemplo, es combatida en forma explícita e implícita, aun cuando el presidente Piñera pretenda desprenderse de la derecha más conservadora y presentarse como el adalid de una nueva derecha liberal.
En este sentido, los desafíos se sitúan más bien en transformaciones estructurales que abran caminos hacia la igualdad de género sobre la base de la autonomía de las mujeres. Esto apunta a reformas políticas en donde la mayor deuda de Chile hacia su ciudadanía es, sin duda, el cambio de la Constitución, herencia de la dictadura y efectivo cerrojo que bloquea avances sustantivos hacia una sociedad más justa e igualitaria. Desde el feminismo, el diseño de una nueva Constitución se considera esencial ya que allí se establecerían las bases para un Estado que se fundamente en principios de igualdad y no discriminación. Teresa Valdés, quien formó parte de la Comisión de Democracia Paritaria del Comando de Bachelet, destaca la propuesta generada desde ese espacio, que incorpora cuestiones como el derecho a la identidad sexual, a la orientación sexual, a la intimidad, a la imagen, al honor y a los derechos sexuales y reproductivos de las personas. Valdés, una de las más connotadas expertas en género de Chile, subraya “en el fondo, el catálogo de derechos que está vigente a nivel internacional, se recoge en lo que debería contener la Carta Fundamental de nuestra República”.
Sin embargo, el camino hacia una nueva Constitución en Chile se presenta como un maratón de obstáculos, ya que la actual fue concebida para que resulte prácticamente imposible modificarla. No obstante, el hecho de que ya esté incorporado el enfoque de género en el programa presidencial de la candidata a todas luces ganadora, tiene el valor de recoger una preocupación feminista histórica: asumir que el ámbito privado es político y que requiere consideraciones y resguardos del derecho desde el más alto nivel político-institucional.
En el plano institucional, para los primeros cien días de gobierno el programa de Bachelet anuncia el reemplazo del Servicio Nacional de la Mujer (Sernam) por un Ministerio de la Mujer y la Equidad de Género, responsable de coordinar intersectorialmente las políticas para la igualdad. A su vez, se asume de manera transversal la perspectiva de género en las diversas áreas de las políticas públicas y –atención– en el Sistema Nacional de Inversiones. Desde un punto vista conceptual y estratégico, el enfoque transversal resulta clave para avanzar hacia transformaciones estructurales y, aunque no es novedad en Chile, uno de los mayores desafíos en el mediano plazo será que la tan mentada transversalidad sea algo más que una palabra interesante.
Cierto es que, aun cuando implique cuestiones de fondo, el rediseño políticoinstitucional es materia de interés de sectores especializados. Sin embargo, otros temas sustantivos para la agenda de género tienen mayor alcance en la opinión pública dejando ver que, en particular, las chilenas cambiaron como lo refleja la encuesta que realiza anualmente la Corporación Humanas sobre percepciones de las mujeres. Carolina Carrera, presidenta de la Corporación, afirma que “es en el ámbito de la autonomía del cuerpo en donde aparece el mayor malestar y los cambios más significativos de las mujeres en años recientes”. Así, por ejemplo, ante la pregunta: “¿En cuáles de los siguientes ámbitos cree usted que las mujeres son discriminadas en la vida diaria?”, un contundente 85% ciento señala la libertad sexual. A su vez, en 2011 un 74% de las chilenas estaba de acuerdo con despenalizar el aborto terapéutico frente a un 85 en 2013; en caso de malformación incompatible con la vida, los niveles de acuerdo subieron de un 69% a un 80 en este año. El caso de violación exhibe el mayor aumento en estos dos años al pasar de 57 a 80%. En este contexto, cabe destacar que uno de los puntos más significativos –y polémicos– del programa de Michelle Bachelet es la despenalización del aborto en casos de riesgo para la vida de la madre, inviabilidad del feto y violación.
En lo que hace al crítico ámbito de la participación política de las mujeres, el programa de Bachelet prevé medidas de participación equilibrada –entiéndase paridad flexible, 60%/40%– entre hombres y mujeres en el Congreso, directivas de los partidos políticos, instituciones públicas, cargos directivos y directorios de empresas con participación del Estado, gabinete ministerial y gobiernos regionales.
Por último, se replantea un antiguo tema que, mal que nos pese, no pierde vigencia: la división sexual del trabajo. En línea con el enfoque que se propulsa desde organismos internacionales como la Cepal, el programa de gobierno de Bachelet reivindica la corresponsabilidad en el cuidado de las personas, reconociendo en las tareas de cuidado un factor decisivo de la desigualdad de género. No sólo se considera el cuidado infantil a través de un considerable aumento de la cobertura de salas cuna, sino la implementación de un Sistema Nacional de Cuidado. En países cuya población envejece mientras desciende la tasa de natalidad, la realidad demuestra con crudeza en qué medida la vejez está atravesada por cuestiones de clase y de género.
No falta quien señale que Bachelet llegará al gobierno con metas más ambiciosas en virtud de su paso por ONU Mujeres. Esto es cuestionable, ya que lo que salta a primera vista es la combinación de su propia impronta en la materia y las transformaciones y experiencias de la sociedad chilena. En todo caso, la pregunta del millón es: más allá de las buenas intenciones del programa, ¿qué posibilidades hay de implementarlo?
Gran parte de las iniciativas deben tomar forma de ley para concretarse, lo que implica pasar por el Congreso en donde el bloque de la Nueva Mayoría que lidera Bachelet tendría mayoría simple; no obstante, cabe recordar que las leyes orgánicas requieren mayorías calificadas. Pero ante todo, la próxima presidenta deberá lidiar con los diversos frentes que se abrirán en su propia coalición, cuyo espectro abarca desde la Democracia Cristiana hasta el Partido Comunista, sin olvidar a los nuevos coprotagonistas de la vida política chilena: los movimientos sociales.
En todo caso, sería un error esperar que sea Bachelet quien resuelva cada reivindicación por la igualdad de género. Tanto como plantear que de aquí en más la única vía para provocar transformaciones sustantivas sea la del movimiento estudiantil, es decir, organizando movilizaciones masivas completamente fuera del alcance del debilitado movimiento de mujeres. Según Carmen Andrade, encargada de género del Comando de Michelle Bachelet, la clave pasará por “construir fuerza social y política de mujeres, conformar redes autónomas de mujeres que apoyen agenda desde la autonomía”. En todo caso, se vislumbran puertas abiertas y el sentido común indica que los caminos para avanzar hacia la igualdad serán múltiples. Una vez más, gran parte del éxito dependerá de la habilidad de las mujeres para construir alianzas estratégicas.
* Directora de Proyectos de la Fundación Friedrich Ebert en Chile
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